El racismo de los Conguitos frente al 'Black lives matter'

El Racó de la Vero no aparece en ninguna guía gastronómica, pero de este bar situado en Alcarràs se ha oído hablar hasta en Guinea-Conakry, Senegal o Mali. Situado en un pequeño municipio a apenas 11 kilómetros de Lleida, abre sus puertas cuando todavía no ha amanecido, pero justo a tiempo para que las decenas de temporeros que trabajan en el campo puedan acercarse a desayunar.

Al otro lado de la barra les espera Verónica Argelet, a quien los temporeros conocen como Mama África aunque para el resto del pueblo sea, simplemente: Vero, la de los negros. El apodo fue calando entre los vecinos cuando cerraron el bar de la plaza y los negros —que no morenos, puntualiza Verónica— comenzaron a llegar a su local. “Los blancos se iban yendo a medida que entraban los negros. Hasta mis amigos se fueron, me decían que daba mala imagen”, relataba Verónica en el programa A vivir que son dos días, de la Cadena SER.

La transición ocurrió de forma paulatina un verano de hace dos años. Al quedar desprovistos de su bar de toda la vida, los primeros temporeros comenzaron a subir unos metros la calle y a acercarse tímidamente a El Racó de la Vero. Un día ocupaban una mesa; al día siguiente, dos… al mismo ritmo que los vecinos del pueblo dejaban sus sitios libres para de repente no volver más.

“Me pidieron que levantara a un negro para sentarse”

Cuenta Verónica que nunca nadie le dijo explícitamente que le incomodaba el ambiente del bar, pero sí que oyó quejas porque había “mucho negro” y éstos ocupaban la terraza. “Una vez vino una pareja con un niño, y como todas las mesas de fuera estaban ocupadas, me pidieron que levantara a un negro para poder sentarse. ¡Como si ellos no tuvieran el mismo derecho que cualquiera para estar aquí!”, replica la dueña del bar. La pareja, que iba todos los fines de semana, ya no volvió a aparecer por El Racó de la Vero.

Así es como en apenas dos meses su pequeño rincón en la calle Calvario, 21 se convirtió en lo que es hoy: un bar en el que se pueden contar entre sus clientes hasta ocho nacionalidades diferentes. Mali, Senegal, Marruecos, Guinea-Conakry, Argelia, Congo o Guinea-Bisáu son algunos de los países de donde proceden los más de 6.000 temporeros que cada año se desplazan a Alcarràs en busca de trabajo cuando comienza la campaña de recolección de la fruta.

Trabajan para que los mercados estén siempre abastecidos, pero muchos de ellos acaban viviendo en condiciones infrahumanas, hacinados en barracones en el polígono del pueblo o, en el peor de los casos, durmiendo en la calle. La situación se repite año tras año, pero esta vez la crisis sanitaria ha puesto en evidencia la gravedad del problema. “Yo tengo un colchón en la parte de atrás del bar y una noche que llovía mucho se lo tuve que dejar a un chico que estaba durmiendo en la calle”, recuerda Verónica en referencia a una situación que le parece “muy injusta”. “Ellos trabajan, no quieren tener nada gratis. Solo falta un poco de humanidad, nada más”, reivindica la propietaria del bar.

Pero la crisis del coronavirus no solo ha empeorado las condiciones de vida de los temporeros sino también su estigma social. “Dicen que los negros han traído el virus a Alcarràs y eso es mentira, ¡si solo hay tres infectados!”, se queja Verónica. En cualquier caso, el Ayuntamiento ha adecuado dos albergues municipales con un centenar de plazas donde se podrían aislar los trabajadores con síntomas compatibles con la Covid-19 para evitar un posible rebrote de la enfermedad.

“14 negros y una blanquita”

La provincia de Lleida se encuentra todavía en fase 2, y Vero se las ingenia ahora para adaptarse a las nuevas medidas que se imponen para la hostelería en la desescalada. En cuanto a la terraza, se le permite a los bares doblar el espacio que ocupan en la calle para poder atender al mismo número de clientes. En el interior, eso sí, deben mantener un 40% del aforo, lo que significa que por ahora en El Racó de la Vero solo caben “14 negros y una blanquita”.

Verónica nunca imaginó que su vida cogería este rumbo cuando abrió el bar en el año 2015. Ella acababa de divorciarse y de perder su trabajo, y como el local estaba vacío, decidió apostarlo todo a este negocio. Ahora prepara comida “como la hacían las abuelas” pero con una peculiaridad muy importante: todos los platos cuestan solamente un euro. “Es la única manera de brindarles más facilidades para comer. Hay que darles una oportunidad y ellos te lo agradecen toda la vida”, reflexiona Vero.

Con este dato, surge una pregunta evidente: ¿cómo logra mantenerse a flote un bar con precios tan bajos? “Soy la única empleada y prácticamente no tengo margen de beneficio, saco la mayor parte de los ingresos de las bebidas, y aprovecho las ofertas de carne y pescado para planificar qué voy a cocinar cada día”, comenta la propietaria del bar.

Hasta hace muy poco su principal proveedor era un matadero de Lleida al que acudía una vez a la semana a hacer la compra. Como la empresa trabajaba con grandes superficies, rebajaba mucho el precio del producto sobrante que no había conseguido vender. Ahí es donde Vero aprendió a racionalizar los gastos del bar: adquiría 40 o 50 kilos de pollo cuando estaban a 50 céntimos el kilo, lo congelaba y así tenía material para un par de semanas como mínimo. Ahora que el matadero ha cerrado, trabaja con la Corporación Alimentaria Guissona —proveedora de los supermercados bonÀrea—, aunque la filosofía sigue siendo la misma.

Para mantener el precio tan bajo, además, juega con las raciones: la mayor parte de sus recetas las sirve en platos de postre, y aunque pueda parecer poco, Verónica asegura que “con un par o tres de euros ya te quedas satisfecho”.

Poco alcohol y mucho té

En buena medida eso explica por qué no tiene un menú fijo ni una carta cerrada. Unos días prepara mollejas de pollo con sal y pimienta; otros, boquerones fritos; hígado encebollado; calamares a la romana… y si están de oferta, unos muslos de pollo que cocina a la cazuela con tomate, pimiento y zanahoria. En cuanto a las bebidas, vende muy poco alcohol y mucho té con limón y miel: hay días en los que ha llegado a preparar entre 200 y 300 infusiones en una sola jornada.

La comida africana deja que la prepare su marido, que es de Guinea-Conakry y al que conoció, por supuesto, mientras trabajaba. Desde entonces, Vero ha ido descubriendo África sin moverse de la barra del bar. “Ahora conozco sus culturas, las diferencias que hay entre países y cómo viven la religión de distinta forma en función del lugar en el que hayan crecido”, explica Vero, que estos días asiste escéptica a las múltiples muestras de apoyo al movimiento antirracista que emerge en Estados Unidos bajo el hashtag #BlackLivesMatter mientras ella, en su propio pueblo, siente el “desprecio” de los vecinos por abrir las puertas de su bar a los africanos que viven en Alcarràs.


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