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El rompecabezas del coronavirus en la altura

Una mujer aimara con cubrebocas en La Paz (Bolivia), en abril de 2020.
Una mujer aimara con cubrebocas en La Paz (Bolivia), en abril de 2020.Martín Alipaz (EFE)

¿El coronavirus pierde fuerza en la altura? Desde el estallido de la pandemia han emergido múltiples estudios que lo aseguran y lo refutan. Algunos han recibido espacios en revistas científicas de prestigio como The Lancet y Nature, medios internacionales como The Washington Post y The Conversation, y repositorios médicos como el del Instituto Nacional de Salud de EE UU. Pero la mayoría de las veces, los títulos de los trabajos y las notas van acompañados de signos de interrogación, una marca ineludible del escepticismo que prevalece en la comunidad internacional. El asunto es complejo y entrelaza factores ambientales, fisiológicos, genéticos y sociales. América Latina —en particular, los países andinos—ha sido una de las líderes en la investigación de la complicada relación entre la covid-19 y la altura: tres capitales sudamericanas están por encima de los 2.500 metros sobre el nivel del mar y unos 20 millones de latinoamericanos viven en una de las 30 ciudades más altas de la región.

Varios especialistas andinos usan una metáfora para explicar sus hallazgos, dicen que el coronavirus padece de soroche, como se llama en la región al malestar que se siente al estar a grandes alturas por la falta de oxígeno. El médico boliviano Gustavo Zubieta, uno de los primeros científicos en analizar el tema, explica que los pronósticos para los países a lo largo de la cordillera de los Andes no eran muy alentadores al principio de la pandemia. “Casi todos los científicos afirmaban que el covid en la altura iba a ser terrible por la menor cantidad de oxígeno producto de una menor presión barométrica”, señala Zubieta, director del Instituto Pulmonar y Patología en la Altura.

Las estadísticas, sin embargo, no reflejaron el efecto devastador que se había anticipado. Al contrario. En Bolivia, las autoridades sanitarias identificaron que los casos se concentraron, al menos en un inicio, en zonas bajas como Santa Cruz, así como en regiones amazónicas que colindan con Brasil. Pasó lo mismo en Perú, donde el número de muertes y contagios era sustancialmente menor cuando se comparaban ciudades altas y bajas con la misma población. De ahí surgió una reacción en cadena y aparecieron declaraciones de funcionarios y estudios en Ecuador, Colombia e, incluso, Brasil, entre otros.

Zubieta enlista una serie de factores ambientales que, de acuerdo con su trabajo, parecen incidir en una propagación más lenta del coronavirus: la radiación ultravioleta, que actúa como esterilizante contra muchas bacterias y virus; una menor humedad, que crea entornos más secos y menos favorables para el virus, y una menor presión atmosférica, que ayuda a la dispersión de las partículas.

Pero también entran en juego otros factores. A partir de los 2.500 metros, el cuerpo tiene que producir más glóbulos rojos para compensar la falta de oxígeno (hipoxia) porque la presión atmosférica es menor. El investigador dice que los habitantes de zonas altas están adaptados a estas condiciones y que eso puede significar una mejor protección ante la caída de saturación de oxígeno que suele provocar el coronavirus.

Vista de Pujilí, una población ecuatoriana asentada en la cordillera de Los Andes, a casi 2.900 metros de altura.Edu León

También se cita que en la altura suele haber menor cantidad de receptores ACE-2, la puerta que usa el SARS-CoV-2 para entrar a las células. Zubieta, además, estudia el funcionamiento de las mitocondrias, encargadas de la respiración celular, y asegura que son más eficientes en los habitantes de zonas altas. “Estamos por publicar un estudio con investigadores de Bolivia, Colombia, Perú, Ecuador y México que confirma que existe mucho menor mortalidad por covid en zonas más altas y una mayor incidencia de casos en zonas por debajo de los 1.000 metros”, comenta.

