Susan Sontag fotografiada en mayo de 1967.Philippe Halsman (Philippe Halsman / Magnum Photos)
Borges afirmó que “cuando los escritores mueren se convierten en libros, lo que, al fin y al cabo, no es una encarnación tan mala”. Hace falta una rara índole de elegancia moral para hallar consuelo en la idea de que algo quedará de nosotros tras nuestra extinción. Y que alguien, aun tratándose de Borges, pueda hallar pleno consuelo en ello es una cuestión discutible. Para los que no están dotados de una gran capacidad de resignación o de autoengaño, y no creen en la vida de ultratumba (y probablemente incluso para muchos que sí creen en ella), el olvido es algo difícil de entender, y más aún de aceptar. La esperanza de que no todo concluye con la propia muerte radica por tradición en la familia; para otros la consecución de los logros públicos, o bien las causas por las que se ha luchado, alimentan la esperanza de que su memoria perdurará. Aunque para muchos artistas se trate más bien de la obra, la obra, la obra. No obstante, dicha idea, aun en su sentido más amplio, coexiste en tensión con la certidumbre, incluso entre las reputaciones más imperecederas, de que el destino ineludible de la obra es verse reinterpretada por cada generación, y quizá a la postre repudiada por ella; pues el repudio es la burda prerrogativa de los jóvenes.
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En el caso concreto de los escritores, hay algunos que intentan, por así decirlo, echar dados trucados a sus contemporáneos, así como a la posteridad. En vida ambicionan y a menudo consiguen, al menos en alguna medida, conformar cómo se comprende su obra, ya sea rebatiendo constantemente a sus críticos, ya sea incitando a sus admiradores. Wagner es el caso emblemático de dicho esfuerzo en un gran artista. En el caso de los escritores a lo largo del siglo pasado, el empeño se extendió a los que eligieron a sus biógrafos o al menos colaboraron con ellos. La reciente y muy controvertida biografía de Philip Roth, que él mismo se esforzó denodadamente por guiar, es otro ejemplo tanto del poder como de las trampas de todo ello. Pero a más largo plazo, como concluyeron hasta los escritores más empeñados en dirigir lo que ocurre con su obra —un Roth o un Beckett—, por mucho que intervinieran resistiendo dicha conclusión, tales esfuerzos están indefectiblemente condenados al fracaso.
Susan Sontag, mi madre, estaba profunda y a veces desesperadamente interesada en que se la recordara. “Perdurará” era para ella el mayor homenaje que se podía rendir a la obra de un colega. Y aunque eso no pueda deducirse del frívolo relato de sus ambiciones en la banal biografía de Benjamin Moser, mi madre en realidad no estaba de ningún modo ofuscada por alcanzar la fama y luego por mantenerla. Bien al contrario, muchas de las decisiones relativas a los proyectos que deseaba emprender, sobre todo en su determinación de participar en los propósitos de amigos y parejas que en otras circunstancias apenas le habrían interesado, fueron distracciones decisivas que la apartaron de sus propias aspiraciones. Fueron también más preservadoras de la fama que medios para alcanzarla o mantenerla. Al margen del ámbito de las proyecciones de Moser, lo que mi madre más ambicionaba era que su obra fuera recordada por la perdurable originalidad de lo que había hecho, pensado y escrito, y no porque había sido famosa. En algún sentido compartía el punto de vista de Borges, si bien la versión de este era conciliadora y la suya estaba electrizada por el terror a la extinción. Pues ella era la mujer que, siendo aún muy joven, había escrito en su diario: “No puedo imaginar el mundo sin mí”. Es un sentimiento que nunca la abandonó, y su persistencia provocó que fuera sumamente angustioso para ella dejar este mundo; un sufrimiento que intenté plasmar, no del todo cabalmente, en Un mar de muerte, mis memorias de sus últimos meses. Me parece que en realidad la muerte la aterrorizaba más que a cualquier otro escritor importante del siglo XX, a excepción de Elias Canetti; tanto es así que de hecho, y a diferencia de Canetti, ese terror no está presente en su obra, ni siquiera cuando, como en su novela Estuche de muerte, la mortalidad es su tema.
