Kristín Jóhannsdóttir recuerda perfectamente la madrugada del 23 de enero de 1973. “Tenía 13 años. Mi padre nos despertó a mis hermanos y a mí. Estaba muy nervioso. Decía todo el rato: ‘Dios mío, Dios mío’. Miré por la ventana del salón y vi que todo estaba ardiendo. Lo primero que pensé fue: ‘Ha estallado la guerra’”.
En realidad había comenzado una de las peores erupciones volcánicas de la historia de Islandia. En plena noche y sin previo aviso se abrió en la tierra una fisura de más de un kilómetro de largo que comenzó a vomitar ríos de lava y a escupir bombas de magma de más de 25 kilos que caían a las casas del pueblo de Vestmannaeyjar, situado a unos cientos de metros colina abajo. Multitud de expertos coinciden en que la erupción del volcán Eldfell y la destrucción que ocasionó es la más parecida que se conoce a la del volcán de Cumbre Vieja en la isla de La Palma. La catástrofe islandesa contiene interesantísimas lecciones para la isla canaria, en especial para sus habitantes que lo han perdido todo. Este lugar es el ejemplo de cómo una comunidad dada por perdida puede renacer de las cenizas de un volcán.
Egill Egilson tenía 24 años cuando estalló la erupción. Vivía con su mujer y su hijo casi recién nacido. “Eran las dos de la mañana”, recuerda. “Encendí la radio. Dijeron que informarían de lo que hacer. Y nos dijeron que todos al puerto. Todos los barcos de pesca estaban allí. El día anterior hizo muy mal tiempo y no habían salido a faenar. En eso tuvimos suerte”.
Vestmannaeyjar es la única población de la isla de Heimaey, que a su vez es la única habitada de un archipiélago de 15 islas al sur de Islandia. La actividad volcánica es patente. En 1963, comenzó otra erupción en medio del mar que duró tres años y acabó formando una nueva isla: Surtsey.
En apenas seis horas, la flota pesquera y los aviones militares desalojaron a la inmensa mayoría de los 5.500 habitantes de Heimaey. Apenas pudieron llevarse consigo algo de ropa y, en el mejor de los casos, leche y alguna galleta para dar de comer a sus hijos. Muchos no regresarían a su isla hasta un año después.
El geólogo canadiense Alan Morgan consiguió desembarcar en Heimaey seis días después del inicio de la erupción armado de cámaras fotográficas. Sus diarios de aquel día ponen los pelos de punta. “El volcán estaba justo encima del pueblo y desde él caía una lluvia de fuego líquido”, escribió. “Hay unas 35 explosiones por minuto. Las bombas de lava cambian de forma según ascienden y caen. Todas las luces del pueblo están encendidas, pero no hay ni un alma. En el puerto hay un barco partido por la mitad, medio hundido, cubierto de ceniza. La dársena y las calles están enterradas en 60 centímetros de tierra negra”.
El ingeniero Páll Zóphóníasson fue uno de los 200 habitantes que decidieron quedarse a hacer frente al volcán. “Los primeros días actuamos sin ningún tipo de plan”, recuerda. “Luego llegaron los de protección civil desde Reikiavik [la capital islandesa] y nos ayudaron a sacar los muebles y las posesiones de las casas y las oficinas. Empezamos a meterlas en contenedores. Usábamos coches particulares y barcos de pesca. Luego llegaron barcos grandes con más contenedores. Para entonces el muelle estaba lleno de coches. Tuvimos que llevarlos todos a Reikiavik. Tardamos un mes en llevarnos todo, pero vaciamos todas las casas de Vestmannaeyjar”, explica Zóphóníasson. Este ingeniero tenía 30 cuando sucedió la tragedia. Ahora, a sus 79, explica su historia en un mirador edificado justo encima de la colada de lava de 1973 desde donde se observa una vista maravillosa de las islas y el puerto. Es casi imposible creer que hace menos de 50 años casi la mitad del pueblo estaba bajo la lava y la ceniza.
Las fotos de la época recuerdan mucho a las de La Palma. Los voluntarios se afanaban en retirar la ceniza de los tejados para evitar que se hundieran. En aquel caso colocaban además planchas de metal corrugado en las ventanas para intentar salvarlas de las bombas piroclásticas. A pesar de todo la lava avanzaba imparable y amenazaba con cerrar la salida al mar desde el puerto, que era la única forma de vida de la inmensa mayoría de la población.
“Entonces hicimos un experimento”, recuerda Zóphóníasson. “Cerca del muelle cogimos un camión de bomberos y empezamos a echar agua en la lava. Cuando lo hicimos vimos que la lava se desplazaba para el otro lado. Entonces se decidió traer todas las bombas a presión que hubiese en Islandia para regar la lava”.
Fue la mayor operación de este tipo que se conoce. Se usaron kilómetros de tuberías, decenas de bombas y dos barcos de extinción de incendios. Es imposible saber si funcionó o no, aunque la mayoría de vulcanólogos cree que sí. Lo cierto es que la lava avanzó hacia otro lado, probablemente destruyendo más casas, pero el puerto se salvó.
El Eldfell estuvo en erupción cinco meses y cinco días. En total se perdieron más de 400 casas y unas 2.000 personas se quedaron sin hogar. Un año después de la tragedia los habitantes comenzaron a volver al pueblo.
“El primer invierno fue muy oscuro y silencioso”, recuerda Kristín Jóhannsdóttir. “Todo estaba negro. Había que desenterrar casi toda la ciudad. Las casas que habían quedado completamente cubiertas de cenizas tenían muchos daños. Mi primer empleo, como el de la mayoría de chavales del pueblo, fue retirar toda esa arena negra. Todo el verano estuvimos sacándola de los jardines de las casas y plantando hierba”, detalla.
