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El primer paso de Saramago de camino al Nobel

El autor es un muchacho de veinticuatro años, callado, introvertido, que se gana la vida como escribiente en los servicios administrativos de los Hospitales Civiles de Lisboa, tras haber trabajado durante más de un año como aprendiz de cerrajería mecánica en los talleres de esos hospitales. Tiene pocos libros en casa porque su sueldo es pequeño, pero ha leído en la Biblioteca Municipal del palacio de Galveias, tiempo atrás, todo cuanto ha podido alcanzar su comprensión. Todavía estaba soltero cuando un caritativo compañero de trabajo, oficial de segunda, de apellido Figueiredo, le prestó trescientos escudos para comprar los libros de la colección Cadernos de la Editorial Inquérito. Su primera estantería fue una balda interior del aparador familiar. En este año de 1947 en el que estamos tendrá una hija, a la que medievalmente pondrá el nombre de Violante, y publicará la novela que ha estado escribiendo, esa que tituló A viúva pero que saldrá a la luz con un título al que no se acostumbrará nunca.

Como en el tiempo que pasó en la aldea ya había plantado unos cuantos árboles, poco más le queda por hacer en la vida. Se supone que escribió este libro porque en una antigua conversación entre amigos, de esas que tienen los adolescentes, hablando los unos con los otros de lo que les gustaría ser cuando fuesen mayores, dijo que quería ser escritor. De más joven, su sueño era ser maquinista de tren, y si no hubiese sido por la miopía y por su minúscula fortaleza física, suponiendo que en el entretanto no hubiera perdido la valentía, habría sido aviador militar. Acabó de chupatintas en último grado del escalafón, y tan cumplidor y puntual que a la hora de empezar su actividad ya está sentado a la pequeña mesa en que trabaja, al lado de la prensa de las copias. No sabe decir cómo le vino después la idea de escribir la historia de una viuda ribatejana, a él, que de Ribatejo sabría algo, pero de viudas nada, y menos aún, si existe el menos que na­da, de viudas jóvenes y propietarias de bienes que están a la vista de todos.

Tampoco sabe explicar por qué eligió la Parceria António Maria Pereira cuando, con notable atrevimiento, sin padrinos, sin compromisos, sin recomendaciones, se decidió a buscar un editor para su libro. Y quedará para siempre como uno de los misterios impenetrables de su vida que Manuel Rodrigues, de la Editorial Minerva, le escribiera diciéndole que había recibido La viuda en su casa a través de la librería Pax, de Braga, y que se pasase por la Rua Luz Soriano, que era donde estaba la editorial. En ningún momento se atrevió el autor a preguntarle a Manuel Rodrigues por qué aparecía la tal Pax metida en este asunto, cuando la verdad era que solo había enviado el libro a António Maria Pereira. Creyó que no era prudente pedirle explicaciones a la suerte y se dispuso a escuchar las condiciones que el editor de Minerva iba a proponerle. En primer lugar, no le pagarían derechos.

En segundo lugar, el título del libro, sin atractivo comercial, sería sustituido. Tan poco acostumbrado estaba nuestro autor a tener unos cuartos de sobra en el bolsillo y tan agradecido a Manuel Rodrigues por la arriesgada aventura en la que se iba a meter que no discutió los aspectos materiales de un contrato que nunca fue más allá de un simple acuerdo verbal. En cuanto al título rechazado, consiguió susurrar que buscaría otro, pero el editor se adelantó, que ya lo tenía, que no pensase más. La novela se llamaría Terra do pecado. Aturdido por la victoria de ser publicado y por la derrota de ver cambiado el nombre de ese otro hijo, el autor bajó la cabeza y se fue de allí a anunciar a la familia y a los amigos que se le habían abierto las puertas de la literatura portuguesa. No podía adivinar que el libro acabaría su poco lustrosa vida en parihuelas. Realmente, a juzgar por lo visto, el futuro no tendría mucho que ofrecer al autor de La viuda.