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No hallar consuelo ante la extinción inevitable y ansiar que la posteridad preste atención puede parecer contradictorio, pero en el caso de mi madre creo que su horror a lo primero y su deseo de lo segundo simplemente discurrían por cauces distintos. Recuerdo que en una ocasión —en San Petersburgo para su septuagésimo primer y último cumpleaños, casi 11 meses antes de su muerte— trajo consigo como regalo para las personas que pudiera conocer ejemplares de su libro más reciente, Ante el dolor de los demás, su meditación sobre la fotografía y la guerra, y de A Susan Sontag Reader, una compilación de su obra publicada hasta 1982. Me sorprendió que hubiera elegido un libro de 20 años atrás en lugar de otro más reciente. Pero respondió con toda naturalidad que probablemente nadie leería entera la obra comprendida en el periodo de la compilación y que era un modo de transmitir lo que había abordado en ella. Sin embargo, con suerte, me dijo, pronto se editaría otra con su obra escrita desde entonces, tal y como la concebía. La autora del ensayo Contra la interpretación nunca tuvo reparo alguno en ello. Porque también se trataba de la mujer a la que le gustaba citar la frase de Nietzsche: “No hay hechos, solo interpretaciones”. Y, como he tratado de exponer, aspiraba, sobre todo, a que se la siguiera leyendo.
En eso consisten las compilaciones cuando las preparan sus autores y no sus herederos: se trata de ejercicios de autointerpretación. En cambio, una póstuma, como esta o la precedente, Al mismo tiempo, publicada en 2009, es por su misma naturaleza una interpretación ajena de la obra de un escritor, en este caso mi interpretación. Tal es el privilegio y la carga de ser un heredero. Y si la obra de mi madre perdura, como creo que así ocurrirá, habrá personas que nunca la conocieron en vida, y menos aún que entablaron una relación con ella, que al cabo editarán otras compilaciones. No obstante, la tarea me ha correspondido a mí mientras tanto, y quiero dejar claro que lo que se sirve aquí es una selección de la obra de toda la vida de Susan Sontag vista a través de la lente de David Rieff. ¿Qué habría pensado de la iniciativa? No tengo otra respuesta que la que ofrezco cuando sus admiradores me escriben para preguntar qué “habría pensado” de gente y acontecimientos sucedidos tras su deceso: Donald Trump, woke, la crisis climática, etcétera. La única respuesta honrada, por supuesto, es que soy un hijo, no un médium. Con todo, lo que he pretendido es incluir la obra que consideraba más destacada porque ella misma me lo dijo, obra que quizá habría “superado” (aunque no repudiado; eso solo ocurrió con algunas de sus posiciones políticas, en particular con sus primeras apologías de varios regímenes comunistas, principalmente el cubano) y obra que en mi opinión podría tener eco sobre todo entre quienes la leen actualmente, en la tercera década del siglo XXI. A todo lo anterior he añadido unas cuantas entradas de sus diarios que se revisten de singular relevancia para los escritos que se reproducen en estas páginas.
Y soy el primero en reconocer que leer a Susan Sontag en la tercera década del siglo XXI es todo menos un asunto diáfano. No me refiero solo al modo en que ella no habría compartido las creencias recibidas de nuestra época (aunque, insisto, no lo sé de cierto). Sí sostengo que le habría parecido en extremo repelente el antiintelectualismo iconoclasta de la política identitaria y su filosofía (por decirlo con suma generosidad) de la cultura que sustituye la trascendencia con la representación. Una vez me confesó que una de las razones por las que confiaba en vivir una vida muy larga —una obsesión irrealizada: solo le tocaron seis docenas de años, casi— era, según sus palabras, “para ver hasta dónde llega la estupidez”. Mi corazonada es que se habría quedado atónita al ver la prontitud con la que se alcanzó tanta estupidez. Pero lo que me parece más trascendente es que, a diferencia de muchos escritores importantes próximos a su generación (nació en 1933 y murió en 2004), la obra de mi madre es en sí misma un estudio sobre la ambivalencia y la ambigüedad. La ambivalencia es en un sentido el aspecto más sencillo: uno de sus contemporáneos sintetizó su profunda dualidad, en un tono entre admirativo y burlón, al afirmar que se trataba de una esteta entre los moralistas, pero de una moralista entre los estetas. Los primeros ensayos que la hicieron célebre –Notas sobre lo “camp”, Contra la interpretación, Una cultura y la nueva sensibilidad y Sobre el estilo– son los de la esteta que se enfrentaba a la moralista. Pero en Sobre la fotografía, en sus dos libros sobre la enfermedad, La enfermedad y sus metáforas y El sida y sus metáforas, en el ensayo sobre Leni Riefenstahl, “Fascinante fascismo”, y en su meditación sobre la fotografía y la guerra, Ante el dolor de los demás, mi madre volvió a ser la moralista de altura.
