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El regreso del hijo pródigo

Teníamos contraída una larga deuda de gratitud con Manuel García, y la Fundación Juan March parece empeñada en saldarla poco a poco. En ello lleva desde que, en 2017, recuperó sus óperas de salón Le cinesi y, dos años después, Il finto sordo. Siguiendo esta secuencia bienal, ahora le llega el turno a otra de estas óperas de pequeño formato, I tre gobbi, y poco antes de que acabe el año está programada una opera per società que produjo el Palau de les Arts, Un avvertimento ai gelosi. En las tres primeras, la Juan March ha encontrado en el Teatro de la Zarzuela a un fiel coproductor, y ABAO/OLBE se les unió en la resurrección de Il finto sordo. La dirección musical ha corrido o va a correr a cargo del pianista Rubén Fernández Aguirre, mientras que la escénica ha ido cambiando de responsables: en el mismo orden, Bárbara Lluch (que repetirá cerrando el círculo en diciembre), Paco Azorín y José Luis Arellano.

Hay motivos sobrados para volver a situar a Manuel García en el mapa. Bajo un nombre y un apellido tan extendidos se escondía un hombre excepcional, por sus propios logros y por un legado con diversas ramificaciones que multiplicaron a su vez sus tres hijos: María Malibran, Manuel Patricio García y Pauline Viardot, de quien se conmemora este año el bicentenario de su nacimiento (lo celebrará profusamente a partir del 12 de noviembre el Festival de Música Española de Cádiz) y que, desde la publicación de Los europeos, de Orlando Figes, ha visto cómo su fama y sus logros trascendían con mucho el ámbito de la música. Fue García, sin embargo, quien practicó primero el internacionalismo que heredarían sus hijos: Pauline y María, nacidas ambas en París, fueron auténticas celebridades, primero en Francia y luego en media Europa, mientras que Manuel Patricio pasó la segunda mitad de su vida íntegramente en Inglaterra. Sus últimos lugares de descanso son también significativos: Manuel padre está enterrado en el cementerio parisiense de Père-Lachaise y Pauline en el de Montmartre, mientras que María, casada con el violinista belga Charles de Bériot, fue trasladada de Mánchester, donde murió de resultas de un accidente cuando montaba –embarazada– a caballo, a Bruselas, donde reposa en un imponente templete del cementerio de Laeken. Manuel hijo, que murió a la venerable edad de 101 años y fue retratado pocos meses antes por John Singer Sargent, está enterrado en el cementerio de la iglesia de St. Edward, en Sutton Place, al suroeste de Londres.

En la entrada que dedica a Manuel García en su famosa Biographie universelle de musiciens François-Joseph Fétis, uno de los precursores de la moderna musicología, tras dar cuenta del estallido de su talento infantil en su Sevilla natal, de su debut en Cádiz y de sus primeros éxitos en Madrid, como cantante y como compositor, afirma que ya entonces “su país se le había quedado demasiado pequeño para su ambición como artista”. Lejos de España, triunfaría en Francia y en Italia, donde protagonizó el estreno de dos grandes papeles rossinianos: el de Norfolk, en Elisabetta, regina d’Inghilterra, y nada menos que el de Almaviva cuando Il barbiere di Siviglia se dio a conocer en Roma en 1816, aún con el título de Almaviva, ossia L’inutile precauzione. Junto con su familia, suyo es también el honor de haber ofrecido las primeras representaciones de óperas italianas en Estados Unidos: Don Giovanni, de Mozart; Otello, Il barbiere di Siviglia, La Cenerentola, Tancredi e Il turco in Italia, de Rossini, así como dos obras propias, L’amante astuto y La figlia dell’aria. Después de la gira estadounidense, México lo acogió también con los brazos abiertos.

