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El ‘ranking’ de Shanghái se mueve poco: 13 universidades españolas entre las 500 mejores del mundo

Facultad de Biología de la Universidad de Barcelona.Albert Garcia

El ranking internacional de universidades de Shanghái vino a sacudir en 2003 la educación superior de todo el mundo al ordenar en una sencilla tabla de clasificación, al más puro estilo deportivo, campus de todos los continentes en función de sus méritos, sobre todo los que tienen que ver con su labor científica. Desde entonces, pese a las persistentes críticas, su influencia ha sido enorme (ha llegado a condicionar financiación y políticas públicas) y el mundo universitario espera cada nueva edición con gran interés. La de 2020, publicada este sábado, dibuja para España un panorama muy parecido al del año pasado, con 13 centros posicionados entre los 500 mejores, los mismos que en 2019 y tres más que en 2018. Es la cifra más alta que ha logrado España y que registra por tercera vez (también fueron 13 en 2015).

En el ranking de Shanghái o ARWU (Clasificación Académica de Universidades del Mundo, en sus siglas en inglés), los campus se ordenan uno a uno hasta el número 100 y partir de ahí lo hacen por franjas. Así la lista instituciones españolas la encabeza un año más la Universidad de Barcelona, entre los puestos 151 y el 200. Le siguen la Autónoma de Barcelona, la Complutense, Granada y Valencia, entre el 201 y el 300; la Autónoma de Madrid y la Pompeu Fabra, junto a la Politécnica de Valencia y País Vasco, entre el 301 y el 400; y Oviedo, Santiago, Sevilla y Zaragoza, entre el 401 y el 500.

Hay, sin embargo, algunos movimientos de nombres y de puestos entre esa docena y pico de campus, para alegría de la Universidad Politécnica de Valencia y la del País Vasco (que ascienden de categoría y ahora están entre las 400 mejores). Baleares, sin embargo, se ha caído de las primeras 500 de la lista, pero ha entrado Santiago de Compostela.

Lejos quedan, en todo caso (al menos relativamente, la clasificación total incluye 1.000 universidades y en todo el mundo hay al menos 30.000), los primeros puestos del ranking, copados como cada año por universidades anglosajonas, sobre todo, por las de élite de Estados Unidos: ocupan 15 de las 20 primeras posiciones. Harvard, Standford, Cambridge (esta es británica), el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y Berkeley vuelven a ser las cinco primeras. Todas son instituciones muy sólidas y cuentan con una enorme financiación pública y privada, a años luz de un campus público español. El presupuesto de Harvard es de cerca de 3.800 millones de euros anuales; el de la Universidad de Barcelona, la primera española de la lista, 408 millones.

Desde hace más de un lustro, solo había un representante de la Europa continental entre los 20 primeros en ARWU: el Instituto Federal Suizo de Tecnología de Zúrich, este año en la vigésima posición. Sin embargo, hay una importante novedad con la entrada en el puesto 14 de la Universidad Paris-Saclay, un ambicioso experimento francés creado a partir de la fusión de dos universidades, 10 grandes écoles (las elitistas escuelas superiores que siempre han formado a las clases dirigentes francesas) y siete grandes institutos de investigación. Entre ellos están la Universidad París-Sur (que el año pasado participó todavía de forma independiente en el ranking y quedó en el puesto 37), la Escuela Politécnica (conocida como l’X), la Escuela Normal Superior de Cachan, la Escuela de Altos Estudios comerciales de París y numerosos laboratorios del Centro Nacional de Investigación científica.

Precisamente, se trata de un megaproyecto nacido al calor de las reformas que se iniciaron en Francia hace una década tras el duro golpe que supuso la llegada de los rankings internacionales como el de Shangái, que dejaban a las instituciones del país muy lejos de los puestos que creían y esperaban ocupar en el mundo. Así, la estrategia fue la de unir fuerzas, es decir, fusionar centros para crear grandes instituciones capaces de competir con las mejores del mundo (o al menos con las primeras de estas clasificaciones). Así, no parece ninguna sorpresa que la primera vez que se califica Paris-Saclay como institución (ubicada en medio de un gran centro científico y tecnológico, incluye iniciativas privadas de empresas como Renault, Dassault Systemes, General Electric o Airbus y se estima que reúne entre 13% y el 20% de la capacidad científica de Francia) haya entrado directamente en los primeros puestos del ranking. Al menos no será una sorpresa para los responsables de la nueva institución, cuyas simulaciones ya calculaban en 2015 que estarían entre los puestos 19 y 20, según dijo en una entrevista a Le Parisien Dominique Vernay, presidente de la Fundación para la Cooperación Científica de Francia.

