Nadie sabía dónde estaba esa noche. Acababa de ganar por sorpresa las elecciones a alcalde de su ciudad y todos estaban esperando a que hablara en público. Pero no había forma humana de contactar con Rodolfo Hernández, un constructor insolente y de carácter sanguíneo que hasta entonces no se había involucrado en política. Se lo había tragado la tierra.
Existen dos versiones contradictorias sobre las razones que lo llevaron a quitarse de en medio esa madrugada en Bucaramanga, en el norte de Colombia. La primera, que temía que lo mataran por haber roto la hegemonía de 30 años en el poder del Partido Liberal. La segunda, que como nunca se le pasó por la cabeza ganar de verdad, que lo suyo fuera en serio, se encontraba en Bogotá, a punto de subirse a un vuelo rumbo a Nueva York, donde iba a someterse a uno de los dos chequeos médicos que se realiza cada año. En cualquier caso, a todo el mundo le quedó claro que no tenía ninguna intención de morirse pronto.
Esa no celebración, la primera vez que ocurría algo así en esta ciudad colombiana de corte tradicional, en la que se merienda chocolate y pan de pasas con mantelería y posavasos victorianos, marcaría la carrera política de un personaje atípico. Nada en él resulta convencional. Seis años después de aquello, a sus 76, enfundado en polos Lacoste de manga corta y bronceado como un jubilado de Florida, opta a la presidencia de Colombia. Y esta vez no parece que sea una broma. Las encuestas lo colocan en tercer lugar entre un mar de candidatos. Muchos se preguntan con asombro cómo ha logrado llegar hasta aquí.
Rodolfo vive en el penthouse de un edificio que él mismo construyó en una zona comercial. Cerca, a unos minutos andando, se levanta majestuoso el centro comercial Cuarta Etapa. Se podría decir que en ese lugar desangelado y de nombre industrial empezó todo. En la cafetería se solía reunir Rodolfo con otros amigos para discutir de política. Mientras más avanzaba la tarde más se le oía vociferar contra los dirigentes locales para los que, todo sea dicho, la honestidad no era su fuerte. En esas tertulias participaba su hermano, Gabriel, ingeniero civil, filósofo y curador de arte. Los dos poseen un carácter fuerte, pero no pueden ser más diferentes. Rodolfo, descarado e impetuoso. Gabriel, refinado y melancólico.
Cansado de oír a su hermano quejarse, Gabriel le propuso a Rodolfo que diera un paso al frente. Y lo dio. El empresario rico puso el dinero de la campaña; el filósofo, las ideas. De Gabriel fue el logo, un símbolo Pi, y un lema nada usual para la campaña electoral de un alcalde: ”lógica, ética y estética. Lanzaron un mensaje sencillo, centrado en la lucha contra la corrupción y los pobres. No colocaron apenas publicidad en las calles. Rodolfo se pasó días enteros recibiendo a gente en el penthouse. La empresa, de todos modos, parecía imposible. El Partido Liberal llevaba tres décadas colocando alcaldes, controlando el aparato y la red de empleados públicos. Bucaramanga, la quinta ciudad en habitantes de Colombia, era el reflejo de las corruptelas latinoamericanas.
Rodolfo ganó por poco, ante la sorpresa de todos. Incluido él mismo. Su discurso como alcalde continuó siendo igual de desabrochado y agresivo. Los concejales de los otros partidos eran unos rateros que estaban ahí para hacerse ricos. Él no lo necesitaba, ya lo era. No se granjeó muchas amistades entre los miembros de los partidos tradicionales. Eso sí, se ganó a la gente. Se convirtió en un fenómeno local. El día que dejó la alcaldía, cuatro años después, en 2019, su popularidad marcaba un 84%.
Gabriel le acompañó en los inicios. Dos décadas atrás había participado en un Gobierno municipal y suya había sido la idea de obligar a los constructores a colocar una escultura en la puerta de cada edificio que se levantara en Bucaramanga. Esta era su oportunidad de continuar en la ciudad con belleza formal. Pasados tres meses, sin embargo, desistió. Rodolfo había colocado en su gabinete a dos miembros de la política tradicional, lo que le enfureció. Se enfadó tanto que le escribió a su hermano una carta despechada en la que anunciaba el fin de la relación. Nunca más han vuelto a conversar, según la familia. Gabriel, desde el inicio de la pandemia, vive recluido en una casa extravagante que él mismo diseñó en uno de los mejores barrios de la ciudad, Pan de Azúcar, en mitad de un cerro. Lee ocho horas al día y trabaja en la creación de esculturas. No recibe a casi nadie. No quiere saber nada de Rodolfo y su campaña a la presidencia. A través de una rendija de la puerta del garaje, su esposa asegura que su marido está ilocalizable, en algún planeta al que el resto de los humanos no pueden llegar.