Mi propia intuición, y no se trata más que de eso, es que si se desentrañara su dualidad escritural, la moralista superaría a la esteta. Una parte de lo que escribió, de la cual he entresacado la mayoría de lo seleccionado, tendrá su eco sin obstáculos. Acaso resulte irónico, pero me parece que su obra narrativa, valorada por ella por encima del resto de sus libros, aunque considerada por casi todos sus lectores coetáneos lo menos interesante de su empeño, sea lo que menos precise (¡sí!) de interpretación para los lectores de 2022. Y por el mismo motivo me pregunto hasta qué punto son “legibles” hoy día los primeros ensayos de su periodo de alta esteta. El axioma de Kierkegaard, objeto de fascinación que citaba a menudo, según el cual, si bien hay que vivir la vida prospectivamente, esta solo puede ser entendida retrospectivamente, no se ajusta del todo al caso de mi madre, al menos en lo que respecta a su obra Pues a diferencia de muchos de sus contemporáneos –es decir, los más relevantes–, todas las crónicas sobre ella, sobre lo que pensaba, sobre lo que defendió, parecían y aun parecen reclamar un contradiscurso.
Por lo anterior he querido que esta compilación sea lo más amplia posible, es decir, he preferido errar por exceso al incluir más escritos y no por defecto al elegir solo aquellos textos que en mi opinión la representan con mayor solidez. Por ello los fragmentos de sus diarios son tan importantes en la estructura de esta recopilación Algunos abarcan los mismos materiales, o al menos se solapan con lo contenido en los ensayos, relatos y fragmentos de novelas recogidos Hace ya mucho tiempo el escritor y director inglés Jonathan Miller, buen amigo de mi madre en los años sesenta y setenta, escribió una “Carta de Londres” para la revista literaria estadounidense Partisan Review, donde también mi madre publicó la mayoría de sus primeros ensayos importantes Miller siempre concluía sus artículos con estas palabras: “Espero que esto te encuentre a ti tal como me deja a mí”. En un sentido todo escritor solo puede razonablemente aspirar a eso, tanto de los lectores de su época como de los que se ocuparán de leer su obra cuando no se encuentre entre nosotros. Lo mismo puede decirse de los editores de compilaciones como la presente. Al recibir la obra de mi madre, me parece que aún conserva su fuerza para instruir, deleitar e interpelar. Pero eso habrá de resolverlo esta generación de lectores, no yo. Caveat lector.
Me he referido a la presente antología como si fuese solo mía, pero no es del todo así Escribo esto con un poco de inquietud. Ya en mi madurez el orbe hispanohablante se ha convertido, en aspectos significativos, en mi patria cultural adoptiva Lo cual categóricamente no implica que lo mire con menos escepticismo y ambivalencia que los tres países, además del mío propio, los Estados Unidos, que más han importado en mi vida: Francia, Inglaterra, y acaso sobre todo Irlanda. Y la verdad es que siempre me he tenido por un estadounidense poco convincente. Aunque me he apeado a menudo en el mundo hispanohablante, la idea de una nueva compilación de los escritos de Susan Sontag dirigida a un público de habla española no fue mía sino del último editor de mi madre en España (y mi buen amigo) Claudio López Lamadrid. Durante un almuerzo en el Festival Hay de Cartagena, acompañados de otros escritores publicados también por Claudio y con el rumor de las conversaciones al fondo, me propuso el proyecto garabateando el índice en una hoja con el membrete del hotel. Desde entonces lo he revisado en parte, añadiendo y eliminando textos. Así pues, este libro es en lo fundamental una idea de Claudio, no mía. Sin embargo, tiene también otro “padre”: el poeta Aurelio Major, traductor de la obra de mi madre y de la mía, y uno de mis amigos más queridos Aurelio se ha ocupado durante mucho años de la obra de mi madre en lengua española, una suerte de intensa vigilancia que ha sido todo menos fácil Aurelio supervisará los cometidos globales (en ambos sentidos de la palabra) de la Fundación Susan Sontag cuando yo haya desaparecido Mientras tanto, aquí y ahora, estoy en deuda con Claudio y con Aurelio, deudas que nunca podré saldar.
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