Un historial de éxito y controversia

Probablemente haya pocos ejemplos mejores que el de Paris-Saclay para ilustrar la influencia que este tipo de clasificaciones ejercen sobre la educación superior. Y contra la que llevan años advirtiendo numerosos académicos como la profesora emérita del Instituto de Tecnología de Dublín Ellen Hazelkorn: “El hecho de que las clasificaciones sean metodológicamente inadecuadas, sus indicadores no sean lo suficientemente significativos y sus datos no sean fiables, no ha impedido que los Gobiernos y universidades de todo el mundo los utilicen y adopten”, escribía en uno de sus artículos sobre el tema, en 2018.

Aunque en los últimos años sus responsables han ajustado algunos de sus parámetros para intentar reflejar resultados de la enseñanza o de su función social, lo cierto es que siguen estando muy basadas en la reputación y, sobre todo, como en el caso de Shanghái en la investigación. Entre los indicadores elegidos (se les da un valor a cada uno, se agregan dando a cada uno un porcentaje de la nota final con la que se fija la clasificación) están el número de premios Nobel o las medallas Fields ganadas por antiguos alumnos, macroencuestas de opinión, las publicaciones en revistas científicas, alumnos extranjeros. En todo caso, los promotores de los rankings (junto al de Shanghái, los más populares son el de la publicación británica Times Higher Education y el de Quacquarelli Symonds (QS) una compañía británica especializada en educación) siempre han asegurado que sus criterios son claros y transparentes. Y sus defensores argumentan que estos trabajos ejercen una labor esencial en un ambiente de cierta alergia de las instituciones de educación superior a la transparencia y la rendición de cuentas. Otra cosa es el uso que luego se haga de estas herramientas.

“No hay que pedirles a estos rankings más de lo que pueden dar. Son importantes, pero tienen el elemento peligroso de querer decir más de lo que pueden decir”, advierte Alfonso Herranz, profesor de la Universidad de Barcelona que defendió su tesis en la London School of Economics. Herranz señala que sirven: “Primero, para identificar las muy buenas y segundo, para distinguir entre las universidades de una nación. Por ejemplo, agrupando toda España cómo queda una en el conjunto. En el caso de España, sin embargo, es difícil porque hay pocas arriba y, por debajo de los 100, es complicado sacar conclusiones porque los datos son muy volátiles e imprecisos. Estás hablando de una gran masa de universidades con una pequeña diferencia en los indicadores”. Recalca, sin embargo, que tienen sesgos que penalizan las publicaciones científicas que no son en inglés, y las ciencias sociales y las humanidades, cuyos resultados no se reflejan en las clasificaciones.

En definitiva, resume: “Si tienes medios, vas a terminar subiendo en los rankings. Debe ser un reflejo. El objetivo de tu política no tiene que ser subir en el ranking sino poner más recursos en el sistema para que tenga más calidad”.

Antoni Ras, profesor de la Politécnica de Cataluña, también cree que las clasificaciones “condicionan demasiado las políticas en muchos países”, sobre todo en Latinoamérica. E insiste en la importancia que le da también la propia comunidad académica: “En el fondo, las universidades cuando hacen un convenio con otra por mucho que critiquen los rankings los miran para ver cómo se posiciona la otra”.

Destaca, para poner en contexto la posición de las instituciones españolas, que las clasificaciones pueden llegar a comparar los datos de entre 2.000 y 5.000 centros, de entre 20.000 o 30.000 que hay en todo el mundo. “Que una universidad salga en los rankings ya es un rasgo de valor”, dice. Hace un año, tras la publicación del ranking de 2019, el secretario de Estado José Manuel Pingarrón destacaba en este sentido el hecho “de que casi todo el sistema universitario público español está dentro y eso significa que uno manda a su hijo a una universidad de calidad”. Entonces estaban representadas en la clasificación 37 de las 47 universidades públicas que imparten grados presenciales en España; en esta edición son 39 (a las que hay que sumar, tanto en 2019 como en 2020, una privada: Navarra).

“Salir bien en los rankings requiere de una financiación y en España no existe”, añade Ras. Y continúa: “Habría que invertir mucho en captar a profesorado brillante, en investigar -que es la manera más rápida de escalar-, pero para eso necesitas unas condiciones salariales y laborales estupendas que no son posibles en las universidades públicas españolas, entre otras cosas, por sus ataduras funcionariales”.

Otra posibilidad sería sumar fuerzas, esas fusiones de centros como la de Paris-Saclay. Pero esto también tiene sus firmes detractores, pues esas políticas pueden acabar dejando en la cuneta a las instituciones pequeñas, desvertebrando territorialmente los países y, en último término, aumentando las desigualdades. La difícil gestión de universidades muy grandes es otro de los grandes peros que se suelen poner a las fusiones. Un modelo que un grupo de expertos internacionales reunidos por el Gobierno planteó para España en 2011, pero que no llegó a producir ningún resultado por el rechazo generalizado de las propias universidades.

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