Por Carolina Amaya y Julia Gavarrete
Esa noche de viernes una tormenta abatió a la comunidad indígena de San José La Majada, ubicada en el municipio de Juayúa, a 85 kilómetros de San Salvador, El Salvador. El padre Cecilio Pérez Cruz, como era costumbre, se sentó en su sillón, hizo sus oraciones y encomendó su alma al creador. La defensa por el medio ambiente lo puso en el ojo de los depredadores del cerro El Águila. Sabía que lo matarían, como ocurrió la noche del 17 de mayo de 2019. Tres sacerdotes y cuatro defensores ambientales dan fe de que el asesinato del presbítero “fue por proteger los bienes ambientales”, como lo afirma Juan Pablo López Beltrán, un defensor del cerro El Águila, quien fue perseguido, criminalizado y judicializado entre mayo de 2019 y mayo de 2021.
El asesinato del padre Cecilio silenció las voces de los defensores del cerro El Águila, disolvió al movimiento ambientalista de Juayúa, instaló el miedo y permitió que los depredadores siguieran talando este bosque nebuloso, hogar del águila negra crestada (Spizaetus tyrannus), una de las especies en peligro de extinción que habita en este cerro del municipio indígena de Juayúa, en el occidental departamento de Sonsonate. En la cosmovisión indígena, el águila representa un símbolo espiritual por su proximidad al sol. Según el documento Zonificación del Cerro El Águila, esta colina tiene una altura máxima de 2,020 metros sobre el nivel del mar (msnm) y una altura mínima de 1,620 de msnm; también, forma parte de la zona núcleo de la Reserva de la Biósfera Apaneca-Ilamatepec.
Para elaborar este reportaje fueron revisados seis expedientes en distintas instancias judiciales; se realizaron solicitudes de información al Ministerio de Agricultura y Ganadería, a la Fiscalía General de la República y a la Policía Nacional Civil; también fueron consultados los registros de organizaciones ambientalistas sobre cinco casos relacionados con la criminalización y persecución que sufren las personas defensoras en El Salvador.
Este trabajo periodístico muestra cómo la criminalización ocurre en diferentes momentos y casos. Como el reciente asesinato del padre Cecilio que, según fuentes presbíteras y de organizaciones sociales consultadas, ocurrió por denunciar la tala indiscriminada de árboles en el cerro El Águila, lugar que también está relacionado con la judicialización de Juan y Carlos, defensores de Juayúa, quienes fueron procesados por delitos con los que se suele encarcelara pandilleros en el país.
Otro caso examinado es el de la lucha antiminera en Cabañas, donde los defensores fueron reconocidos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y cuyas muertes oficialmente quedaron registradas como vínculos con pandillas. A los procesos de criminalización se suma el juicio por difamación en contra de Sonia Sánchez, defensora que se opuso a un proyecto urbanístico en Santo Tomás, judicialización promovida por Grupo Roble, empresa de la familia Poma, acusación de la que Sonia fue absuelta. Uno de los procesos que también demuestra el patrón de criminalización es el de los nueve defensores del agua en Tacuba, en Ahuachapán, perseguidos por la alcaldía bajo cargos de usurpación de inmuebles y hurto de fluidos durante cinco años y cuyo proceso judicial sigue vigente.
Todo esto ocurre ante la falta de un marco legal que reconozca a las personas defensoras del medio ambiente. Lo que ha permitido que el Estado salvadoreño criminalice y judicialice a defensores, vivos o muertos, usando como instrumento de persecución y criminalización los programas de seguridad pública como el Plan Control Territorial, que se permea legalmente en la figura delictiva “agrupaciones con pandillas” establecida en el artículo 345 del Código Penal, o la Ley Antiterrorista aprobada en 2006 y que desde entonces organismos internacionales como Human Rights Watch y la Corte Interamericana de Derechos Humanos advirtieron que eran mecanismos legales para criminalizar desde el Estado a defensores de derechos humanos.
La criminalización de defensores muertos también ha sido evidente en el feminicidio de Dina Yaseni Puentes, defensora de la Red de Ambientalista Comunitarios de El Salvador (RACDES). El 9 de agosto de 2018, Dina fue asesinada en el interior de su casa. La activista se encargaba de hacer educación ambiental y de denunciar los daños ambientales en su comunidad, pese a que había actividades que la asociaban con el trabajo de defensa ambiental su feminicidio fue procesado por “vínculos con pandillas”. Según la ecofeminista de RACDES, Adela Bonilla, la protectora ambientalista asesinada vivía en la zona que dividía al puesto policial y al territorio de pandilleros en el caserío Las Mesas, en Jujutla, en el departamento de Ahuachapán.
Un hecho de criminalización de personas defensoras muertas fue el asesinato de cuatro defensores antiminería en el departamento de Cabañas en 2009 y 2012, de los que la Fiscalía General de la República (FGR) cerró las investigaciones atribuyendo nuevamente “vínculos con pandillas” o “rencillas familiares”, que según las autoridades llevaron a contratar a sicarios de las pandillas. Con esas líneas de investigación el Estado ignoró la defensa ambiental en torno a cada asesinato.
La resistencia en contra de la minería empezó en 2002 con la llegada de Pacific Rim, ahora OceanaGold, que inició actividades de exploración de la mina El Dorado, en Cabañas. El abogado Héctor Berrios fue parte del movimiento en contra de la minería en Cabañas, que se formó desde 2004. Ahí conoció a los hermanos Marcelo y Ramiro Rivera, dos de los tres defensores asesinados en 2009. Durante los procesos judiciales previos y posteriores a los asesinatos, Héctor sufrió amenazas y ataques. Hoy, critica el manejo del sistema de justicia al tratarse de ataques contra ambientalistas y denuncia: “Es un hilo conductor histórico de nuestro país, que viene de las instituciones encargadas de investigar, encubrir y proteger a los autores intelectuales o financieros de grupos de sicarios”.
