El retorno imposible de los refugiados del Sahel


En el campamento de refugiados de Mbera el desierto impone su ley. Mucha arena, matorrales aquí y allá, más de 45 grados de impenitente calor. En este secarral situado en la punta sureste de Mauritania, rodeados por una valla vigilada por un centenar de gendarmes, sobreviven unos 67.000 malienses gracias a la ayuda humanitaria internacional. Los primeros llegaron en 2012 huyendo de la guerra, los últimos hace apenas unas semanas. La esperanza de volver a su país que trajeron entre sus pertenencias se va haciendo cada vez más borrosa y lejana: el conflicto que les empujó hasta aquí empeora con cada ataque, cada masacre, cada atentado. Toca quedarse. El reto es cómo convertir un asentamiento provisional en un pueblo más de Mauritania.

“Sin paz no hay regreso posible”, asegura la maliense Fátima Waled Mohamed Ali, de 49 años, que hace nueve huyó de su Léré natal junto a sus tres hijos subida en una carreta mientras detrás se escuchaban las detonaciones de los morteros. Vestida con una tela azul y negra desde la que apenas asoma su mirada, está sentada frente al centro de distribución donde cada tres meses el Programa Mundial de Alimentos (PMA) reparte la comida con la que irán tirando: aceite, arroz, sal. Sidi Mohamed Ould Loud comerciante de 53 años, sueña cada día con su querida Tombuctú aunque de momento se conformaría con una casa de verdad.

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Ocurre en Mauritania, pero también en Malí, Burkina Faso, Níger, Chad y Nigeria. Todo el Sahel está salpicado de campos de refugiados y desplazados internos que se consolidan en el tiempo a causa de una guerra sin nombre y sin final a la vista. Unos 5,4 millones de personas han huido de sus hogares solo en esta década, según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). El avance del yihadismo, los conflictos intercomunitarios, la delincuencia pura y dura, todo se retroalimenta. Los contornos de la violencia son difusos y las guerras africanas de hoy ya no enfrentan a ejércitos, pero sus consecuencias son durísimas para los más vulnerables. La pobreza y el abandono, siempre como telón de fondo.

Una vida huyendo

Incluso entre los refugiados hay clases sociales, pero todos viven bajo estructuras construidas con palos, plásticos y chapas, pensadas para durar unos años. Mohamed Al Faki se ha pasado la vida escapando: de la sequía, del hambre, de la guerra. Se crio en un campo de desplazados de Mopti (Malí), cruzó a Burkina Faso con sus padres en tiempos de la rebelión tuareg de los años noventa y, tras volver a su país, tuvo que hacer de nuevo el petate a causa del conflicto de 2012. Hoy es el director de una de las ocho escuelas de Primaria en las que estudian los 5.000 niños del campamento de Mbera. “Necesitamos formar a las élites de mañana porque necesitamos un futuro mejor”, asegura.

Makolá el Ansar, de 17 años, quiere ser abogada para defender a las mujeres y Moctar Ould Hadji, de 13, sueña con hacerse doctor. “Mi madre es matrona, no tengo miedo a esas cosas”, dice con la cabeza bien alta el niño que juega al fútbol y a las canicas y que pide que le arreglen la cancha de baloncesto. Recuerdan poco o nada de Goundam, de Léré, de Nampala. Su Malí natal está en las historias que les cuentan sus padres, en las palabras que se lleva el viento. El puesto fronterizo de Fassala está cerca, a unos 30 kilómetros, pero sigue siendo más una conexión temporal, un trasiego constante de mercadería y emociones cruzadas, que un camino de vuelta.

La seguridad está siempre presente. La proximidad de la frontera y el riesgo de infiltraciones mantiene en alerta a las fuerzas de seguridad. Otros campamentos en Níger o Burkina Faso han sido atacados, Mbera de momento permanece a salvo. La burbuja de protección es tal que ni siquiera la covid-19 pudo traspasarla. La limitación de movimientos y la reducción de contactos incluso con los trabajadores humanitarios hizo que se produjeran menos de cinco casos.