J. S.

I

Un asqueroso hedor a medicinas inundaba la atmósfera de la habitación. Se respiraba con dificultad. El aire, demasiado caliente, casi no llegaba a los pulmones del enfermo, cuyo cuerpo se perfilaba bajo la colcha desaliñada y desprendía un mareante olor a fiebre. De la habitación de al lado, amortiguado por el espesor de la puerta cerrada, llegaba un sordo rumor de voces. El enfermo balanceaba lentamente la cabeza sobre la almohada manchada de sudor, en un gesto de fatiga y sufrimiento. Las voces se alejaron poco a poco. Abajo, llamaron a una puerta y se pudieron oír las patas de un caballo. El ruido de la arena aplastada por el trote del animal aumentó de repente bajo la ventana de la habitación y desapareció enseguida como si los cascos pisasen barro. Un perro ladró.

Al otro lado de la puerta se escucharon pasos cautelosos y medidos. El pestillo de la cerradura chirrió ligeramente, la puerta se abrió y dejó paso a una mujer que se acercó a la cama. El enfermo, despierto de su modorra inquieta, preguntó, sobresaltado:

—¿Quién anda ahí? —Y después, fijándose—: ¡Ah, eres tú! ¿Dónde está la señora?

—La señora ha ido a acompañar al doctor a la puerta. No tardará…

La respuesta fue un suspiro. El enfermo se miró con tristeza las manos largas, delgadas y amarillas como las de una vieja.

—¿Es verdad que estoy muy mal, Benedita? ¿Y que, según parece, no voy a salir de esta?

—¡Ande, señor Ribeiro! ¿Por qué habla de morirse? No es eso lo que dice el doctor…

—¿Mi hermano?…

—¡Sí, señor! Y también el doctor Viegas, que acaba de salir. Aún no debe de haber pasado la cancela del patio. ¡Dios nuestro Señor lo proteja de algún mal encuentro cuando pase al lado del cementerio, que todavía tiene que ir para la zona de Mouchões!…

El enfermo sonrió. Una ligera sonrisa, que le alegró fugazmente el rostro enflaquecido y que le arrugó los labios finos y secos. Se pasó la mano por la barba espesa, teñida de blanco en el mentón, y respondió:

—Benedita, Benedita, mira que no es razonable hablarle de cementerios a un enfermo grave, que ve con demasiada frecuencia, a través de la ventana de su habitación, los muros de uno de ellos…

Benedita ocultó el rostro y se secó dos lágrimas que le asomaban por los párpados cansados.

—¿Lloras?

—No puedo oír hablar de estas cosas, señor Ribeiro. ¡Usted no se puede morir!

—¿No me puedo morir? ¡Boba!… Ya ves que puedo… ¡Todos podemos!

Benedita sacó un pañuelo del bolsillo del delantal y se limpió despacio los ojos húmedos. Después se dirigió a la cómoda, donde una imagen de la Virgen parecía moverse en la oscilación de la luz de las velas que la rodeaban, juntó las manos y murmuró:

—Dios te salve, María, llena eres de gracia…

El silencio cayó sobre la habitación. Solo el bisbiseo de los labios de Benedita lo interrumpía en el murmullo de la oración. Del fondo de la estancia salió la voz del enfermo, un tanto debilitada y trémula:

—¡Qué fe tienes, Benedita! Esa es la verdadera creencia, la que no se discute, la que se conforma y encuentra en cualquier cosa su propia explicación.

—No le entiendo, señor Ribeiro. Creo y nada más…

—¡Sí!… Crees y nada más… ¿No oyes pasos?

—Debe de ser la señora Maria Leonor.

La puerta se abrió lentamente y entró Maria Leonor, vestida de oscuro, con un velo de encaje negro sobre el pelo claro y brillante.

—Entonces, ¿qué ha dicho el doctor Viegas?

—Que te encuentra igual, pero que cree que mejorarás dentro de poco.

—Cree que mejoraré… ¡Sí! Mejoraré, es lo más probable.

Maria Leonor se dirigió a la cama y se sentó al lado del enfermo. Sus ojos, febriles, buscaron los de ella. Con una ternura brusca, le preguntó:

—¿Has llorado?

—¡No, Manuel! ¿Por qué iba a llorar? No estás peor, en poco tiempo estarás curado… ¿Qué motivos tengo para llorar?

