Una docena de adolescentes rodea un banco de madera. Pantalones de chándal ajustados, zapatillas de deporte, un altavoz para poner música en alto y mascarillas alrededor del cuello. Besos, abrazos, arrumacos. Love is in the air.
—Estamos en confianza. Como estamos siempre los mismos, creamos nuestra burbuja—, explica Ángela, de 14 años.
Los meses de confinamiento interrumpieron un tiempo precioso de su sociabilización.
—Nos quitaron mucha vida. Mazo de tiempo. Muchas parejas han cortado por esto. Estamos recuperando tiempo perdido—, añade Paula, también de 14.
Son todos alumnos del mismo instituto y viven cerca de la plaza de Olavide, en el barrio de Chamberí, en Madrid.
Ellos creen que esto es “un pueblo”, donde te echas a la calle y te encuentras con algún conocido. Algo de razón llevan. La plaza, el jueves a última hora de la tarde, es un hervidero de jóvenes, niños en el parque de arena, ancianos y adultos en las terrazas de los bares de alrededor donde no se cumple la distancia social. Los dos metros no existen. La segunda ola de covid-19 no parece amenazar nuestra existencia.
“Sí, somos unos privilegiados. Nos afecta menos y eso hace que nos confiemos”, dice Marina, de 16 años. Al grupo se va sumando más gente. En un cuarto de hora, ya hay casi 20 chavales alrededor. Durante el estado de alarma se relacionaban por Internet. La aplicación HouseParty les dio la vida. Les permitía hacer reuniones multitudinarias desde sus cuartos cerrados con pestillo, no vaya a ser que les molestaran sus padres. También mataron el tiempo jugando al parchís en línea, subiendo fotos a Instagram y haciendo vídeos para Tik Tok.
—Tik Tok entretiene mucho —sigue Ángela—, son vídeos cortitos que…
—Sé lo que es Tik Tok.
—Joe, sí que estás puesto, tío.
Esta bocacalle que da a la plaza es suya a base de tanto usarla. A nadie que tenga más de 18 años se le ocurriría pararse aquí un rato. La policía viene a veces a advertirles de que se coloquen la mascarilla como Dios manda, que no fumen en corrillos, que ya verás que al final os lleváis una multa, no vayáis de listillos, ah, y por cierto, ¿qué es ese olor? ¿No será un porro? Si los maderos les están dando demasiado la chapa se bajan a Moncloa y respiran aire nuevo. Aunque este es su sitio original, y nueve de cada diez veces quien quiera encontrarlos no tiene más que asomarse por aquí.
Ese lugar desemboca en Olavide, una de las plazas más acogedoras de toda la ciudad. Los bajos de los edificios que la rodean están llenos de bares con terrazas protegidas del sol por una frondosa arboleda. Algunos locales dispersan sus mesas, como mandan las normas, pero otros aprovechan y colocan el mayor número de mesas y sillas posibles. De un vistazo, una de las alas de la plaza es un mar de cabezas sin mascarillas, fumando, riendo, casi hombro con hombro con los de la mesa de al lado. A Fernando Simón le daría un patatús.
Arturo, el dueño de uno de esos bares que sirven tortilla de patatas y pimientos, se echa las manos a la cabeza observando el resto de terrazas: “Mira, están apiñados. Codo con codo, espalda con espalda. Vamos a pagar justos por pecadores, porque acabo de leer en tu periódico que se van a endurecer las medidas para las terrazas. Estos de aquí al lado tienen autorizadas cuatro mesas. ¿Cuántas ves? 10”.
A esas horas, faltaban 12 para que Madrid limitara los aforos en reuniones y eventos sociales y cambiara las distancias de seguridad en hostelería. Es decir, que esta estampa de gente tan cerca, en teoría, no debería volver a repetirse hasta nueva orden.
¿Y qué ocurre cuando la policía que corretea a los adolescentes se para a contar las sillas? “Nada”, continúa Arturo, el hostelero, “vienen y echan la bronca, eso sí. Pero no pone sanciones. Me imagino que hay orden del Ayuntamiento de no asfixiar más a los empresarios, que ya de por sí lo estamos pasando mal. Aunque tiene un punto absurdo, porque si no cumplimos nos volvemos a confinar y eso sí que sería una catástrofe”.
