El porcentaje de alumnos que aprobó el año pasado las pruebas de acceso a la universidad fue del 93,9%, la cifra más alta de la historia de estos exámenes que nacieron a principios de los setenta para que los aspirantes “acrediten de manera suficiente la vocación, conocimientos y preparación necesarios en orden a asegurar la eficacia de la enseñanza en estos niveles”. Ese casi 94% es el porcentaje global, sumando los resultados recopilados por este periódico de los exámenes ordinarios (que aprobó el 95,9%) y los de repesca (78,4%). En total, se presentaron casi 240.000 estudiantes de los que 224.977 pasaron el corte.
Lo hicieron tras enfrentarse a un examen de selectividad (en su nombre clásico, hoy más conocida como EBAU) con reglas suavizadas por el contexto de pandemia: en lugar de elegir entre dos modelos de examen en cada prueba como en años anteriores (cada uno con cuatro preguntas), los estudiantes tenían ocho preguntas entre las que podían contestar las cuatro que quisieran. Javier M. Valle, profesor de educación comparada de la Universidad Autónoma de Madrid, cree que, además, se ha tendido a facilitar las pruebas a los estudiantes también en lo que se refiere “a la elección concreta de [las preguntas de] los exámenes” y a “los criterios de evaluación de los propios correctores”. Alejandro Veas, profesor de Psicología Evolutiva y Didáctica de la Universidad de Alicante, opina además que se están viendo los resultados de una mejora en la forma de dar clase en el bachillerato, gracias al impulso de la formación permanente y al cambio generacional iniciado en el profesorado. “Hay una mayor unión entre la forma en la que se están enseñando las materias y la forma en la que al alumno le gusta aprender”, asegura.
Ese contexto favorable del que hablan Valle y Veas fue muy parecido en 2020, cuando se puso por primera vez en marcha este formato más sencillo de selectividad. Sin embargo, entonces el porcentaje de aprobados no creció, sino que se redujo ligeramente respecto al año anterior, pasando del 92,3% al 92%. Hay que tener en cuenta que el alumnado llegó a aquella prueba tras dos meses de confinamiento estricto y un trimestre de cierre de los centros educativos. Además, el rediseño de la prueba no se dio a conocer hasta abril, de forma que ni los estudiantes ni el profesorado tuvieron mucho tiempo para preparar el nuevo modelo de forma específica. Y, probablemente lo que más influyó, el número de chavales que se presentaron aumentó mucho: se examinaron 243.217 (20.195 estudiantes más que en 2019 y 8.637 más que en 2021), debido al llamamiento de las autoridades educativas para que los institutos fueran indulgentes en la evaluación final del bachillerato con los alumnos para compensar la situación de emergencia que habían vivido.
En general, la decisión de suavizar la prueba por las dificultades extra que la pandemia está poniendo en el camino de los alumnos no ha sido muy discutida. Ismael Sanz, profesor de Economía de la Universidad Rey Juan Carlos, recordaba en estas páginas, en un artículo sobre la espectacular bajada del abandono escolar temprano en 2021, un estudio de dos profesores de la London School of Economics que en 2008 mostró que durante las movilizaciones de Mayo del 68, en Francia, también se facilitó la promoción y el acceso a la universidad. “Analizaron la trayectoria de los jóvenes que probablemente en otras circunstancias no hubieran accedido a la universidad y les siguieron en el tiempo. Y lo que observaron es que esos alumnos tuvieron un buen desempeño académico posterior y en el mercado de trabajo”.
Lo que sí ponen en cuestión numerosos especialistas es la propia prueba, bien por la injusticia que puede suponer la diferencia de dificultad de los exámenes de las mismas materias en distintas comunidades —“sigue habiendo desajustes”, señala Veas—, bien por su mera existencia, como plantea el profesor Valle: “Ni gusta a nadie ya, ni sirve para nada. No convence a profesores, ni a estudiantes, ni a padres, ni a universidades…”, asegura.
Una prueba discutida desde el primer día
La selectividad ha sido, de hecho, una prueba discutida desde el primer día, pero la falta de consenso en torno a las alternativas la ha mantenido con vida durante casi cinco décadas. Muchos especialistas defienden que su eliminación generaría más problemas, debido a su efecto igualador de las calificaciones del alumnado.
El porcentaje de aprobados, por otra parte, ha ido aumentando de forma progresiva desde que el actual sistema de acceso a la universidad se implantó en los años setenta. En aquella década, el porcentaje no llegaba al 70% (el año 1978 fue especialmente duro; solo aprobó el 45,8%). A partir de entonces, la proporción fue creciendo lentamente, aunque la comparación plena con lo que sucede hoy día solo es posible a partir del año 2010, cuando empieza a estar disponible el porcentaje de aprobado sobre presentados al examen (anteriormente el porcentaje que puede consultarse es el de alumnos aprobados sobre matriculados en la prueba, que siempre es un poco más bajo).
Javier M. Valle rechaza argumentos frecuentes en favor de estas pruebas. Por ejemplo, se refiere al miedo a que las escuelas privadas puedan inflar las notas de sus alumnos de bachillerato, de modo que estén en mejor posición para acceder a las carreras más demandadas: “La nota media de los alumnos de la privada [en selectividad] es más alta que la de los de pública, sus notas no están infladas”, defiende Valle. Asimismo, recalca que la organización de las pruebas de acceso a la universidad es muy cara y que, con porcentajes de aprobados por encima del 90%, no sirven para seleccionar al alumnado que entra a los campus. Admite, eso sí, su labor para ordenar la entrada en la universidad a través de las notas medias —cuando hay más aspirantes que plazas para entrar en una carrera de la universidad pública, entran los que tengan mejor calificación —, pero prefiere otras alternativas, como tener en cuenta las calificaciones de años anteriores al bachillerato. O dividir la prueba en más de un curso, haciendo, por ejemplo, un examen en primero y otro en segundo de bachillerato. “Falta audacia, falta valentía educativa y falta consenso para sacar adelante normas que verdaderamente cambien las cosas. Por eso no se ha cambiado nada, porque nadie se pone de acuerdo en cómo cambiarlo”, concluye.
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