Ya son casi las dos y media de la tarde y todavía quedan dos testigos, así que acusaciones y defensas despachan sin recrearse mucho en la suerte al penúltimo de la jornada. Se disponen a que el presidente del tribunal dé paso sin más dilación al último cuando, de pronto, don José Antonio anuncia:
—Hasta aquí la sesión de hoy.
Se percibe un ligero frufrú de togas y un letrado le sopla con el micrófono abierto: “Su señoría, que queda uno”. El presidente toma de nuevo la palabra y explica:
—Doña María Ángeles Sánchez no ha podido ser encontrada por la Guardia Civil de Santa Eulalia.
Los giros de guion están a la orden del día. No hay partido político que no ensaye el suyo ni crónica periodística que lo pase por alto. Don José Antonio Mora no parece uno de esos jueces protagonistas —solo exhibe cierto carácter cuando el abogado de Izquierda Unida se pone a especular a la hora del almuerzo—, pero lo cierto es que ha conseguido cerrar en alto una jornada tirando a aburrida. ¿Será doña María Ángeles una forajida? ¿O es que la Benemérita de Santa Eulalia se ha liado con el callejero?
La sesión se abre con una ligera novedad. Han regresado a la sala algunos de los acusados, entre ellos Gonzalo Urquijo, el arquitecto que hizo la reforma de la sede de Génova 13, y Cristóbal Páez, el adjunto a la gerencia del PP que terminó enfrentado a Luis Bárcenas. El extesorero no ha venido. Ya anunció que se quedaría en la prisión de Soto del Real —leyendo a Conrad con el cronómetro en la mano, como desveló el lunes su amigo Luis Fraga— salvo que la ocasión lo mereciera. Hablando en plata: salvo el día que Mariano Rajoy, ese expresidente del que usted me habla, viniera a declarar y pudieran al fin cruzarse sus miradas. No habría moción de censura que lograra contraprogramar un “Luis, sé fuerte” en directo. Pero eso parece que no va a suceder.
El gabinete de prensa de la Audiencia Nacional informa al final de la sesión que el tribunal ha concedido a “don José María Alfredo Aznar López” y a “don Federico Trillo-Figueroa Martínez-Conde” la autorización para que no vengan al juicio y declaren por videoconferencia. Ya lo hizo el lunes Ángel Acebes Paniagua y sería extraño que Mariano Rajoy Brey, el inventor de las ruedas de prensa a través del plasma, no aprovechara la oportunidad de escaquearse que le brinda una ley aprobada el año pasado para protegerse de la covid. Están en su derecho, los asiste la ley, pero no queda bonito. Si la joven arquitecta de interiores, el cajero jubilado, el viejo gerente adjunto y hasta el sobrino alpinista de Fraga han venido a declarar hasta este polígono a las afueras, con su mascarilla, su botellita de agua y su taxi de 30 euros de ida y otros de vuelta desde el centro de Madrid, ¿por qué no Aznar, Rajoy y Acebes, que conservan el coche oficial y que, trincaran la pasta o no, están en la cúspide del escándalo, por conchabarse con Bárcenas o por tolerarlo o simplemente por confiar en él? ¿No sería más fácil cerrar un capítulo tan negro de la historia del PP dando la cara, de frente y por derecho, en vez de salir huyendo de la vieja sede? Una jornada aburrida de juicio da para hacerse muchas preguntas.
—¿Cuál es su profesión? —pregunta el fiscal a la primera testigo.
—Arquitecta de interiores.
En vídeo, la declaración de la arquitecta de Unifica, María Rey Salinero, en el juicio de los papeles de Bárcenas este martes.
María Rey Salinero trabajaba en la empresa Unifica, propiedad de Gonzalo Urquijo, durante los años que duró la reforma de la sede del PP. Por eso ha venido el arquitecto este lunes al juicio. Al contrario que Bárcenas, él sí quiere estar presente durante la declaración de algunos de sus antiguos adláteres. El fiscal Antonio Romeral siempre empia los interrogatorios de la misma manera, en voz baja, suavemente, dándole confianza al testigo, diciéndole “no se preocupe” cuando ve que se atasca o no recuerda algo, aumentando la presión muy poco a poco, utilizando el tiempo y su conocimiento milimétrico del sumario para ir llegando al meollo de lo que interesa. “Se trata”, explica durante el interrogatorio, “de buscar la explicación”. Poco a poco, el tiempo y sus preguntas van calando como una lluvia fina. Luego llegará la abogada del Estado María Fernández y el sirimiri se convertirá en galerna del Cantábrico. Dispara con la velocidad y la precisión de un opositor a registros o a notarías, va completando la labor del fiscal. Es un espectáculo digno de ver, siempre que no se esté en el lugar de los testigos o, aún peor, de los acusados. María Rey lo hace bien. Responde con soltura y amabilidad, sin desvelar aparentemente ningún trapo sucio de la empresa de Urquijo ni ninguna maniobra extraña del PP, pero unas filas más atrás, al arquitecto Urquijo no le llega la camisa al cuerpo. Hace gestos continuamente, con la cabeza y con todo el cuerpo, afirma, niega, desaprueba las preguntas de las acusaciones.
Desde los bancos del final, se ven superpuestas las cabezas de Urquijo y del testigo de turno. Álex Santos, un joven periodista que no había asistido nunca a un juicio, se fija en la actitud del arquitecto y dice en voz baja: “Parece un ventrílocuo”. Es verdad, parece un número ensayado donde el ventrílocuo pone la voz y el testigo es solo un muñeco que ejecuta un guion. Al joven periodista le llama también la atención que, aunque los testigos hayan dicho ante el tribunal y bajo juramento que hace años que no se ven con su antiguo jefe, unos minutos más tarde, nada más acabada la sesión y aun dentro de la sala, se comporten como si fueran íntimos amigos. Están en su derecho, como Rajoy de no venir al juicio. Tal vez se trate solo de una cuestión de decoro. O de su ausencia.
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