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El pueblo pesquero que mira con recelo a los refugiados


La línea de la vida en Mitilene es una cañería de agua pirateada. Los antiguos habitantes del campo de refugiados de Moria perforan la tubería que sirve de riego de cultivos vecinos, para llenar cubos y botellas. Es el agua que han tenido para lavarse o cocinar cientos de familias hacinadas en las inmediaciones de un supermercado alemán en la capital de la isla griega de Lesbos. El emblema de la empresa de alimentación se levanta sobre ellos como un reclamo de la Europa que soñaban. Los productos necesarios para sobrevivir los recogían, tras caminar tres kilómetros, en pesados fardos en los puntos de distribución que han instalado las ONG.

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Ahmed y Abdullah son hermanos, de 17 y 16 años respectivamente, procedentes de Bamiyán, en Afganistán, ciudad conocida por sus dos estatuas de budas gigantes, dinamitados en 2001 por los talibanes. Ambos acompañan a los periodistas de EL PAÍS hasta el asentamiento por un itinerario entre montes que les permitían sortear el control de la policía griega. Las autoridades cercaban hasta el domingo por la tarde este campamento. La fuerzas de seguridad dispersaron el sábado con gases lacrimógenos y cargas los intentos de abandonar las inmediaciones del centro comercial. Abdullah muestra moratones de los golpes que, según él, le propinaron los antidisturbios. Su hermano Ahmed añade que vecinos de Moria también le golpearon durante una de sus incursiones para recoger alimentos. Otros refugiados mostraban contusiones y rasguños provocados, según sus testimonios, por la acción policial del sábado y también, aseguran, durante el desalojo del campo de Moria durante el miércoles de la semana pasada.

Abdullah y Ahmed se detienen para saludar a Hussein Ramazoni, afgano como ellos, de 66 años, y ataviado con una bata azul. Cuenta que la ropa se la dieron unos voluntarios. Todo lo que tiene es donado, como la manta de Acnur, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, sobre la que duerme. El objetivo de Ramazoni es llegar a Atenas, donde trabaja uno de sus hijos, pero las autoridades no le han concedido el permiso de reagrupación familiar. Otro joven, este con una camiseta de la Real Sociedad, se acerca para saludar al grupo y pedir tabaco. Un compañero suyo es atendido a unos pocos metros por tres médicos alemanes que por cuenta propia decidieron desplazarse hasta la capital de Lesbos para ayudar.

La falta de asistencia médica oficial es una queja reiterada por todas las personas entrevistadas. Hay casos extremos, como el de Zakaria Mohamed. De 18 años y procedente de Somalia, llegó a Lesbos hace cinco meses. Se descubre la camiseta y muestra una enorme cicatriz producida por el impacto de una bala. Le dispararon en su país de origen. Asegura que todavía tiene el proyectil en el cuerpo. Le cuesta andar y comer, y decidió cruzar a Europa para poder ser intervenido quirúrgicamente.

Cualquier medida de contención del coronavirus, empezando por la distancia de seguridad, es misión imposible, como advierte Médicos Sin Fronteras (MSF), la principal organización de asistencia sanitaria sobre el terreno. La ONG ha avisado también sobre una creciente crispación: “Casi cinco años encerrando a gente en estas condiciones solo puede llevar a la desesperación y a la tensión. Con la covid-19 y las crecientes restricciones para la población que ha estado encerrada durante casi cinco meses [de confinamiento], la situación se ha convertido en insostenible”.

En el sendero rural que lleva al supermercado, los hermanos Ahmed y Abdullah se encaraman a una trinchera del Ejército griego, con una vieja cabeza de tanque apuntando a la costa turca, visible a 20 kilómetros de distancia, y elevada sobre el nuevo campo que el Gobierno griego está levantando para los migrantes en la playa de Kara Tepe. Muchas de las personas que estaban registradas en Moria rechazan la intención del Ministerio de Migración de internarlas aquí.

En el aparcamiento del supermercado se forman grupos, según su procedencia, sobre todo afganos y somalíes, que debaten el desenlace de la situación. Algunos han acampado frente a anuncios promocionales de productos alemanes: 400 gramos de carne ahumada por 2,79 euros o mortadela por 1,29 euros.

Uno de ellos es Abolfazl Mohseni. Tiene 13 años, es afgano y habla un inglés fluido que ha aprendido en los casi dos años que lleva en Lesbos memorizando vídeos de Internet a través del teléfono móvil que tiene su padre. Mosheni ejerce de portavoz de su familia y resume que no quieren ser internados en el nuevo campo del Gobierno porque supondría aceptar que no hay futuro para ellos. Mosheni quiere estudiar en Inglaterra o en Suiza, donde dice que tienen allegados. El Ministerio de Migración detalla que entre 2013 y febrero de este año concedió el asilo al 38% de los solicitantes en su territorio, condición indispensable para ser reubicado en otros países de la UE.

“El campo es una prisión, es ir a la nada”, dice Mohammed Abdallah, somalí de 19 años. Su objetivo, como el de cuatro amigos que le acompañaron en la odisea que les llevó a Grecia, es trabajar en Alemania. Abdallah se niega a ser internado en el nuevo centro, y repite algunas de las informaciones que circulan entre los migrantes, como que el uso de móvil estará prohibido, que no habrá electricidad, ni agua y, sobre todo, que no podrán abandonar las instalaciones. Un portavoz del Ministerio de Migración y Asilo lo desmiente: el uso de teléfonos estará permitido, habrá electricidad mediante generadores y la salida del campo estará autorizada “durante algunas horas del día, pero nunca por la noche, por su seguridad”.

Acnur ha alertado sobre un aumento del malestar de la población local, sobre todo durante la desbandada del campo de Moria tras ser este pasto de las llamas la semana pasada. El conflicto puede agravarse si el Gobierno griego decide trasladar por la fuerza a los que no quieran ingresar en el nuevo campo. “Yo no voy a ir, por mucha policía que traigan. Prefiero que me maten porque, de todas formas, encerrados en Lesbos, ya nos están matando lentamente”, dice Abdallah. Sus compañeros asienten.


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