Los tres jorobados: Javier Povedano (Marchese Parpagnacco), David Oller (Barone Macacco) y David Alegret (Conde Bellavita).Dolores Iglesias/Fundación Juan March

Fue aplaudido, por lo tanto, en papeles tanto de tenor como de barítono, cómicos y trágicos, así como en su doble faceta de cantante y compositor. En uno de los discursos leídos en su funeral en París, publicados por la Revue musicale en 1832, poco después de su muerte el 10 de junio, el famoso crítico Castil-Blaze lo recordaba así: “Este actor, este cantante al que hemos visto interpretar sucesivamente con una gran superioridad de talento los papeles de Paolino en Il matrimonio segreto; de Almaviva, de Don Giovanni, de Otello, ha terminado su carrera dramática con un papel bufo en una ópera del conde de Beramandi representada el año pasado en el teatro de Tivoli. Al perder a García, hemos perdido al Don Giovanni y al Otello más perfectos; pero nos ha legado a una fascinante Desdemona, a una encantadora Zerlina, y a una jovencita cuyo porvenir será no menos brillante que el de su hermana. Hemos perdido a un profesor de canto de una capacidad unánimemente reconocida; nos regala también a su hijo Manuel, digno heredero de sus talentos como profesor, y que posee a fondo los valiosos secretos de su doctrina”. Pauline Viardot, esa jovencita a la que se augura un futuro tan halagüeño como el de María Malibran, tenía entonces tan solo diez años. Y la predicción se cumplió sobradamente.

Pauline aprendió a cantar al tiempo que, desde el piano, oía a su padre dar clase a sus alumnos. Y estos fueron a su vez los destinatarios de estas óperas de salón concebidas como instrumentos pedagógicos: para poner en práctica los aspectos técnicos enseñados durante las lecciones y para empezar a moverse y actuar con soltura sobre un escenario. Tan olvidadas estaban estas obras que I tre gobbi ha conocido incluso el pasado domingo su primera interpretación en España. Al igual que sus hermanas, se trata de un divertimento, de una obra menor sin más ambiciones que poner a punto las aptitudes musicales y escénicas de sus intérpretes. Rubén Fernández Aguirre ha metido con buen criterio la tijera en una obra pródiga en repeticiones, con una clara sobreabundancia de determinadas fórmulas, habituales en este tipo de repertorio, mucho más deudor del estilo de Mozart y Rossini, el que encumbró a la fama al propio Manuel García, que de los primeros operistas románticos.

Basada en un intermezzo per musica de Carlo Goldoni, escrito a partir de los recuerdos de una favola que le contaba su abuela de niño, él mismo resume el atractivo de su trama en el breve prefacio de la primera edición, de 1749: “¡Tres jorobados enamorados de una mujer! ¡Qué hermoso relato! ¡Una mujer seduce a tres hombres! ¡Qué hermosa historia!”. García adaptó libremente los 612 versos del original y construyó una operita en dos partes que preserva la estructura dramática y los nombres de los personajes: Madama Vezzosa, il Marchese Parpagnacco, il Conte Bellavita y el Baron Macacco Tartaglia. La primera, por lo tanto, una mujer encantadora, irresistible, y sus tres seductores, uno bobo, otro con la vida desahogada que le procura su condición aristocrática y el tercero, un macaco tartaja. Con números cerrados, como era habitual en la opera buffa, y sendos finales concertantes para cerrar cada acto, exige a sus intérpretes humor y virtuosismo vocal a partes iguales. La suerte de estos tres jorobados, con un moderno final que defiende el amor a cuatro, nada tiene que ver con el triste destino, dos décadas después, del desdichado Rigoletto o con el del enano jorobado y deforme de El cumpleaños de la infanta de Zemlinsky casi un siglo más tarde.

Cristina Toledo, una Madama Vezzosa más que convincente en el estreno de ‘I tre gobbi’.Dolores Iglesias/Fundación Juan Marchj