—Si todo pasa como dices, la verdad es que no tienes motivos…

Benedita, que había estado absorta acabando su oración, se acercó a los dos:

—Voy a ver si los niños se han dormido, señora.

—Vengo de allí y estaban dormidos. Pero ve, ve…

—Con permiso.

La puerta se cerró a su espalda. Recorrió un largo pasillo sumergido en la penumbra, donde los pasos, amortiguados por la moqueta, sonaban sordos. Abrió una puerta grande y pesada, atravesó un salón desierto e iluminado por dos grandes manchas de luz de luna en el suelo, donde se formaba una cruz de sombra. Fue hasta la ventana, la abrió y miró afuera. La luna hacía resplandecer los árboles y las casas dispersas por la finca. Del piso de abajo subía un rumor de voces. En la entrada de la casa se alargaban, como los cinco dedos de la mano, las proyecciones luminosas de las cinco rendijas de la cocina.

Benedita cerró lentamente las ventanas y echó las aldabas. A tientas, se dirigió a una puerta cuyas hendiduras dejaban pasar unos rayos de luz. Entró.

En dos camas pequeñas, una al lado de la otra, dormían dos criaturas. Una lamparilla encima de una mesita baja esparcía alrededor su claridad mortecina y temblorosa. Benedita se inclinó para contemplar a los dos durmientes. Uno de los niños se movió y, tras sacar uno de los brazos fuera de la ropa que lo tapaba, se acurrucó, suspirando, y siguió durmiendo. Benedita se sentó en una silla y se puso a vigilar a los niños, envuelta en el silencio que pesaba sobre la casa. Se cubrió con el chal que llevaba por encima de los hombros y, sin darse cuenta, los párpados se le fueron cerrando, inertes. No se durmió del todo, se quedó inmersa en una soñolencia blanda, en un sopor agradable, del que se despertaba de vez en cuando para volver a él. Su deseo sería acostarse. Pero ¿para qué? De un momento a otro tendría que levantarse para atender al patrón. ¡Qué buen señor! El único que, en su opinión, podría haberse merecido a la señorita Maria Leonor, a la que ahora, por cierto, ya no llamaba señorita. Después de que se casara, se acostumbró a llamarla señora Maria Leonor, y señora Maria Leonor se había quedado para siempre. Le había costado habituarse, porque, la verdad, ¿no era una señora casada? A ella era a la que nadie había querido como mujer y ahora, con cuarenta y dos años, ya no era tiempo. Benedita sonreía en medio de sus fantasías, recordando la boda de la señora. Buena fiesta, ¡la mejor que había visto nunca! Después de la ceremonia, se marcharon los tres a Quinta Seca, que de seca actualmente solo tenía el nombre. En los primeros tiempos, a las dos las mataba la añoranza, pero el señor Manuel Ribeiro las llevaba algunas veces a Lisboa. Al final, dejaron de desear aquellos viajes. ¡Era tan agradable vivir en el campo, fuera de la confusión de calles repletas de gente, que ambas ya detestaban y temían! Pasaron los años, y ella tenía dos niños para entretenerse y a los que adorar. ¡No! ¡No quería nada más! Era feliz. Solo hacía poco tiempo la dolencia del señor había venido a interrumpir la felicidad de la casa. Ya ni los trabajadores de la finca parecían los mismos. Todos los días querían saber si el patrón mejoraba y, ante las respuestas casi siempre desanimadas, suspiraban con pesar. ¡Qué desgracia, la enfermedad!… Ni el hermano del señor, el doctor António Ribeiro, ni aquel otro médico del Parral, el doctor Viegas, atinaban con la cura para aquello. Se trataba de una enfermedad tan miserable que el señor era una sombra de lo que había sido. Quizá se curase, pero seguro que no sería nunca más el mismo hombre que había conseguido hacer de aquel terreno casi salvaje, que había heredado de su padre, la finca más hermosa de los alrededores.

José Saramago. Traducción de Antonio Sáez Delgado
Salamandra, 2021
320 páginas. 17,95 euros.

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