El defensor de derechos humanos y abogado, David Morales, estuvo al frente de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) cuando ocurrieron los asesinatos de los defensores antiminería. Él considera que los casos de Cabañas son solo un ejemplo de muchos otros asesinatos de ambientalistas en El Salvador, en donde las hipótesis de investigación responsabilizan a las víctimas como si se tratara de un problema personal. Esto ocasiona que otras teorías de posibles responsables intelectuales nunca se investiguen.
Doce años después del asesinato de Marcelo Rivera, ícono de los defensores de Cabañas, El Salvador avanzó en la teoría de justicia ambiental y se convirtió en referente latinoamericano por tener juzgados ambientales y por su vasta legislación ambiental, pese a esto aún sigue sin herramientas legales eficientes para proteger a las personas defensoras del medioambiente. El marco legal que podía reconocerles de manera oficial era el artículo 9 del Acuerdo de Escazú*, promovido por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), pero que el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, rechazó firmar para priorizar la construcción de viviendas.
El artículo 9 establece tres elementos fundamentales que deben asumir los países partes. “Reconocer, proteger y promover todos los derechos de los defensores de derechos humanos en asuntos ambientales”, describe el Acuerdo. El jefe de la Secretaría Técnica del Acuerdo de Escazú de la Cepal, Carlos de Miguel, añade que el pacto exige que “haya medidas de respuestas, es decir, que cuando haya personas asesinadas, haya las investigaciones correspondientes, las sanciones y se sigan los procedimientos que existen en todos los países de la región cuando hay actos criminales”.
El problema es mucho mayor a juicio del coordinador del Equipo Impulsor de Escazú en El Salvador, César Artiga, quien apunta que la “desidia estatal” sobre el tema ha llevado a señalar que “toda persona que tiene una posición crítica al modelo de desarrollo es considerada opositora o enemiga del gobierno”.
En ese contexto de desprotección, persecución, criminalización y judicialización es que las personas defensoras del medio ambiente realizan acciones para proteger principalmente el agua, denunciar la tala y urbanización de zonas de recarga hídrica, señalar la sequía y contaminación de fuentes de abastecimiento, y mantener el control de las juntas de agua que autogestionan el servicio desde las comunidades. Esas acciones son las que han llevado a que la criminalización estatal intente frenarles.
Ningún caso puede verse de manera aislada en El Salvador, donde se inician procesos judiciales, largos y tortuosos, para quienes defienden el territorio o el derecho a acceder a los recursos naturales.
Tacuba, en Ahuachapán, es otro ejemplo. Ahí, un municipio situado al occidente del país, a tan solo 33 kilómetros de Juayúa, nueve defensores son procesados desde 2016, luego de una demanda que les interpuso la misma alcaldía por un sistema de agua comunitario que data de 1995, y cuya administración recae en la Asociación de Desarrollo Comunal Bendición de Dios (ADESCOBD).
En esta comunidad se han denunciado conflictos por el agua y por el deficiente servicio que reciben. El proyecto comunitario de gestión del agua conocido como “Las siete comunidades de Tacuba” nació para beneficiar a las 940 familias de ese entonces, explica David Aguirre, defensor y uno de los que trabajó en la construcción del sistema. En 2005, el interés de la alcaldía municipal por tomar el control del agua fue evidente. “Con la idea de que entregara el sistema de agua, el alcalde no legalizó la junta directiva”, relata. El alcalde de Tacuba de esa época, Joel Ernesto Ramírez Acosta, detenido recientemente por homicidio, demandó a los defensores por el interés de la comuna de intervenir y apropiarse del sistema de agua comunitario.
Sobre este conflicto estuvieron al tanto la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, la Sala de lo Contencioso y la Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia, luego de que el 25 de agosto de 2009, en el Diario Oficial, se publicara que la administración pasaría a la municipalidad. Desde entonces, los defensores siguen con protestas, en medio de “constantes amenazas, hostigamientos y agresiones” como confirmó la PDDH en un informe en el que documentó el caso.
El 22 de julio de 2016, a la medianoche, seis de los nueve defensores fueron detenidos. A David Elías Aguirre, Tomás Humberto Zúniga González, Marco Antonio García Jiménez, Wilfredo Aguilar Rivera, Manuel Bertín Reyes y Celedonio Santos los sacaron de sus casas, algunos en ropa interior, y los subieron a una patrulla. Estaban confiados, nunca se imaginaron que irían por ellos. Tenían medidas cautelares, emitidas por el entonces procurador David Morales, pero no fueron respetadas. “A la misma hora nos llegaron a capturar a todos”, recuerda David Aguirre, defensor de 69 años, y uno de los que estuvo detrás del proyecto comunitario de agua desde sus inicios.
En una resolución emitida en diciembre de 2017, tomando en cuenta los expedientes AH-0005-2005 y AH-0062-2008 sobre el caso Tacuba, la PDDH determinó que en la detención los defensores “fueron tratados como criminales de alta peligrosidad”, omitiendo a totalidad su labor por la defensa del agua. “Nosotros estamos reconocidos como defensores del derecho humano al agua”, reitera Aguirre e insiste que tal reconocimiento ha existido, al menos, para la PDDH de David Morales y por la gente de su comunidad.
Durante la detención, tuvieron su primera audiencia hasta el 27 de julio de 2016, seis días después de haber permanecido en la bartolina de Atiquizaya, Ahuachapán. Quedaron libres, pero acusados de hurto agravado, hurto de energía o fluidos y usurpación de inmuebles. De los tres delitos, el primero sigue abierto y pendiente de juicio.
Para agilizar su proceso legal, los defensores de Tacuba cabildean un acuerdo con el alcalde recién electo del partido oficialista Nuevas Ideas, Carlos Milla. Para este reportaje, se buscó a través de correo electrónico y llamadas telefónicas a la alcaldía de Tacuba, para conocer si mantendrá la demanda por usurpación aún vigente en contra del grupo, pero no se logró respuesta.
