Si algo nos ha enseñado un siglo y pico de neurología es que el cerebro está dividido en módulos, áreas especializadas en ver, oír, hablar, planear, razonar y todas esas cosas que hacemos cada segundo sin esfuerzo aparente. Una lesión aquí y pierdes el concepto de número tres, una enfermedad allá y se acabó el hablar, un clavo ferroviario te atraviesa los lóbulos frontales y ya no eres la misma persona, aunque tus funciones intelectuales sigan intactas. A primera vista, la mente parece un collage, una especie de colonia de peritos estrechos de miras aunque eficaces en su campo particular. El pensador John Searle llegó a hacer un gran caso de ello con su experimento mental de la habitación china, que ha armado una buena bulla filosófica desde su publicación en 1980.
Un ordenador del futuro, imaginaba Searle, se comporta como si entendiera chino. Le llega un ideograma por debajo de la puerta, lo procesa y devuelve otro por el mismo procedimiento. Vista desde fuera, la máquina supera el test de Turing, es decir, convence a un hablante de chino de que al otro lado hay una persona que está charlando con él en chino. Pero ¿esa máquina entiende chino realmente?, nos pregunta Searle. Si sus operadores se limitan a coger unos ideogramas y devolver otros por debajo de la puerta, difícilmente puede entender chino ni ninguna otra cosa. La intención de Searle era demostrar que un computador digital no puede tener mente ni entendimiento ni consciencia. Confieso que nunca entendí el argumento. Como dijo el codescubridor de la doble hélice del ADN Francis Crick con insolencia característica, “la habitación china significa que un sistema que solo se ocupa de la lexicografía no se puede ocupar también de la semántica. Dicho esto, dicho todo”.
El problema, sin embargo, es similar al que plantean los módulos cerebrales. Si el córtex (o corteza cerebral, la sede de nuestra mente) está dividido en áreas especializadas, cada una encerrada en su habitación china, tampoco nosotros deberíamos entender nada. Algo tan aparentemente trivial como ver que alguien se te acerca corriendo y gritando ¡fuego! y deducir que tienes que salir pitando en la misma dirección que él requiere muchos módulos cerebrales (ver, oír, evaluar la credibilidad del gritón, recordar lo que duelen las quemaduras, planear la acción) y un entendimiento de la situación que, si lo piensas, no está en ninguno de los módulos, sino en la interacción entre todos ellos. Y tiene que funcionar en milisegundos. Las acciones conscientes muy elaboradas suelen acabar hechas chuletas a la brasa.
Dos psicólogos de la Universidad de Londres han conseguido crear un sexto dedo en la mente de sus voluntarios. Incluso pueden determinar su longitud. El sujeto percibe su sexto dedo como si estuviera después del meñique, que es, por cierto, donde sale un sexto dedo de carne y hueso en las personas con polidactilia. Es un caso de miembro fantasma, una situación común en los amputados, que siguen percibiendo su pierna o su brazo perdidos. Pero en este caso es una pura imaginación a la que el resto del cerebro se ha adaptado como si fuera real. Las habitaciones chinas tienen una geometría variable, están intercomunicadas y son manipulables.
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