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El regreso de Puigdemont a España pasa por Luxemburgo


La entrega a la justicia española de Carles Puigdemont y los exconsejeros huidos para ser juzgados en nuestro país se muestra como una suerte de historia interminable cuajada de obstáculos que siempre apuntan en una misma dirección: Europa. Ha sido precisamente en el ámbito judicial de la Unión donde se han producido los movimientos decisivos que han marcado el paso a los diferentes y hasta ahora infructuosos intentos del Tribunal Supremo de conseguir dicha entrega. Como es sabido, cuatro años atrás, los líderes independentistas se convirtieron en prófugos tras abandonar nuestro país con el propósito declarado de esquivar el proceso incoado por el Tribunal Supremo. A partir de este momento, las distintas órdenes europeas de detención y entrega emitidas se han topado con un rosario de dificultades judiciales que han impedido la que es su finalidad inmediata: poner a disposición del juez español a sus destinatarios.

Aunque los rechazos a ejecutar las euroórdenes, ciertamente, han impedido que la acción penal en nuestro país siguiera su curso, no cabe ignorar el efecto de erosión que han provocado también sobre el Espacio Europeo de Libertad, Seguridad y Justicia. Tomando como base los principios de confianza recíproca y reconocimiento mutuo, la euroorden es la piedra angular de la cooperación judicial penal que rige dicho espacio, haciendo posible su ejecución de forma prácticamente automática siempre que se refiera a alguno de los delitos contemplados por la Decisión Marco de 2002 que la regula. La existencia de unos valores fundamentales (democracia, Estado de Derecho, pluralismo, independencia judicial) compartidos por los Estados miembros y la Unión posibilita un espacio supranacional de derechos, libertades y garantías equivalentes en el que cobra pleno sentido la confianza recíproca y el reconocimiento mutuo entre las instancias jurisdiccionales que lo integran. Esta es la razón de fondo que justifica que el juez que recibe una orden europea de entrega cursada desde otro Estado miembro relativa a alguno de los delitos recogidos por la Decisión Marco no pueda entrar a cuestionar el fondo del asunto planteado. No obstante, admitiendo que la confianza recíproca no puede considerarse en todo caso sinónimo de confianza ciega, la propia normativa de la Unión establece determinadas causas que, caso de concurrir, justifican el rechazo de la euroorden. En relación con ilícitos penales no contemplados por la Decisión Marco la intensidad del reconocimiento mutuo disminuye en intensidad, perdiendo buena parte de su automatismo. Aun así, la autoridad judicial requerida deberá limitarse a tomar en consideración los hechos que constan en la solicitud y compararlos con los delitos tipificados en su ordenamiento. Lo que queda vedado, sencillamente porque supone una quiebra de la confianza recíproca, es que ponga en cuestión la calificación jurídica de tales hechos realizada por el juez requirente.

Con el rechazo de las distintas euroórdenes dictadas por el Tribunal Supremo contra los líderes independentistas huidos se ha generado un contexto en el que este principio básico pone de manifiesto preocupantes grietas. Una primera muestra de esta situación se produjo con la resolución dictada por el Tribunal Superior del land de Schleswig-Holstein, que en la primavera de 2018 denegó la entrega de Carles Puigdemont detenido en dicho territorio, aduciendo que los hechos constitutivos del delito de rebelión que entonces el Tribunal Supremo le imputaba no encajaban con los previstos para un ilícito similar en el Código Penal alemán. Una tarea de comparación valorativa que suscitó importantes dudas jurídicas por exceder el margen previsto en la Decisión Marco, pero que, a la postre, resultó determinante para que el juez Pablo Llarena, a la vista de la situación, retirara la euroorden y el expresidente fuera puesto en libertad.

El siguiente episodio de la serie se produjo dos años más tarde, con los líderes independentistas que permanecieron en España ya condenados por los delitos de sedición y malversación, pero con Puigdemont y sus compañeros todavía huidos. La novedad concurrente fue que habían accedido a la condición de diputados del Parlamento Europeo gracias a la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión en el asunto Junqueras (diciembre de 2019) en la que se afirmó que el mandato representativo comienza en el momento mismo de la proclamación de los resultados electorales, sin que pueda obstaculizarse condicionándolo al cumplimiento de requisitos legales previstos por los Estados (en nuestro caso, el juramento de acatamiento de la Constitución ante la Junta Electoral Central). En aplicación de tal resolución los flamantes europarlamentarios quedaron protegidos por la prerrogativa de la inmunidad y, consecuentemente, las euroórdenes remitidas por el Tribunal Supremo a la justicia belga paralizadas hasta que el Parlamento resolviera las correspondientes autorizaciones para proceder (suplicatorios). Tras obtener el placet de la Cámara, al no constatarse intencionalidad política en el procesamiento ante el Tribunal Supremo, hubiera parecido que la vía para la entrega estaba por fin expedita. No fue así, sin embargo, como consecuencia de la irrupción en escena de una nueva derivada judicial que ha asumido un protagonismo determinante de cara a aplazar el desenlace final del regreso a España de Puigdemont. La inesperada contribución vino de la mano de la denegación por el Tribunal de Apelación de Bruselas de la ejecución de la euroorden emitida por el Tribunal Supremo contra Lluís Puig, exconsejero del Gobierno de Puigdemont en 2017, para ser juzgado por los delitos de sedición y malversación. En una nueva demostración de falta de confianza recíproca e ignorando las previsiones de la Decisión Marco, dicho tribunal aduce la falta de competencia del Supremo para juzgar al requerido. En tales circunstancias, según establece la normativa belga, la entrega podría vulnerar el derecho a la presunción de inocencia del señor Puig. Producida la denegación, el juez Llarena reaccionó elevando una cuestión prejudicial al Tribunal de Justicia de la Unión, demandando si este modo de proceder está amparado por la normativa europea.

De forma sobrevenida y sin haber previsto tal efecto, el hecho es que con la interposición de esta cuestión prejudicial la ejecución de la orden europea de entrega contra Puigdemont entró en una nueva fase. Ya el pasado mes de julio, un auto del Tribunal General de Justicia de la Unión afirmó que hasta tanto esta no se resuelva “nada permite considerar que las autoridades judiciales belgas ni las de ningún otro Estado de la Unión puedan ejecutar las órdenes de entrega contra los diputados recurrentes y entregarlos a las autoridades españolas”. Fue precisamente esta resolución la que utilizó un tribunal de Cerdeña en septiembre para poner en libertad al expresidente, tras ser detenido a su llegada a la isla, desatendiendo la euroorden remitida por el Tribunal Supremo, que insistió en que no estaba suspendida y, consecuentemente, debía ser ejecutada. Es precisamente esta discrepancia sobre la vigencia de la orden europea de entrega, que centró el debate planteado en el episodio sardo, la que ha jugado un papel decisivo. Superando la incertidumbre constatada, un nuevo auto del Tribunal General ha venido a despejarla, al afirmar que la interposición de la cuestión prejudicial en el asunto Puig no solo produce la suspensión del procedimiento penal hasta que aquella se resuelva. También que paraliza la ejecución de las euroórdenes ligadas al mismo.

Planteado la cuestión en términos tan contundentes, el resultado no admite duda: Puigdemont y su libertad de movimientos en el espacio europeo reciben un nuevo y valioso balón de oxígeno que impide por el momento cualquier intento del Tribunal Supremo de sentarlo en el banquillo de los acusados.


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