No hay forma, pues, de charlar con el ideólogo original del movimiento. Por las escaleras de un edificio baja con energía Jorge Figueroa Clausen, secretario de desarrollo social durante la alcaldía de Rodolfo, entre 2016 y 2019. Viste ropa deportiva negra y una gorra de la campaña. Habla con el entusiasmo de los que parecen haber encontrado una verdad en la vida: “Yo antes era uribista (el movimiento del expresidente Álvaro Uribe), pero ahora estoy a muerte con Rodolfo”. Un taxi se estaciona delante y Figueroa Clausen se sube en el puesto de copiloto de un salto.
—¿A quién le va a votar usted?—, pregunta al taxista, y mira cómplice por el retrovisor.
—Voy con Rodolfo—, responde el señor, un hombre con bigote y piel aceitunada.
A Figueroa Clausen le brilla la mirada, resaltada por sus gafas de aumento. Por la ventanilla se suceden calles estrechas, héroes patrios en bronce, vendedores ambulantes en los semáforos, anuncios gigantescos de políticos con la mejor de sus sonrisas.
—La gente está mamada de todos estos ladrones—continúa. Son unos ladrones, unos sinvergüenzas. En Bogotá o en el pueblito más recóndito me dicen que van a votar al viejito, al cuchito, al que le pegó al concejal [esto último merece una explicación más adelante].
La temperatura ha subido en el interior del taxi. “Le pido a Rodolfo que haga un censo de venezolanos. Al que no trabaje, que lo saque”, se explaya el conductor antes de tomar una curva cerrada.
Figueroa Clausen no se inmuta, agarrado al asa del techo. De Rodolfo recibió el encargo de acondicionar las instalaciones municipales que se construían. El alcalde, cuenta, le mandó ir a dar un paseo por su casa: “Me dijo que mirara lo que tenía él y que comprara lo mismo para la gente. Todo igual. Compramos teles de 65 pulgadas, cerámicas de última generación, aire acondicionado, equipos Bose. Una joda berraca”.
Llegamos al destino, una casa enrejada. Dentro vive doña Cecilia Hernández Suárez, de 96 años. La semana que viene cumple los 97. La madre de Rodolfo. En una mesa alargada en mitad del salón hay preparada un suculenta merienda. Doña Cecilia se coloca unas cantidades idénticas a las del resto de comensales, aunque no prueba bocado. Al acabar, cambia el plato intacto por dos pastillas y un vaso de agua. Crio a sus cuatro hijos, todos hombres, en Piedecuesta, un municipio cercano a Bucaramanga. Doña Cecilia regentaba una tabacalera heredada de su familia. “Era un diablo, había que atajarlo”, cuenta sobre la infancia de Rodolfo. “Le pegaba con un cable de la plancha”.
Su marido, 25 años mayor que ella, era sastre. Al matrimonio le tocó vivir los años de la Violencia, un periodo de enfrentamiento sangriento entre conservadores y liberales por toda Colombia. Ella se acostumbró a manejar armas. Durante las protestas del año pasado contra el Gobierno de Iván Duque, Cecilia se escondía detrás del visillo con un revólver en la mano: “El chino [chico] que me parta un vidrio le pego un tiro”. Uno de sus nietos le ha escondido las balas en lo alto de un armario.
Está enamorada de su hijo Rodolfo porque, entre otras muchas cosas, le compró un viaje en barco por todo el mundo. Eso sí, no votó por él como alcalde: “Qué necesidad tenía”. Al día siguiente de su victoria le dejaron 800 currículums en la puerta. Le aterra pensar en lo que pasará si llega a la presidencia: “Espero que no. Me tendría que ir a vivir a Miami”.
Todavía es dueña de una fábrica de panela, el jugo deshidratado de caña de azúcar.
—Me imagino que a los trabajadores les pide que voten por Rodolfo-, la azuza Figueroa Clausen.
—Yo no les digo nada, que voten por quién se les dé la gana.
Rodolfo parece haber heredado el carácter impetuoso de su madre. Eso le ha jugado a veces malas pasadas. Como alcalde de una ciudad mediana era relativamente desconocido. Se dio a conocer al resto de Colombia por un bofetón que le propinó en 2018 a un concejal de la oposición. El incidente quedó grabado en vídeo. Las imágenes revelaban un lado nada edificante del constructor. Sin embargo, la peor parte se la llevó el agredido.