Las imágenes de la reconstrucción son apabullantes. En el puerto el frente de lava había alcanzado dos grandes naves donde se procesaba el pescado. Tan solo un año después se había retirado toda la lava solidificada. Los dos edificios volvieron a operar y los coches pudieron volver a pasar por esa calle.
“Había un millón de metros cúbicos de ceniza”, recuerda el ingeniero Zóphóníasson. “Llevamos unos 700.000 metros cúbicos al oeste de la isla y los usamos para construir cimientos de casas nuevas y una nueva pista de aterrizaje. En septiembre ya habíamos quitado el 70% de la ceniza. La lava se convirtió en roca y unos dos meses después ya podíamos subirnos a ella y trabajar. Recuperamos dos carreteras. No fue difícil con los buldóceres”, añade.
La reconstrucción se costeó con una pequeña subida de impuestos a todos los islandeses, recuerda Zóphóníasson. Una de las primeras acciones fue traer 550 casas prefabricadas para alojar a los que habían perdido sus hogares. Además llegó mucha ayuda económica de otros países escandinavos. Morgan calculó que el coste total de la erupción fue de unos 100 millones de dólares de la época.
Un año después de la erupción habían vuelto a Heimaey 3.500 de sus 5.500 habitantes. La población nunca ha llegado a recuperarse del todo, pues actualmente viven 4.300 allí. Muchas familias decidieron no volver jamás. Una de ellas es la de la dueña de una casa que fue desenterrada de las cenizas del volcán 40 años después. Mientras retiraban la áspera tierra negra fueron encontrando todo lo que sus dueños habían dejado atrás a la carrera: la ropa de sus bebés, sus útiles de aseo, platos de plástico retorcidos de forma grotesca por el calor. Un termómetro se quedó parado en los 90 grados centígrados.
Esa casa es hoy uno de los símbolos del renacimiento de Vestmannaeyjar. El edificio se conserva tal y como se desenterró, con todos sus objetos tirados por el suelo. Los techos están apuntalados para que no se vengan abajo. Lo más interesante es que esta casa está ahora dentro de un moderno edificio de cristal y hierro forjado. Es el museo de la erupción del Eldfell, que en islandés significa montaña de fuego.
“Tras la erupción nos convertimos en una de las principales atracciones turísticas”, explica Kristín Jóhannsdóttir, directora del museo. “Todos los viajeros que llegaban a Islandia venían a Vestmannaeyjar a ver el volcán y caminar en esta tierra nueva. Nos llevó un tiempo convencer a la gente de llevar a cabo este proyecto, pero finalmente entendieron que sería interesante para contarle a las nuevas generaciones lo que pasó. Siete años después, la mayoría están muy orgullosos del museo”, añade. Esta iniciativa financiada entre el Ayuntamiento del pueblo y el Estado de Islandia costó unos seis millones de euros. Recibe unos 40.000 visitantes al año y, según Jóhannsdóttir, ya ha sido rentabilizado.
Aquella noche de enero de 1973 Jóhannsdóttir respiró sorprendentemente tranquila. “Cuando mi padre nos dijo que era una erupción volcánica pensé, ‘OK, no pasa nada, podemos superarlo’”, recuerda.
Aquella chavala de 13 años creció, se hizo historiadora, fue guía turística y periodista en el Berlín de la caída del Muro e intentó tratar a los habitantes de la Alemania Oriental como a ella la trataron cuando fue una refugiada volcánica en Islandia. “Ahora pienso en la gente de La Palma y puedo entender que estén desesperados”, explica. “Así es como se sentía la gente aquí al ver arder sus casas. Viendo cómo desaparecía aquello por lo que habían trabajado toda su vida en unos minutos. Muchos pensaron que todo acabaría mal, pero pasado un tiempo la situación cambió. Incluso la gente que había perdido sus casas decía: quiero vivir en esta isla, en ningún otro sitio. Construiremos otra casa. Lo importante es que estamos vivos”.
“La Palma puede convertirse en la Pompeya moderna”
El geólogo estadounidense Richard Williams estuvo en la erupción cuando trabajaba para el Servicio Geológico de EE UU. El veterano investigador lanza una advertencia. “La erupción del Eldfell fue la segunda registrada en esta isla en los últimos 6.000 años. La actividad volcánica en La Palma es mucho más frecuente”.
“La gente de Heimaey que perdió su casa y la tenía asegurada no recibió compensación porque las aseguradoras consideraban la erupción “un hecho de Dios”, explica Williams. “Una de las cosas más importantes que sucedieron entonces es que el Parlamento islandés pactó un plan de compensación para que esa gente pudiese volver a la casilla de salida. Es algo encomiable que por ejemplo no sucedió en EE UU tras la tragedia del Katrina”, resalta. De hecho la erupción de Heimaey fue el germen del seguro estatal que a día de hoy sigue indemnizando a los islandeses que pierden sus casas y propiedades por erupciones y otros desastres naturales. La gente es libre de construir donde quiera, solo se le informa de los riesgos. La única excepción son las zonas de riesgo de avalanchas de nieve. “En La Palma, el Gobierno tiene una responsabilidad clara”, opina Williams. “Cuando haya cesado la erupción habrá que planear la edificación en la zona de forma que la gente que ha perdido sus casas pueda tener otras nuevas en la zona que decidan. A la gente de La Palma les diría que miren al futuro con optimismo y que estén unidos. Hay un gran potencial turístico, por ejemplo usando las casas medio consumidas por la lava como atracción turística. La Palma puede convertirse en una Pompeya moderna”, señala. Las ruinas de la ciudad romana reciben 2,5 millones de turistas cada año y son una de las principales atracciones turísticas de Italia, según Reuters.
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