Los defensores de Tacuba son ancianos, uno que otro roza los 80 años. El conflicto con la comuna les ha complicado la vida: no pueden aplicar a trabajos porque cargan con un antecedente legal para ser contratados en algún lugar, y ni hablar de los problemas de salud que esto les ha generado, según cuentan: “Estamos todos enfermos, a mí me dio un derrame cerebral”, relata David.
Cuando la justicia condena a los defensores
Antes de que las denuncias públicas por la tala del cerro El Águila llegaran a su punto máximo, en febrero de 2019, en sus homilías el padre Cecilio hablaba del tema ambiental y de los abusos de poder. Como buen seguidor del santo salvadoreño, Monseñor Romero, había creado las organizaciones de base de San José La Majada, con quienes también abordaba la problemática. “Actuó antes, actuó aisladamente, no estableció contacto con nosotros (movimiento ambiental), y tiene lógica porque ahí en La Majada están los dos puntos de acopio de estos madereros del cerro El Águila”, explica un defensor ambiental colaborador de la Unidad Ecológica Salvadoreña (UNES) y que por seguridad se identifica como Carlos Deras.
Los depredadores del cerro El Águila son diversos: van desde pandilleros que extraen madera ilegalmente, dueños de fincas que no cumplen con las guías que el Ministerio de Agricultura otorga para el aprovechamiento de la madera, y las mafias que han cooptado a la Policía, denuncian habitantes y defensores ambientales de Juayúa que prefieren el anonimato por temor a represalias.
El padre Cecilio fue una de las pocas voces que rompió con el silencio que genera el miedo a los saqueadores ambientales. Para esta investigación se analizaron seis audios de homilías del presbítero lo que confirmó que el sacerdote denunciaba las injusticias de “aquellos hombres que tienen el poder en sus manos y no aprenden a ser justos”. En las misas hablaba de los abusos de las empresas y empresarios, como del “espíritu inmundo que se ha vuelto dueño de las alcaldías”. “Saquemos los espíritus inmundos que se han apoderado”, decía el sacerdote frente a una feligresía que repetía con fervor sus palabras. “No podremos cambiar si aquellos hombres que tienen el poder en sus manos no aprenden a ser justos”, repetía constantemente el padre Cecilio.
Mientras el sacerdote sostenía estas críticas en público, en la Iglesia católica no hay un protocolo de protección para sacerdotes perseguidos, asegura el presbítero Antonio Rodríguez, conocido como padre Toño. “Muchos sacerdotes viven lidiando solos con problemas que tienen en los territorios. Entonces, tienes dos caminos: denunciar y atenerte a las consecuencias como Monseñor Romero, como Cecilio, o callarte y ser parte del problema”, dice.
El padre Toño ha sido el único en denunciar y mantener con el tiempo que el asesinato del clérigo Cecilio fue por defender el medio ambiente. Él cuenta que en febrero de 2019, en medio del boom de las denuncias por las talas del cerro El Águila y tres meses antes del asesinato, caminando por un centro comercial de San Salvador conoció al padre Cecilio. Esa mañana tomaron un café y tuvieron una plática de dos horas. “Hablamos de las juntas de agua, de las mafias que hay en el control de las fuentes del agua. Hablamos del agua y de los árboles casi todo el tiempo”, recuerda.
Aunque Cecilio no mencionó nombres, le dijo que se sentía “vulnerable” y con “miedo”. “Yo sentí que en ese momento estaba en el peor momento de su vida, en el tema de las amenazas, de las presiones, porque sí lo sentí con muchas ganas de hablar”, cuenta. Para el padre Toño, la frase de despedida marcó esa plática: “Me van a matar”, fueron las últimas palabras que el padre Cecilio le dijo en esa mañana de febrero. Tras el asesinato de Cecilio el 17 de mayo, el padre Toño fue el único en sostener públicamente que la mafia de la madera de Juayúa fue la que mató al padre Cecilio.
Bajo anonimato, un sacerdote de Sonsonate que conoció al padre Cecilio lo describe como una persona enérgica, tajante y enfática en la denuncia ambiental durante las misas. También, reconoce las fallas: “No podemos hacer luchas esporádicas solos; no han sido luchas articuladas y nos enfrentamos a un monstruo que mata, que tiene todos los recursos”. El sacerdote también critica el “silencio eclesial” con el que se ha manejado el asesinato de Cecilio por parte de la iglesia católica en general.
Para esta investigación se solicitaron entrevistas con el Arzobispo de San Salvador, Monseñor José Luis Escobar Alas, y con el obispo de la Diócesis de Sonsonate, Monseñor Constantino Barrera Morales. Las asistentes de ambos afirmaron que se comunicarían con este equipo, pero hasta el cierre de esta investigación, no ocurrió.
La única persona de la iglesia que brindó información fue Claudia Soriano, abogada de Tutela de Derechos Humanos del Arzobispado de San Salvador. Ella explica que en un inicio se consideró que Tutela Legal y el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (Idhuca), harían la defensa del caso del padre Cecilio, sin embargo, para que no se “entorpeciera” o “viciara el proceso” explica que “la iglesia optó por dejar que quien ejerciera las acciones pertinentes fueran las instituciones del Estado, en este caso, la Fiscalía”, detalla.
Los asesinos del padre Cecilio dejaron sobre el cadáver el mensaje escrito “no pagó la renta”, por lo que la primera hipótesis que se manejó en los medios de comunicación sobre el magnicidio fue que era un crimen de pandillas. Sin embargo, esa hipótesis fue descartada por la Iglesia y por el director de la Policía Nacional Civil en ese momento, Howard Cotto. “Sin ser concluyente, aparentemente este hecho no tiene que ver con acciones de los grupos criminales de pandillas, sino que obedece a otras circunstancias, no puedo dar más información”, expuso a los medios de comunicación el exdirector policial.