Haciendo honor al nombre de su personaje, Cristina Toledo da vida a la protagonista derrochando encanto y haciendo creíble la pasión que despierta en sus pretendientes. Mejora aquí sus excelentes participaciones en Le cinesi e Il finto sordo y, con una magnífica dicción, dio brillo y naturalidad a sus coloraturas, sentido teatral a sus apartes y destacó, sobre todo, vestida a la veneciana, en su aria del segundo acto, “Scieu tanto benedetti” (que respeta palabra por palabra el original goldoniano), cantada admirablemente. Javier Povedano, como Parpagnacco, tuvo una actuación claramente ascendente: empezó más inseguro, con la voz un tanto constreñida, pero fue ganando seguridad y confianza, bordando justo después de Toledo su propia aria del segundo acto, “Se vi guardo ben bene nel volto”. David Alegret dio vida a Bellavita con gran desparpajo, aunque su línea de canto fue menos refinada y su penetrante timbre desequilibró puntualmente los concertantes. David Oller tuvo que cantar tartamudeando casi sin parar, con decenas de notas repetidas, y superó la prueba con nota, sin forzar la comicidad del Barón Macacco en su aria del primer acto, “Sono ancora raga-ga-gazzo”, e impartiendo una inusual naturalidad a la interpretación de los recitativos.

Rubén Fernández Aguirre es un entusiasta de este género, y de Manuel García en particular, y ha vuelto a demostrarlo una vez más. No descuida un solo momento a sus cantantes, a los que da entradas ocasionales e incluso dirige cuando puede liberar una mano del teclado. Si en Il finto sordo introdujo compases del bolero Si tú me dices ven y utilizó el tema principal de la película Love Story en el interludio entre ambos actos, aquí homenajeó en idéntico punto al recientemente fallecido Antón García Abril con la interpretación del primero de sus Preludios de Mirambel. Su ejecución pianística no es la más refinada, pero tampoco la escritura de García, marcadamente funcional, permite demasiadas florituras. En estas operitas de salón, el piano es siempre complemento, nunca sustancia. Para completar las armonías de los recitativos, el pianista vasco hizo todo un alarde de imaginación y fantasía.

Aplausos finales para los intérpretes de ‘I tre gobbi’ tras su estreno en España en la Fundación Juan March.Dolores Iglesias/Fundación Juan March

En lo que no ha mejorado esta feliz resurrección de I tre gobbi a las recuperaciones anteriores de Le cinesi e Il finto sordo ha sido en el apartado escénico. La propuesta escenográfica de Pablo Menor funciona casi mejor como instalación artística que como decorado útil y eficaz. Una esquemática estructura roja esconde sobre un cristal que ocultan total o parcialmente varios espejos correderos un fragmento de un bodegón del pintor flamenco Nicolaes van Veerendael (su manipulación constante los ensucia inevitablemente, lo cual afea no poco desde el punto de vista de los espectadores el efecto perseguido). El escenario del auditorio de la Fundación Juan March, que había ganado en anchura y profundidad tras la reciente reforma, ve así contrarrestada la ganancia y los cuatro cantantes se ven obligados a moverse y actuar en un espacio muy reducido. La comicidad que supo extraer Paco Azorín de Il finto sordo (hay que reconocer que con un argumento más propicio a ello) o la mayor coherencia que imprimió Bárbara Lluch a su montaje de Le cinesi apenas asoman en la puesta en escena de José Luis Arellano, pobre en ideas y cuya mayor baza es el extraordinario vestuario diseñado por Ikerne Giménez, que tiene visos casi de lujo asiático en este contexto. Ni la iluminación, oscurantista y monótona, ni el movimiento de actores, ni el propio concepto escénico, muy desvaído, realzan los valores de la obra o sacan partido del humor goldoniano. Tampoco aporta nada la presencia de Andoni Larrabeiti haciendo de perro, de caballo o interfiriendo en demasiados momentos entre los cantantes. El espectáculo lo sacan adelante sus cuatro protagonistas con una excelente actuación individual y colectiva. El estreno coincide con las representaciones en el Teatro Real de La Cenerentola, una ópera en la que brillaron en su día tanto María Malibran como Pauline Viardot. Esta compuso a su vez su propia Cendrillon, que fue la encargada de inaugurar este formato de teatro musical de cámara en la Fundación Juan March allá por 2014. Por eso el domingo revoloteaba en la calle Castelló la sensación de que estaba cerrándose un círculo, aunque en diciembre volverá a abrirse, o a empezar a trazarse uno nuevo, con las representaciones de Un avvertimento ai gelosi, otra de estas miniaturas de Manuel García, un hijo pródigo al que nunca debimos olvidar.


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