Esteban Ortiz Prado, académico de la Universidad de las Américas, también ha estudiado la relación de la covid-19 y la altura, pero ha llegado a conclusiones diferentes. “El covid es menos prevalente y menos mortal en zonas altas, cuando se corrige por comorbilidades”, asegura el especialista ecuatoriano, aunque agrega que la menor incidencia tiene que ver más con una menor densidad poblacional y con ciertos patrones de convivencia de las personas de zonas altas. Ortiz Prado dice que las teorías fisiológicas, como la menor cantidad de receptores ACE-2, y sobre ciertos factores ambientales como los rayos UV han perdido terreno explicativo y no se han dado por comprobadas.

“No es que una persona que se enferme a nivel del mar mejore automáticamente cuando llegue a una región más alta, al contrario”, explica Ortiz Prado, pero sostiene que sí puede haber cierta aclimatación y adaptación antes de contraer el contagio. “Sabemos con certeza que nuestros cuerpos funcionan diferente en la altura”, dice el médico. Él y un grupo de científicos analizaron datos sobre el exceso de mortalidad en Ecuador de marzo de 2020 a marzo de 2021 y encontraron que el número de muertes por cada 100.000 habitantes en las zonas a menos de 1.500 metros sobre el nivel del mar era el doble que en zonas muy altas, arriba de los 3.500 metros.

Algunas de las críticas a los estudios sobre el virus y la altura, sobre todo los basados en factores ambientales, es el salto a conclusiones sin pruebas suficientes, el cuestionamiento de factores de causalidad y posibles variables de confusión, es decir, que meten más ruido de lo que explican. “Debemos evitar llegar a la conclusión de que cualquier comunidad tiene una protección innata frente a la covid-19 en ausencia de evidencia robusta”, se lee en un trabajo firmado en 2020 por Matiram Pun y un equipo de investigadores en Canadá. “Los posibles mecanismos biológicos siguen siendo especulativos”, señalaron el médico formado en Perú Orison Woolcott y el investigador estadounidense Richard N. Bergman, en un intercambio de correspondencia con Zubieta en la revista High Altitude Medicine and Biology. Woolcott y Bergman afirmaron en 2020 que había una mayor mortalidad entre enfermos mexicanos mayores de 65 años que vivían arriba de los 1.500 metros, aunque está por debajo de la clasificación estándar de los 2.500 metros. Otros académicos investigan si algunos tratamientos usados para el mal de altura pueden ayudar a tratar la covid o si, al contrario, la empeoran.

Desde una perspectiva no necesariamente científica, una pregunta que surge es si existe una obsesión por buscar explicaciones en la altura asociada con la identidad andina, y que se refleja muchas veces en discusiones menos serias como las eliminatorias para el Mundial de fútbol. Zubieta, que tiene cuatro décadas de experiencia en el tema, ríe y después lo niega categóricamente: “No es una obsesión, es una realidad”. “La mayoría de la gente que desacredita estos trabajos es porque no conoce estos entornos o nunca ha estado aquí”, comenta. “Muchas veces se ve como una desventaja vivir en estas condiciones, cuando en realidad implica varias ventajas”.

“No creo que todo tenga una respuesta en la altura”, matiza Ortiz Prado. El investigador señala que la altura no es un factor en países líderes en investigación científica como Estados Unidos y el Reino Unido, y cree que eso explica en parte las resistencias y que el tema esté relegado. El especialista dice que la mayor cantidad de estudios al respecto vienen del turismo de montaña y el deporte, pero que no hay muchos recursos ni se ha profundizado tanto en poblaciones que viven permanentemente en esas condiciones.

El tema ha sido una discusión marcadamente latinoamericana, pero no exclusiva de la región. Hay estudios en sitios como Suiza, Austria y el Tíbet, por ejemplo, que buscan hipótesis en la medicina del mal de altura sobre la covid-19. No hay grandes consensos ni conclusiones universalmente aceptadas. Predominan la cautela y los resultados preliminares. El debate, sin embargo, es un reflejo de la abrumadora respuesta de la ciencia a la pandemia, el reto de la rapidez en que ha fluido la información científica en los últimos dos años y el largo trecho que queda por descubrir sobre el virus. “Hay mucho por hacer y no se puede minar la libertad que tenemos de elaborar teorías e investigarlas”, defiende Ortiz Prado.

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