En este momento, la Cámara de la Segunda Sección de Occidente analiza la apelación al fallo que condenó a 25 años de cárcel al sacristán, Abraham Heriberto Mestizo Pérez, acusado de matar al padre Cecilio. El expediente tiene reserva, sin embargo, en una de las audiencias, Mestizo reclama que: “Solo porque soy el sacristán piensan que yo soy (el asesino)”. Por su parte, la Fiscalía calificó la condena como un logro de “efectividad en la persecución del delito”, aunque no estableció el móvil del crimen y basó el caso en pruebas científicas que incriminan al sacristán.
Ante esto, el defensor ambiental Deras y el padre Toño creen que el sacristán fue utilizado para cometer el crimen, ya que además de tener el control de las llaves en la casa parroquial, Mestizo Pérez es hijo de una líder indígena que conocía los pasos de los ambientalistas en Juayúa. “Seguí las investigaciones, me di cuenta de la captura del sacristán, compré los medios de comunicación, vi cómo había sido abierta la puerta, cómo lo habían matado, cómo lo habían dejado. Entonces, pude corroborar una vez más que me parece que fue un niño al que utilizaron y le pagaron para hacer esto. Me parece que pagaron poco con una persona bastante vulnerable y me imagino que el mismo muchacho que lo mató, también fue amenazado. Estaba amenazado, me imagino que al sacristán lo amenazaron: o lo haces o te matamos a ti”, concluye el padre Toño.
Bajo anonimato otros defensores también aseguran que el padre Cecilio participó activamente en marchas de la iglesia católica en contra de las talas de otros bosques. Juan, el defensor judicializado de Juayúa, recuerda haber subido al cerro El Águila con el sacerdote.
El 23 de abril de 2021, a casi dos años del asesinato del padre Cecilio, Juan vuelve a subir el cerro El Águila, en Juayúa. Este municipio de Sonsonate es uno de los diez lugares con altos índices de violencia en El Salvador que la embajada de Estados Unidos recomienda no visitar. Tras dos años de ser perseguido, criminalizado y judicializado, con un grillete electrónico en su pie izquierdo, Juan camina sobre la alfombra de aserrín fresco que dejaron los taladores de los árboles derrumbados, a la entrada del cantón El Portezuelo, varios eran cipreses. “Ahora ya no se esconden, lo hacen a la vista de todos”, lamenta el defensor.
Juan recoge del suelo un poco de Calaguala (Polypodium sp) una especie de helecho que se distribuye por Centro y Sur América y que el defensor describe medicinal. Tiradas en el suelo junto a los cipreses también están decenas de bromelias (Tillandsia yunckemi). El biólogo salvadoreño, Néstor Herrera, identifica a la bromelia, una planta que comúnmente se conoce como Gallito, y que según el listado oficial de especies en amenaza y peligro de extinción de El Salvador está en estado “amenazado”.
En abril de 2021, Juan registró nuevas talas en el cerro El Águila. Foto: Carolina Amaya
Juan recoge algunos de los frutos de los árboles talados en el cerro El Águila. Foto: Carolina Amaya
El defensor ve los árboles marcados para ser talados en el cerro El Águila. Foto: Carolina Amaya
De cerca se escucha el sonido de motosierras; Juan, sin miedo o con él, sigue recorriendo el área afectada. El defensor ambiental lleva más de seis años denunciando la tala en la zona de montañas y ríos denominada Reserva de Biósfera Apaneca-Ilamatepec. En 2015, como guía turístico de la Unión Ecológica de Turismo Rural (UECOTOURS), Juan se dio cuenta de que “las siete cascadas”, nombre del tour que ofrecen, disminuyeron su caudal y con un grupo de diez defensores de distintos puntos de Juayúa crearon ProNatura, un colectivo ambientalista para vigilar el cerro.
Entre 2018 y 2019, Juan y otros miembros de ProNatura hacían recorridos por el cerro, paraban camiones con madera; también fueron los rostros visibles de las denuncias por las talas de los cerros El Olimpo, Joya Helada y El Águila.
Después del homicidio del padre Cecilio, dos defensores del cerro El Águila denunciaron a ProNatura y a la UNES la “persecución policial”, pero nadie les hizo caso. El defensor anónimo de la UNES confirma la denuncia, así como, Víctor Rodríguez, defensor de derechos humanos del colectivo Los Siempre Sospechosos, quien acompañó a ProNatura desde su creación.
Rodríguez recuerda que el grupo había logrado articular y amplificar la denuncia ambiental, pero “de repente, empezaron a decirnos que estaban siendo perseguidos por la Policía. Sobre todo Juan, ‘mirá, nos está persiguiendo la Policía’, ‘nos andan persiguiendo’”. “Creo que no se le dio la relevancia en su momento de lo que estaba pasando, para poder evitar todo este proceso que tuvieron que pasar”, lamenta.
Finalmente, el 29 de octubre de 2019, Juan y Carlos, otro defensor que guarda su verdadero nombre por seguir en el proceso penal, fueron capturados en una redada bajo los cargos de “organizaciones terroristas” y “limitación a la libertad de circulación”, dos delitos con los que se procesan a pandilleros en el país. “Aquí en El Salvador esto sucede: usted se vuelve ambientalista, protector del medio ambiente, y usted ya es un criminal”, reclama Juan.
Para Carlos, ellos fueron víctimas de un récord de capturas que la Policía Nacional Civil cumple: “Era por el bono, para que ellos digan que hacen una buena labor, un buen trabajo, pero han metido a personas inocentes”. En la redada también capturaron a cinco colaboradores de la UECOTOURS: Edenilson Eduardo Cruz Hidalgo, de 27 años; Francisco Javier Santos García, de 23 años; Mario Edgar Arauz Ortiz, de 62 años; Rafael Alfredo Santos, de 52 años; y Jaime Arístides Escobar, de 32 años.
