“El acuerdo entre Estados Unidos y los talibanes no ha tenido ningún beneficio para los afganos; la violencia no ha disminuido”, asegura H. S., un joven profesional de Kabul que pide no ser identificado por miedo a las consecuencias. En su opinión, los únicos que han sacado tajada de aquel pacto firmado hace un año han sido los insurgentes “con la excarcelación de 5.000 de sus milicianos”. Tampoco ha dado frutos el diálogo entre esa guerrilla y el Gobierno de Afganistán que desde septiembre se celebra en Doha (Qatar). Tras encadenar varias guerras sucesivas, los afganos están perdiendo la esperanza.
La intención de Washington con la firma del acuerdo estuvo clara desde el principio: retirar a sus soldados de Afganistán para el próximo mayo. Dos décadas después de haber derribado al régimen talibán (por complicidad en los atentados del 11-S al albergar a Al Qaeda), admitía que la victoria militar sobre los insurgentes era imposible. Muchos afganos (y analistas) expresaron su temor a que, sin las tropas extranjeras, los extremistas islámicos volverían a hacerse con el poder. Para evitarlo, EE. UU. promovió un proceso de reconciliación interno en el que la guerrilla sólo renuentemente aceptó incluir a representantes del Gobierno de Kabul.
A dos meses de la fecha prevista para la retirada total, no hay avances, ni claridad sobre cómo va a proceder la nueva Administración estadounidense. Fawzia Koofi, una de las cuatro mujeres que integran la delegación gubernamental, admite que las expectativas se han visto defraudadas. “Esperábamos que el acuerdo se tradujera en un alto el fuego o al menos una reducción de la violencia; ha sucedido lo contrario. Tras el inicio del proceso de paz, ha aumentado, sobre todo el asesinato de civiles”, señala desde Doha, donde la semana pasada se ha reanudado el diálogo tras cuatro semanas de interrupción.
No pasa un día sin que lleguen noticias de varias explosiones y asesinatos en Kabul, la ciudad más protegida de Afganistán. En el resto del país, nadie lleva la cuenta. Hay quienes se despiden de sus familias al salir de casa como si no fueran a volver a verlas. Los que pueden huyen para ponerse a salvo. En 2019, antes del cierre de fronteras por la covid, los afganos superaban a los sirios entre los migrantes que llegaban a Europa. “Estamos agotados”, confía H. S.
El año 2020 dejó 3.035 civiles muertos y 5.785 heridos, según el último informe de la ONU hecho público la semana pasada. Aunque el número total de víctimas civiles baja de los diez mil por primera vez desde 2013, es el séptimo año consecutivo con más de tres mil muertos, lo que convierte Afganistán en uno de los lugares más peligrosos del mundo para sus ciudadanos. También resulta preocupante que hayan aumentado los damnificados civiles desde el inicio del diálogo el pasado septiembre (un 45% respecto al último trimestre de 2019).
La mayoría de las víctimas (62%) resultan de lo que la Misión de Asistencia a Afganistán de la ONU (UNAMA), autora del informe, llama “elementos anti Gobierno”, que encabezan los talibanes (45%) a distancia de la rama local del Estado Islámico (8%). La guerrilla talibán ha criticado el informe y dice que minimiza las víctimas causadas por las fuerzas de seguridad. Pero la mayor preocupación para UNAMA es el creciente número de ataques sin firma, de cuyas víctimas no pueden responsabilizar a nadie, en especial los llamados “asesinatos selectivos”.
Como muchos afganos, Koofi considera que la falta de compromiso de los talibanes es el mayor obstáculo para acabar con la guerra. “Aseguran con orgullo que han dejado de atacar a las fuerzas internacionales como acordaron [con EE. UU.], es un buen paso, pero después de veinte años diciendo que libraban una guerra santa contra la invasión extranjera, si ya no lo hacen ¿qué legitimidad tiene luchar contra su propia gente?”, se pregunta.
H. S., el joven profesional citado antes, reparte culpas. En su opinión, la rivalidad entre India y Pakistán por influir en Afganistán afecta a la falta de avances en Doha. Además, considera que también el presidente Ashraf Ghani bloquea el diálogo. “Quiere permanecer en el poder incluso si hay una administración transitoria, algo que los talibanes rechazan”, recuerda. El portavoz de la Oficina Política de ese grupo en Qatar, Mohammad Naim Wardak, no respondió a EL PAÍS.
Los insurgentes siguen negándose a un alto el fuego, tal como les reclama la sociedad afgana y les ha pedido la ONU. “Mi impresión es que están en una actitud de esperar y ver cuál va a ser la estrategia [del nuevo presidente] de Estados Unidos hacia Afganistán”, estima Koofi. Joe Biden ha anunciado una revisión del acuerdo de Doha, firmado por la anterior Administración, para evaluar “si los talibanes están cumpliendo con sus compromisos”.
El jefe del Mando Central de Estados Unidos (CENTCOM), el general Kenneth McKenzie, tiene “dudas fundadas” al respecto, según manifestó durante un seminario virtual la semana pasada. Admitió que han dejado de atacar a las fuerzas de la coalición (además de 2.500 soldados estadounidenses, otros 10.000 de la OTAN), pero dijo que no hay signos de que hayan roto con Al Qaeda. “La violencia, aunque demasiado alta por ambas partes, a mi juicio, es sobre todo responsabilidad de los talibanes”, declaró.
¿Va a traducirse eso en un retraso en la fecha de retirada? Aún no está claro. Los insurgentes no quieren oír hablar de esa posibilidad, convencidos como están de que podrán imponerse a las fuerzas gubernamentales. No obstante, su demanda de que se saque a todos sus dirigentes de la lista de sanciones de la ONU y el Gobierno excarcele a otros 7.000 de sus milicianos podría dar margen para extender el calendario por un tiempo limitado. Eso sólo retrasaría el dilema que afronta EE. UU.
Tal como ha reconocido el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, “no hay soluciones fáciles”. “Si nos quedamos más allá del 1 de mayo, nos enfrentamos a más violencia, más ataques contra nuestras tropas. Pero si nos vamos, nos arriesgamos a perder los logros que hemos obtenido”, aseguraba en una reciente conferencia de prensa. Para los afganos como H. S., eso significa volver 20 años atrás a un régimen totalitario que, con el pretexto de la ley islámica, impuso un cruel sistema judicial (con castigos físicos y ejecuciones públicas), encerró a las mujeres en casa, ilegalizó el cine y la televisión y restringió la educación a la lectura del Corán.
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