Ese hombre fue John Claro, un cantautor y profesor universitario, compositor del pegadizo himno de Bucaramanga. Su esposa, chilena, ha preparado también la merienda para los visitantes: huevo frito, queso y chocolate a la taza. Comparten un amplio apartamento con seis perros y un gato. “Después del golpe yo era un ladrón, un corrupto, un bandido”, se queja Claro. Toda la ira desplegada por el alcalde contra los políticos en abstracto quedó reflejada en la mejilla de este concejal. La gente, que amaba a Rodolfo, concluyó que Claro había recibido su merecido.
Rodolfo es un hombre brusco, sin pretensiones ni refinamientos. “Mírenme a los ojos, lean mis labios, conmigo no se roba más”, se dirige a la gente con el dedo levantado en uno de sus últimos vídeos de campaña a la presidencia. Se le ve con más pelo, el suficiente para hacerse un modesto tupé, y menos arrugas que cuando era alcalde.
Físicamente, la víctima de su agresión tampoco es la misma. Claro se ha dejado crecer la barba y el pelo. Tiene un aire a escritor ruso apesadumbrado. Dejó de salir a la calle porque le insultaban. No reservaba en restaurantes para no enfrentarse a malas caras. Incluso algunos amigos le dieron la espalda. Dejaron de contratarlo como cantante, cuando antes era un artista local reconocido. En el siguiente mandato volvió a presentarse como concejal y no salió elegido, por primera vez en 12 años. El incidente espoleó al agresor y hundió al agredido.
“Me sé el vídeo de memoria”, dice, mientras acciona el play en el ordenador. Se sienta en una silla de gamer azul eléctrico.
Se ve a dos hombres en cámara. Demasiado juntos. Discuten sobre un impuesto del Ayuntamiento. La conversación sube de tono. “Fui un señor, ni lo puteé ni nada”, comenta mientras observa las imágenes. Rodolfo, poco a poco, se va enrojeciendo. Acusaciones mutuas, de las que todos hemos visto en plenos municipales. En la pantalla, Claro le suelta: “su discurso excremental no me convence”. En persona, comenta que esa fue la grosería más grande que le dijo. Aunque hay más, cuando Rodolfo acusa a Claro de hacerse pasar por profesor universitario, este le responde con un escándalo de su hijo acerca de una comisión millonaria por mediar en una concesión [lo detallaremos más adelante].
En la pantalla se ve a Rodolfo gritar “mientes, hijueputa”. Acto seguido golpea a Claro. En puridad, no fue de lleno en la mejilla, sino en el cuello. “Se va por detrás, me pega a traición”, lamenta el cantautor rebobinando las imágenes para atrás y para adelante. No le devolvió el golpe:
—Suelo tener públicos buenos cuando canto, aunque a veces hay algunos que quisiera putearlos porque no oyen y hablan sin parar. Como artista uno aprende a controlarse.
Hay dos procesos todavía abiertos por la agresión que siguen los senderos accidentados de la justicia colombiana. Rodolfo fue sancionado en una primera instancia por la procuraduría, lo que le obligó a dejar el cargo durante unos meses. Claro desea que llegue a la presidencia “un humanista”, no un manilargo. “Imagíneselo como jefe de las fuerzas armadas de Colombia contra mí, un feligrés común y corriente. Me tendría que ir del país”.
En esta zona de Colombia, rodeada por la cordillera de los Andes, Rodolfo representa el hombre sencillo que irá a la capital a decirles las verdades a la burguesía bogotana criada en clubes de campo. Abofetee a esos corruptos, le pide su gente. Este fenómeno de empresarios ricos metidos en política, populismo antiestablishment surgido del mismo corazón del sistema, se ha dado en todo el mundo, pero en este rincón ha prendido con especial fuerza dada la poca credibilidad de la clase gobernante. La región de Santander ha tenido políticos destacados que se han quedado a las puertas de ser presidentes, como Luis Carlos Galán, asesinado en 1989. La sensación que tienen es que esta es una buena oportunidad de colocar a un paisano en la Casa de Nariño, la residencia presidencial. Queda la duda de si esta semana, cuando se voten los miembros de las coaliciones y se reduzca el número de candidatos al mínimo, un momento en el que los aliados de una misma ideología se apoyarán entre sí, Rodolfo seguirá teniendo opciones reales. O, sencillamente, será un candidato muerto.
Su campaña de comunicación la manejan dos argentinos que llevan a su lado más de dos décadas. En 1998, una crisis bancaria se llevó por delante a entidades financieras y corporaciones de ahorro y vivienda colombianas. Los constructores como Rodolfo se quedaron sin blanca. Estos argentinos le recomendaron anunciarse a página completa en el periódico local de más tirada en busca de inversores para su empresa, HG. Viviendas a crédito directamente con el constructor, sin entidad de por medio. Aquello funcionó, le salvó de la quiebra. Desde entonces hace pocas cosas en los negocios o en la política sin el consejo de los asesores argentinos.