El proceso penal lleva casi dos años en contra de guías turísticos y defensores del cerro El Águila en el Juzgado Especializado de Instrucción de Santa Ana. En 2020, dos de los cinco guías turísticos murieron en la cárcel esperando la audiencia preliminar: Rafael Alfredo Santos, directivo de UECOTOURS, y Jaime Arístides Escobar, que se encargaba de limpiar los ríos y reciclar dentro de la misma organización de turismo comunitario, explica Juan.
Para pagar un abogado y la fianza, Juan vendió su casa, el único bien material que tenía. Carlos logró pagar gracias a un pequeño negocio familiar. Ambos defensores salieron de las bartolinas con un grillete electrónico que limita su circulación.
Luis Bernardino, defensor ambiental de Juayúa y parte de ProNatura, confirma la defensa ambiental de Juan y Carlos en los cerros Joya Helada, El Olimpo y El Águila, pero limita sus opiniones sobre los dos defensores judicializados, para no afectar el proceso penal. Bernardino señala la falta de apoyo de la UNES y otras organizaciones civiles, y piensa que han visto el tema con miedo y poca solidaridad. “No hemos tenido la valentía como grupo ambientalista de sentarnos con ellos y conocerlos más a fondo”, explica.
La UNES reconoce a Juan y Carlos como líderes de Juayúa, pero desconocía sus contextos personales y trayectoria en la defensa ambiental. Por eso decidieron esperar a ver “cómo funciona la institucionalidad, considerando que estas personas estaban en libertad”, explica Luis González, director de incidencia de la UNES.
Pero a Juan y Carlos no solo los abandonó el movimiento ambientalista, también la comunidad los estigmatizó y el Estado los condenó. En la audiencia preliminar del 29 de abril de 2021, Manuel Lorca, el abogado que Juan contrató para su defensa, no llegó. Para no alargar el proceso judicial, el ambientalista le pidió a otro abogado que lo representara. La propuesta fue simple pero condenatoria: los abogados defensores habían negociado el proceso abreviado con la Fiscalía. “Si aceptas eso, te represento”, le dijo el nuevo abogado. Juan accedió. El proceso abreviado implica una reducción de la pena, a cambio de que el imputado reconozca el delito. Juan aceptó ese proceso.
Para admitir el proceso abreviado durante la audiencia el juez Especializado de Instrucción, Tomás López Salinas, cambió el delito de “organizaciones terroristas” a “agrupaciones ilícitas” que permite “el beneficio”. Esa mañana, frente al juzgado, Juan no se guarda la felicidad de haber cerrado lo que para él ha significado un martirio. Se lo ganó por andar de “ambientalista”, dice. Pese a todo el litigio que inició en octubre de 2019 con una redada en el caserío La Unión, de Juayúa, Juan mantiene intactas las ganas de seguir “como ambientalistas vamos a ir más fuerte, porque están talando todavía. Le digo a (Nayib) Bukele que su Plan Control Territorial es una farsa”.
Juan abraza a su esposa al salir de la audiencia preliminar en la que fue condenado por el delito de agrupaciones ilícitas. Foto: Carolina Amaya
Pasaron 15 días para que Juan se liberara del grillete, ahora ya no camina con ese sensor que informaba a las autoridades dónde estaba y que le obligaba a mantenerse en comunicación con las autoridades penitenciarias. Y aunque está contento porque su pena será realizar “3,000 horas sociales en trabajos ambientales”, el defensor todavía es víctima de la criminalización y judicialización, porque vendió su casa para pagar el abogado, que lo abandonó en medio del proceso, ahora el defensor y su esposa, dos personas de la tercera edad, viven desplazados y en situación de calle. En la zona el trabajo en el turismo ha disminuido por la pandemia y por el aviso de la embajada de Estados Unidos sobre Juayúa. Ahora, Juan pide ayuda para salir de esta crisis económica.
Por ese caso y el de los otros defensores en el país, el abogado penalista especializado en derechos humanos, Dennis Muñoz, sostiene la importancia de reconocer a los defensores de derechos humanos, pero “bajo una ley, un protocolo o un estándar; de lo contrario ¿qué les va a quedar a los defensores de una colectividad en este país?”, se pregunta y añade que “los van a criminalizar y nunca se va a ver que esas atribuciones son los réditos que obtienen en virtud de la defensa de los derechos humanos de los demás”.
Por su parte, el defensor de derechos humanos, Víctor Rodríguez insiste en la “inocencia” de ambos defensores del cerro El Águila y argumenta que la situación de las personas privadas de la libertad es incierta con el actual gobierno. Por eso, no juzga la decisión de Juan de recurrir “a lo menos peor” que es aceptar la culpabilidad para evitar la cárcel. “Hoy (29 de abril) se cumplen 443 días de que los familiares de los privados de libertad no saben nada de las personas que están detenidas; dos personas de las que estaban en este proceso (con Juan y Carlos) murieron en la cárcel y no saben por qué fue, no les dieron detalles”, critica.
Para el entonces director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA (Idhuca), Manuel Escalante, esto es una alerta, como lo explicó a este equipo en una entrevista el 18 de marzo de 2021. “¿Por qué es peligroso o preocupante esto?”, cuestiona Escalante sobre la lógica de que el Estado, en lugar de darle la razón a unos y a otros, “debería de buscar la manera de equilibrar esas relaciones, pero teniendo como fundamento la protección del medio ambiente como estrategia de proteger la colectividad”. En ese sentido, explica Manuel, si el Estado se presta a la criminalización de personas defensoras, el Estado está incumpliendo su finalidad de proteger el entorno y la colectividad. “El Estado en lugar de atacar a quienes protegen la colectividad y protegen el entorno, debería de protegerlos”, añade.