En su terraza, de repente, un señor se enciende un pitillo. “Puede, puede hacerlo”, defiende Arturo. “Mientras no le eche el humo a los de atrás…”. ¿Cree que hay dos metros de distancia con esa señora rubia que mira de reojo al fumador? “Creo que sí, eso parece. ¿Qué quieres, que saque un metro?”.
Detrás, en el parque para niños con toboganes, columpios y arenero, hay un cartel colgado en la entrada: “Aforo limitado, máximo 38 personas”. A estas horas hay más de 50. ¿Quién llega y se pone a contar cuántos hay? Nadie. María Ángeles, de 47 años, ha traído esta tarde a sus dos hijos. Una amiga se le acaba de acercar para saludarla, no se habían visto después de las vacaciones. Ella no tiene reparo en socializar en un círculo extenso: “Los niños tienen que ver a otros niños, es importante para su desarrollo. Yo llevo mascarilla, me lavo las manos, guardo las distancias. Acabas de ver que ni he besado ni abrazado a mi amiga. Si me contagio, pues bueno, tendré que pasarlo. Creo que tampoco hay que tenerle tanto miedo. Hay que tenerle cuidado y respeto, sí, pero no miedo”.
Unos metros más allá se encuentra el banco de Pilar I, Margarita, Pilar II y Elvira. Sus nombres no están grabados en una placa, pero deberían. Ese es SU banco. Lo ocupan desde hace tres años, que es cuando se hicieron amigas. Tienen 91, 87, 84, y 77, respectivamente. Tres llevan muletas y una un andador. Son viudas. La gente cree erróneamente que los ancianos no hacen amigos a esas alturas. En muchos casos son las amistades más sólidas que van a tener en sus vidas, las últimas, las más genuinas.
—En la sierra ya están durmiendo con mantas—, dice una.
—En agosto, yo me puse un jersey viejo en mi pueblo—, responde otra.
Intentan que nadie se acerque demasiado. Le tienen miedo a los adolescentes que tienden a expandirse en la plaza. Ellas, con mucho ojo, si la cosa se desmadra, se cambian de lugar. Pilar I, de todos modos, cree que todo tiene que ver también con la suerte: “Lo que sea, sonará”, dice, que es otra forma de decir que pase lo que tenga que pasar.
Oliva González, de 50, les hace compañía. Ella es la hija de la mayor, Elvira. El cuerpo le pedía quedarse encerrada en casa con su madre, pero cree que no merece la pena someterla a ese estrés con la edad que tiene. Ve a su madre feliz con sus amigas, echando la tarde, aunque suponga un riesgo. “El problema son los jóvenes, que se creen inmortales, intocables, que a ellos no les va a pasar nada. A ellos no, pero con la gente que tratan sí”, cree Oliva.
Más allá, otro grupo de jóvenes temerarios. Así de cerca no lo parecen tanto. Es verdad que se apiñan en grupos de cinco o seis, pero llevan la mascarilla puesta y alguno hasta saca el gel hidroalcohólico del bolsillo y se frota las manos. Hace unos días fumaban de una cachimba cuando llegó una patrulla de policía.
—No nos dijeron nada—, explica Darlin, de 17 años, de origen dominicano—. Pero al rato llegó una segunda y me dijo de “to”. Se me comió vivo. Que me iba a multar y toda la vaina. Y que apagara el altavoz, y que la próxima vez me llevaban a comisaría a mí y a mi cachimba. ¡Pero si cada uno usamos una boquilla!
Los chicos acumulan multas por jugar al fútbol en la plaza, beber cerveza o fumar porros. “Nos ven con estas pintas y nos pescan a la primera”. ¿Qué pintas son esas? “Así como de raperos, con pendientes, tatuajes, y claro, que piensan que somos extranjeros”.
Dos horas después, a medianoche, Darlin llama por teléfono: “Señor, ¿es usted el periodista? La policía se ha llevado nuestro balón de fútbol. ¿Qué es esta vaina?”.
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