Amenaza yihadista

Con el yihadismo en Malí fuera de control pese a las diversas operaciones militares en curso y con la inestabilidad crónica de Bamako, donde ha habido dos golpes de estado en menos de un año, asumida la imposibilidad de volver a medio plazo, la conversión de Mbera en asentamiento permanente está en marcha. Hay tiendas y mercados, escuelas y centros de salud, nacen carreteras y centros de informática entre la arena. “Este es mi país ahora, quizás mis hijos o los hijos de mis hijos puedan volver algún día, pero eso no ocurrirá con nuestra generación”, asegura Mohamed Ag Malha, conocido como Momo, líder de los refugiados y el interlocutor más autorizado para las organizaciones internacionales dentro del campo, “en los últimos dos años ha habido grandes cambios y caminamos hacia una mayor autonomía. Tenemos hasta albañiles que convertirán nuestras tiendas en casas de verdad”.

Integración, coexistencia pacífica. Este es el mantra que repiten las autoridades y los organismos internacionales y es la norma entre los refugiados y la comunidad de acogida. Pero hay tensiones. “El sur de Mauritania está muy afectado por la inseguridad alimentaria y la pobreza debido sobre todo a la irregularidad de las lluvias”, asegura Damien Vaquier, responsable de programas del Programa Mundial de Alimenos (PMA) de Naciones Unidas. “Compartimos lo poco que hay”, añade Mohamed Abdel Wahab, prefecto de Bassikounou que calcula que un 70% de los habitantes de su departamento son refugiados. Pero la tradicional hospitalidad mauritana también tiene sus límites.

“El Islam nos obliga a recibirlos con los brazos abiertos. Pero está claro que hay problemas”

Tawal Omrou Ould Abdati, presidente del comité de asuntos religiosos de Bassikounou (Mauritania)

“Los malienses llegaron con su ganado y consumen nuestra agua, hierba y madera. En el campo reciben todo tipo de atenciones mientras los locales sufrimos por su presencia. Somos nosotros quienes nos hemos convertido en refugiados”, asegura la mauritana Selekha Mahmoud, miembro del comité de gestión de conflictos creado para aliviar estas tensiones. “Son nuestros hermanos y huyen de la guerra”, comenta Tawal Omrou Ould Abdati, presidente del comité de asuntos religiosos, “el Islam nos obliga a recibirlos con los brazos abiertos. Pero está claro que hay problemas. En Bassikounou hay familias que pasan meses sin agua y otras no tienen electricidad mientras en el campo hay de todo”.

Algunos refugiados han decidido vivir en los pueblos fuera del campamento. Según los registros del Alto Comité de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) son menos de 1.500, pero los vecinos de Bassikounou están convencidos de que son muchos más. Además de los recursos naturales, la educación es un gran desafío. “Faltan aulas y profesores, la llegada de los malienses ha provocado que en una de nuestras dos únicas escuelas haya una maestra para seis clases diferentes”, añade Ould Abdati. Robo de ganado, rupturas de matrimonios mixtos, algún crimen: los conflictos entre unos y otros se van resolviendo sobre la marcha. Todos ponen de su parte.

Para Clementina Cantoni, responsable para Mauritania de la Oficina para la Ayuda Humanitaria de la Unión Europea (ECHO), la solución pasa por no dejar atrás a la población vulnerable, no solo entre los refugiados. “En general las relaciones son buenas. El contexto es propicio para que se produzca una buena integración, por eso Acnur trabaja para toda la comunidad”. La educación y las actividades generadoras de ingresos, como la jardinería o la artesanía, son dos de los grandes desafíos para hacerlo posible. Pero hay que darles papeles, empleo y oportunidades. Un tránsito lento y plagado de obstáculos.

Este reportaje ha sido posible gracias a la logística facilitada por ECHO


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