En esta investigación se abordó la tala del cerro El Águila como un caso complejo visto en tres instancias judiciales de diversa índole. Para ello se revisaron expedientes en el Juzgado Ambiental de Santa Ana, que vio el daño ambiental y las responsabilidades de los dueños de las fincas taladas; la Cámara Ambiental de San Salvador, que procesó al Estado salvadoreño y a los exministros de Medio Ambiente y Agricultura por “omisión en sus funciones”; así como el Juzgado Especializado de Instrucción de Santa Ana en donde se llevó el caso de los dos defensores del cerro que fueron judicializados con delitos penales.
En la Cámara Ambiental el caso llegó a través de una denuncia hecha por la firma de abogados ambientales, AEPROTERRA, en contra del Estado salvadoreño representado por la Fiscalía, la exministra de Medio Ambiente, Lina Pohl, y el exministro de Agricultura, Orestes Ortez; todos procesados por omisión en sus funciones. “Lo que ellos han hecho durante su estadía en los ministerios es dejar hacer, dejar pasar, dejar que cualquier persona que quiera construir o deforestar en sus terrenos lo haga y esto trae un gran daño a la sociedad en general porque estamos dejando de percibir el bienestar que nos dan estos árboles”, explica Gerardo Landaverde, uno de los abogados de AEPROTERRA.
La Fiscalía y abogados defensores de los exministros de Agricultura y de Medio Ambiente se instalan en el juicio de responsabilidad civil en su contra.Foto: Carolina Amaya
Después de realizar dos veces el juicio de responsabilidad civil, la Cámara Ambiental condenó al exministro de Agricultura por “omisión de sus deberes legales de control de la actividad forestal en plantaciones forestales privadas”, también condenó al Estado Salvadoreño “como garante subsidiario”, es decir, que el Estado asumirá la responsabilidad del funcionario condenado si éste no responde por los daños ambientales, agrega Landaverde.
La exmagistrada de la Cámara Ambiental, Cesia Romero, dio su voto en contra de ese fallo al considerar que el Estado “no puede cargar con la responsabilidad que le corresponde a otro que se aprovechó de la actividad, que se aprovechó del daño que causó otro y que el Estado termine asumiendo esos costos con dinero público”, cuestiona.
Ese fallo absuelve de la tala a la exministra Lina Pohl, quien ahora tiene una orden de captura por parte de la Fiscalía por el lavado de 177 mil dólares en la gestión del expresidente Salvador Sánchez Cerén. El exmagistrado propietario, Samuel Lizama, explica que uno de los argumentos para absolver a Pohl fue que “no es posible condenar a un funcionario sobre la base de un deber genérico”, como el que establece el artículo 117 de la Constitución “es deber del Estado proteger los recursos naturales”, es decir, no podían condenar a Pohl bajo un deber general.
La criminalización desde la Fiscalía
Era 12 de junio de 2009. La lucha contra la minería metálica en Cabañas se robustecía, desde su inicio en 2004, así como la intención de explotación minera de Pacific Rim, ahora OceanaGold, la empresa canadiense que había logrado arraigarse en la zona a través de acercamientos con autoridades gubernamentales, alcaldes, líderes comunitarios, maestros y la misma comunidad. Ese día, desapareció Marcelo Rivera, de 37 años, reconocido defensor del medio ambiente.
La empresa dividió a la comunidad. Diversos defensores afirman que hubo grupos en favor y en contra, por “conflictos, división, represalias y enjuiciamientos”, recuerda Vidalina Morales, defensora ambiental que forma parte de la Asociación de Desarrollo Económico y Social de Santa Marta (Ades). Los defensores identifican un evento previo a la desaparición de Marcelo: días antes, en una reunión personal de la empresa minera mostró las fotos de los defensores ambientales y los señaló como los que se oponían al desarrollo de Cabañas. El 30 de junio de 2009, el cuerpo de Marcelo fue encontrado por los mismos pobladores en Agua Zarca, un cantón de Ilobasco, a 18 kilómetros de San Isidro. La autopsia reveló que Marcelo murió de asfixia por estrangulamiento.
La Fiscalía cerró la investigación de Marcelo como un “logro institucional” en su memoria de labores 2010-2011, al determinar que el ambientalista “tenía un vínculo de amistad y amoroso con un pandillero de la Mara Salvatrucha, que lo llevó a su muerte”. Las investigaciones fueron lideradas por Rodolfo Delgado, exjefe de la Unidad Especializada de Delitos de Extorsión y Crimen Organizado de la Fiscalía, y actual fiscal general impuesto por la Asamblea Legislativa, dominada por el partido del presidente Bukele, Nuevas Ideas. Pero, los asesinatos no fueron investigados como delitos de crimen organizado u otro delito complejo, es decir que integre varios hechos delictivos y cuyas penas son aún más graves.
Diversos grupos ambientalistas cuestionaron la actuación que desempeñó el ahora fiscal general Delgado, al reducir las muertes de los cuatro ambientalistas de Cabañas a crímenes de pandillas. “Querían tapar todo indicio de complicidad con la empresa minera”, insiste Vidalina. Aunque hubo detenciones, seis personas procesadas por el crimen de Marcelo, la Mesa Nacional Frente a la Minería Metálica (MNFM) —creada en el 2005 para cerrar filas, aglutinando a diferentes movimientos ambientalistas— repetía una y otra vez la exigencia de perseguir a los autores intelectuales, pero no ocurrió.
Las autoridades fiscales no investigaron ni tuvieron la voluntad, critica el abogado Héctor Berríos y cuestiona que “al contrario, se tergiversó al dar unas declaraciones contrarias a las que decía Medicina Legal y eso puede dar un panorama para lo que se puede esperar ahora”.
Uno de los patrones usados para invisibilizar la defensa ambiental es el desprestigio. En el caso de Marcelo se dijo “fueron pandilleros”, que fue “por su orientación sexual”, “nunca aceptaron que la muerte de Marcelo tenía que ver con la lucha del derecho al agua y contra la minería metálica”, sostiene María Silvia Guillén, presidenta de la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho (Fespad). En este caso tampoco se responsabilizó a las autoridades del Estado salvadoreño como la Policía, Fiscalía o alcaldías, cuestiona Guillén.