Mientras llega ese momento predica una austeridad franciscana. Viaja con un grupo reducido de colaboradores por toda Colombia reuniéndose con líderes sociales e influencers. Quien trabajó con él recuerda que cuando alguien entraba a su despacho de alcalde a proponerle un gasto siempre le planteaba tres preguntas. ¿Si fuera con plata suya haría el gasto? ¿Pagaría ese precio? ¿Qué ganan los pobres con esta inversión? Rodrigo Fernández, viejo amigo, también ingeniero civil de profesión, fue su consejero de contratación, la rendija por la que se cuela la corrupción en las corporaciones locales. De esa forma, los candidatos devuelven el dinero a los empresarios que le apoyan durante la campaña. Les hacen pliegos a medida. Fernández fue colocado ahí, cuenta, para que nada de eso volviera a ocurrir. En 2015, a cada concurso se presentaba 1,4 empresas de media. Cuatro años después, lo hacían 57.
El Ayuntamiento redujo entonces el déficit a cero. La mayoría de las construcciones se hicieron en los barrios de la periferia. Hernández es alguien paciente que suele aconsejar a la gente que invierta en terrenos alejados de la urbe y se siente a esperar hasta que llegue hasta allí la civilización. “Rodolfo es más un administrador que un estadista”, conviene. “Aunque diría que sabe escuchar y rodearse de gente que sabe”.
El discurso anticorrupción se le puede caer por el lado de uno de sus hijos. El talón de Aquiles de los padres poderosos. El alcalde, en su día, decidió convertir la basura de Bucaramanga en energía. Sonaba a ciencia ficción, al menos aquí. Solo un par de empresas del mundo podían hacerlo, entre ellas Vitalogic. A la hora de presentar la documentación del concurso, se adjuntaba un papel donde se reflejaba una comisión de dos millones de dólares, firmada ante notario y en concepto de mediación, a nombre de Luis Carlos Hernández, hijo de Rodolfo.
El caso está en manos de la justicia. Por la puerta de un hotel del centro de la ciudad entra un señor con gorra, vestido de oscuro, casi de incógnito. Edgar Suárez, de 53 años, era diputado de la región de Santander cuando este escándalo salió a la luz. Fue uno de sus principales difusores a través de una columna dominical en el periódico El frente. “Al principio escribía que era un populista. Después que era un populista corrupto”, remarca Suárez. Bajo el brazo trae dos tomos de cientos de hojas con conversaciones de Whatsapps entre el hijo de Rodolfo y miembros del Ayuntamiento donde se dan detalles de la comisión. Un anónimo, asegura él, se los hizo llegar.
“Desde entonces trataron de acabarme a mí y a mi esposa. Quisieron tumbarme del cargo de diputado. Me estaban investigando por todos lados. Que si yo tenía amantes, si yo era gay… me buscaban el pecao”, cuenta mientras apura una botella de agua. Se le ve incómodo, nervioso, a punto de saltar de la silla. No se presentó a las siguientes elecciones como diputado: “No me lancé porque con esa lengua tan brava Rodolfo me acababa. Todo el mundo le cree a él”.
Sobre todo en los barrios más pobres de Bucaramanga, en el norte. Allí llegó a ser una especie de dios pequeño. Por allí niños sin camiseta que tampoco hoy han ido al colegio cruzan la carretera, mujeres cargan baldes de agua y los hombres se sientan en la puerta de casa. Por Esperanza 3 apareció en 2013 Rodolfo Hernández, un hombre sencillo con buenos propósitos. Construyó una cancha de fútbol siete con césped artificial y le dio el encargo a Laurentina Ariza, la mujer que vive en la casita pobre de enfrente, de cuidarla.
Ariza, más tarde, se convirtió en trabajadora de su campaña a la alcaldía. “Yo le moví miles de votos”, recuerda. Rodolfo prometió repartir por estas laderas 20.000 “hogares felices”. La gente entendió que le iban a dar una casa. En realidad, el constructor matizó después que proponía comprar unos terrenos y que los futuros propietarios fueran pagando pequeñas cuotas. Al final, ni una cosa ni la otra. La promesa se quedó sin cumplir. Ariza quedó desolada, rota. Continúa viviendo en casa de su suegra.
—¿Honestamente? Aún así le voy a votar como presidente. Me parece bien que vaya y pelee allá a los congresistas. Rodolfo es un buen grosero.
Carlos Buitrago ha colaborado en este reportaje.
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