La lucha de Vidalina y de la comunidad no desistió con el asesinato de Marcelo. Al contrario, se redobló el activismo, pero volvió a sufrir un nuevo golpe: el asesinato de Ramiro Rivera, otro ambientalista, hermano de Marcelo. El 20 de diciembre de 2009, fue atacado a balazos mientras conducía su vehículo en Ilobasco. Tenía medidas cautelares que lo mantenían con seguridad policial. De nada sirvieron. Seis días más tarde, Dora Sorto, de 32 años, defensora y educadora ambiental, madre, y embarazada de ocho meses, también fue atacada a balazos. Ella falleció, y su crimen como el de Ramiro, tampoco fueron investigados.
En junio de 2012, asesinaron a David Alexander Urías, un joven ambientalista e hijo de Lidia Urías, una de las primeras personas en denunciar los impactos negativos de la minería en Guacotecti, Cabañas. Lidia esperó justicia para el asesinato de su hijo por un año y medio, pero tuvo que salir desplazada por las amenazas que recibía. Con el tiempo volvió al país para continuar con la defensa ambiental, aunque el asesinato de su hijo David quedó impune, al relacionarlo como un crimen de pandillas.
“La situación es muy complicada para cuidar al medio ambiente”, explica Yanira Cortez, exprocuradora adjunta de medio ambiente de la PDDH, quien estuvo a cargo de casos como la contaminación por plomo en la exfábrica de Baterías Record, los casos de defensores de Cabañas y Tacuba, entre otros. En El Salvador, asegura, han existido “casos que no son muy públicos, de gente que está con protección en otros países por haber defendido los bienes naturales”.
Los asesinatos ocurridos en Cabañas son de los pocos que han trascendido a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Su caso quedó registrado en el Segundo Informe sobre la situación de Defensoras y Defensores de Derechos Humanos en las Américas, de 2011. En este documento, la CIDH reconoció lo que ni el Estado de El Salvador ha hecho: registrar los cuatro asesinatos por oponerse al desarrollo de la industria minera en El Salvador.
Cuando ocurrieron los crímenes de los defensores de Cabañas, el abogado David Morales estaba al frente de la PDDH. Él recuerda que la Fiscalía estigmatizó y descartó “la posibilidad de una violencia extralegal ocasionada o motivada desde empresas poderosas”. Por eso, sostiene que “el sistema de justicia muy fácilmente se puede convertir en un aparataje de encubrimiento para favorecer la impunidad”, también lamenta la actuación de todo un sistema, en donde el papel de la Fiscalía y la Policía es arbitrario al perseguir a quienes denuncian.
Se solicitó una entrevista a través del equipo de comunicaciones de la Fiscalía General de la República y de la Policía Nacional Civil para conocer sobre el manejo que hacen de los casos de los defensores que aparecen en esta investigación, pero al cierre de esta edición tampoco se obtuvo réplica de ninguna institución.
A través de la Unidad de Acceso de la Fiscalía también se solicitó la resolución final de las investigaciones fiscales por los asesinatos -con nombre y fecha del crimen- tanto de los defensores de Cabañas, Marcelo Rivera (asesinado el 18-07-2009), Ramiro Rivera (20-12-2009), Dora Sorto (26-12-2009), David Urías (30-07-2012); como de la defensora de Jujutla, Dina Puentes (09-08-2018); y del padre Cecilio Pérez (18-05-2019). Se pidió detallar el móvil de los asesinatos, los nombres de las personas detenidas por cada caso y las sentencias condenatorias. La Unidad, a través de la resolución con referencia 302-UAIP-FGR-2021, respondió a este equipo que dar información estaba “fuera del alcance” jurisdiccional.
Las consecuencias de la desarticulación del movimiento ambiental
En Santo Tomás, un municipio ubicado al sur de San Salvador, Sonia Sánchez se para frente a uno de los portones de Sierra Verde -bautizado en un inicio como Brisas de Santo Tomás-, proyecto urbanístico construido en 2015 por el Grupo Roble, que forma parte del conglomerado empresarial de la familia Poma. Sánchez, de 41 años, es madre, una de las fundadoras del Movimiento de Mujeres de Santo Tomás, defensora del medio ambiente y fue llevada a juicio por su lucha ambiental en el 2016.
Se toma unas fotografías en el lugar donde protestó por primera vez el 16 de abril de 2015, cuando se enteraron de que la empresa inmobiliaria tenía luz verde para talar árboles y construir viviendas. Sonia se organizó con otras mujeres para frenar la obra. Se plantaron frente al portón y protestaron contra la construcción no solo por la tala de casi 1,200 árboles, sino porque estaban conscientes de que este complejo urbanístico que comenzó con 416 viviendas dejaría sin agua en un corto plazo a las familias de Santo Tomás por tratarse de una zona de recarga hídrica, de acuerdo con estudios previos hechos por el mismo Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales como por organizaciones medioambientales. En 2020, la pandemia Covid-19 desnudó la crisis hídrica del populoso Santo Tomás.
Desde 2015, Sonia denunció ante los medios el proyecto y sostuvo que Grupo Roble no contaba con los permisos de construcción de la obra. “Fueron otorgados en el 2009, con vigencia de un año para iniciar el proyecto, y lo han iniciado en el 2015, entonces tiene ya bastante tiempo de no estar vigente este permiso”, decía. Esas declaraciones fueron la razón para procesar a Sonia y someterla a juicio porque la empresa la acusó y la puso ante los tribunales por los delitos de coacción, difamación y calumnia. Aquella declaración en medios fue incorporada en uno de sus dos expedientes judiciales, procesos que llevó en el Tribunal Primero de Sentencia y el otro en el Tercero de Sentencia del Centro Isidro Menéndez de San Salvador.
Ya en la casa de la organización que sigue liderando, sentada, con calma, habla con toda libertad sobre los casos que enfrentó. Para ella, los procesos nunca fueron contra Sonia Sánchez, sino contra el movimiento ambiental. “Eran (las demandas) contra los que defendemos el territorio”, advierte porque de ser ella demandada o condenada, podrían hacer lo mismo contra otras personas.
El argumento de Sonia sobre el permiso ambiental vencido fue retomado por el juez José María Zepeda Grande, del Tribunal Primero de Sentencia, al emitir el siguiente veredicto: “Estas expresiones no constituyen un hecho delictivo”. En la resolución 214-2-15, el juez Zepeda Grande, mismo que estuvo a cargo con los exmagistrados de la Cámara Ambiental del juicio del cerro El Águila, dejó por escrito que el documento extendido en 2009 por el Ministerio de Medio Ambiente para que Grupo Roble iniciara con el proyecto Brisas de Santo Tomás sólo tenía vigencia de un año. Sonia fue absuelta en agosto de 2016.
Para esta investigación se solicitó una entrevista con Grupo Roble, a través de la agencia de comunicaciones, para conocer sobre el proyecto desarrollado y la denuncia contra Sonia Sánchez. Sin embargo, nos remitieron al expediente judicial ya los permisos que les fueron dados, al ser “información de carácter pública”.
Mientras tanto, en la comunidad de Santo Tomás veían la demanda en contra de Sonia como “un debilitamiento en la lucha organizativa”, explica la ecofeminista como ella misma se describe hoy.
A ella se le criminalizó, como se han criminalizado otras luchas como la de Tacuba y el acceso al agua o la del cerro El Águila contra la tala de una zona de recarga hídrica. Así lo denuncia la presidenta de Fespad, María Silvia Guillén: quien dice que si bien puede que este no sea un momento para matar ambientalistas, sí lo es para sacarlos de la lucha a través de procesos judiciales largos o llevándolos a la cárcel. “Esa es la forma en la que se ha venido desarticulando el movimiento ambientalista”, lamenta Guillén.
La criminalización contra personas defensoras en general es una de las estrategias de ataque para frenar distintas luchas, según Manuel Escalante, y añade que esta es una técnica usada por el mismo sistema de justicia como por el Estado que obstaculiza el trabajo que personas defensoras hacen. “Que lo hagan otros es parte de las herramientas que tienen, pero el problema es cuando el Estado acepta esas narrativas de criminalización y comienza un proceso para tratar de limitar las libertades o sancionar a estas personas”, enfatiza Escalante.
El defensor de Tacuba, David Aguirre, sabe bien de ese golpe a la comunidad provocado por la criminalización. Desde que iniciaron los ataques en contra de quienes defienden el agua en Tacuba, el suministro del recurso natural a las familias no solo ha bajado, sino que los costos por los que pagan por ella han subido, dice. Esto también lo confirma la PDDH en la resolución emitida en diciembre de 2017 sobre el caso Tacuba.
La administración de la junta de agua es un tema que han intentado arreglar con la administración actual de la alcaldía de Tacuba para garantizar el acceso al recurso hídrico como un día lo fue. Pero, el proceso judicial que ahí viven los defensores los ha enfermado y les tiene sin poder lograr un trabajo digno como le pasa a David, quien no gana más de cinco dólares diarios. Estas son algunas de las consecuencias de la criminalización que viven. Este proceso judicial -como muchos otros- puede verse afectado con la aprobación del Decreto Legislativo 144, que reforma la Ley de la Carrera Judicial y que fue impulsado el 31 de agosto por el grupo parlamentario oficialista del partido Nuevas Ideas. El decreto ordenó la destitución de jueces arriba de 60 años de edad y con más de 30 años de carrera. “Una destitución masiva no hace sino profundizar la ausencia de garantía (judicial). De ahora en adelante la criminalización puede agudizarse e incrementarse”, enfatiza David Morales, abogado y defensor de derechos humanos.
Pero no solo eso, con la entrada en vigencia del Decreto 144 se desmanteló a la Cámara Ambiental de San Salvador, cuyos magistrados propietarios, Samuel Lizama y Cesia Romero, habían frenado daños ambientales y ataques a defensores ambientales como en el caso del río Sensunapán. En esa ocasión, los magistrados desestimaron la petición del representante legal de Sensunapán S.A. de C.V., quien mediante una oficio ingresado a la Cámara el 3 de marzo pasado, señalaba a los defensores ambientales indígenas, Francisco Pulque y Enrique Carías, de estar “mintiendo, creando falsos sitios ceremoniales, señalando riesgos ambientales inexistentes y más”, detalla el escrito.
Para César Artiga, del Equipo Impulsor de Escazú en El Salvador, este nuevo escenario de “depredación ambiental y persecución de defensores” pone en evidencia las verdaderas razones por las que el presidente Bukele no firmó el Acuerdo de Escazú. “Ahora, lo poco que teníamos que era la Cámara, que estaba siendo ese ente de contención, se lo han tomado. Así que el escenario que se viene es de mucha lucha, de mucha conflictividad en los territorios y de denuncias, de exabruptos y violaciones del Ejecutivo”, advierte Artiga.
La crisis en el sistema judicial complicará los procesos legales en contra de defensores ambientales con una Fiscalía General de la República y Corte Suprema de Justicia cooptadas por el Ejecutivo, pues es la puerta abierta para una “casi absoluta impunidad”, menciona Morales.
Mientras tanto, David Aguirre vive, una continua espera de su audiencia en donde se definirá si pasa a juicio o si son absueltos él y los defensores de Tacuba. Lo último que supo es que quedó programada para diciembre. A la espera de que la fecha llegue, David tiene clara cuál es su batalla por el agua: “Aunque sea con sufrimiento, hay que seguir defendiendo esto”.
* Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, más conocido como Acuerdo de Escazú, adoptado el 4 de marzo de 2018 en la ciudad costarricense de Escazú.