Es conocida esa distinción de Max Weber entre aquellos políticos que viven para la política y los que viven de la política. Los primeros serían aquellos que se entregan a una causa, los segundos son los que hacen de ella un modo de vida, una fuente de ingresos más o menos permanente. En todo caso, y por muy presentes que en algunos sigan latiendo los ideales que les movieron a escoger este camino, unos y otros —a menos que sean ricos por su casa— se acaban “profesionalizando”, la necesitan como fuente de ingresos. No hay nada reprochable en ello, la política es una profesión como otra cualquiera. Aunque es inevitable preguntarse, como hace Weber, qué tan propensos son determinados partidos o políticos individuales a la depredación de cargos; si, como dicen los estadounidenses, están ahí just for the money (solo por el dinero) o por otros privilegios.
El tema que aquí nos ocupa trasciende esta distinción. Nos interesan aquellos que son capaces de vivir de la política después de la política; quienes ya han abandonado sus puestos políticos y giran hacia el mercado, gracias precisamente a ese paso previo por lo público. Este es el sentido en el que, en cierto modo, siguen viviendo de la política: ya sea porque han adquirido una rentable información sobre cómo funcionan determinados procesos políticos, por el valor de sus conexiones personales con algunos actores clave en las cadenas de decisión, o por su preeminencia social, por el nombre y prestigio que pueden haber adquirido durante su mandato político. Esta relación no es exhaustiva, desde luego.
Antes de incidir más detenidamente en lo que es aquí la cuestión central, ver hasta qué punto es legítimo, un par de consideraciones más. La primera es que, así, en abstracto, no deja de ser algo natural. Estaría bueno que los políticos no pudieran tener derecho a una vida profesional una vez que cesan en sus cargos. Además, es imprescindible para la selección de élites políticas bien preparadas. Imponer muchas restricciones a quienes no tienen garantizada su vuelta a determinados empleos de la sociedad civil significaría un desincentivo para que muchos dieran ese salto de comprometerse con lo público. Un funcionario sabe que una vez que abandona la política tiene garantizada su vuelta al mismo puesto u otro similar en la Administración, para otras profesiones no es tan sencillo.
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Por otra parte, no es poco lo que se aprende en política, ¿por qué no rentabilizar esos conocimientos pasando al sector privado? O ¿qué hay de malo en que alguien que se ha labrado un nombre en la política pueda beneficiarse después de su prestigio o popularidad adornando la nómina del consejo de administración de una empresa privada? A priori, nada. El problema es cuando existen fundadas sospechas de que las idas y venidas entre unos sectores u otros pueden contaminar el interés público con las demandas del interés privado. Más específicamente, que la orientación a futuras expectativas de empleo en el sector privado puede distorsionar sus decisiones en contra del bien común, o que sus relaciones personales en el ámbito político sean aprovechadas después para obtener información privilegiada o beneficios de otro tipo.
Viajes de ida y vuelta
A pesar de que aquí nos ocupamos sobre todo de la dimensión de salida de la política, cuando hablamos de puertas giratorias lo hacemos en el sentido literal de la metáfora: el giro es en las dos direcciones, de la política a la empresa privada y viceversa. En España se tiende a focalizar el problema sobre la primera dimensión, pero en otros lugares, como Estados Unidos, no preocupa menos la incorporación de profesionales de sectores regulados a organismos públicos con capacidad para cambiar estas reglas. Donald Trump designó un Gobierno de multimillonarios, gente con conspicuos intereses privados. Ya lo vimos, una de sus primeras decisiones fue bajar los impuestos a los más ricos.
Con todo, en cuestiones en las que las consideraciones éticas se mezclan con otros factores, el problema es dar con la evaluación adecuada, con detectar dónde se encuentran las líneas rojas. En este tema no todo es blanco o negro, hay una gran amalgama de grises. Mario Draghi trabajó en el banco de inversión Goldman Sachs antes de ocupar su cargo de presidente del Banco Central Europeo, y también Emmanuel Macron trabajó en Rothschild & Cie antes de entrar en el Gobierno de Hollande. ¿Los descalifican estos antecedentes? Suscito la duda porque, en principio, es algo que debería ser sintomático de lo contrario: que lo público tiene también la capacidad de incorporar a quienes se rifan las mejores empresas. Y eso es una buena noticia. Más espinoso es el caso del expresidente de la Comisión Europea José Manuel Durão Barroso, a quien fichó Goldman Sachs para que lo asesorara sobre el laberinto del Brexit. No hizo nada ilegal, ya habían pasado los 18 meses de carencia tras estar en el cargo que establece la legislación europea. Pero ¿es éticamente aceptable?
Menciono este caso en particular porque, a raíz de este fichaje, la organización Transparencia Internacional se hizo con algunos datos relevantes. Más de la mitad de los excomisarios europeos trabajaban en 2017 para empresas que figuran en el registro de lobbies (grupos de presión) de la UE; también un 30% de los europarlamentarios que habían abandonado la política al perder su escaño. Como señaló el autor del informe de esta misma organización, Daniel Freund, “todas las organizaciones pueden beneficiarse de la experiencia e ideas que aportan los expolíticos, pero hay un problema con aquellos que hasta hace un minuto diseñaban leyes de la UE y al siguiente presionan a sus anteriores colegas sobre esas mismas cuestiones”. Y esto rige para todos los niveles de gobierno.
Por todas estas razones, en todos los países existen leyes que establecen periodos de carencia para hacer este tránsito, desde los 5 años de Canadá para incorporarse a empresas en el registro de lobbies, los 18 meses de la UE para comisarios europeos, o los 2 años en que España establece las incompatibilidades. Hay veces, sin embargo, en las que el derecho no basta para regular esa sutil conexión entre los dos mundos. Ya vimos el caso de Barroso, y podemos mencionar muchos otros, como el hecho de que Rodrigo Rato fuera contratado en 2013 como asesor de Telefónica, tratándose de una empresa que fue privatizada mientras él ocupaba el cargo de ministro de Hacienda, o Pedro Morenés, que proviniendo de la industria armamentística acaba de ministro de Defensa. O, con considerable menor nivel de gravedad, el más reciente de Antonio Miguel Carmona y su acceso a una vicepresidencia de Iberdrola en momentos de máxima tensión entre el Gobierno y dicha empresa por los precios de la luz. Este último caso creo que tiene más que ver con la relación personal entre el expolítico y su propio partido —al que asestó un importante golpe de imagen— que con una cuestión que encaje de lleno en el síndrome de las puertas giratorias. Más flagrante es la facilidad con la que otros cargos han pasado de la política a los consejos de administración de empresas de este mismo sector.
Lo que está en juego es la confianza en la política
Y esto nos lleva a otro aspecto del problema, la actitud de los propios partidos ante este tipo de situaciones. Las lagunas que se escapan al derecho ante vulneraciones de esta naturaleza podrían ser cubiertas por ellos en su código ético. Deberían ser los primeros interesados en diluir todo tipo de sospechas y reaccionar de oficio cuando entiendan que hay conductas que se salen de lo correcto. No en vano, estas prácticas constituyen una de las principales fuentes de la actual desconfianza en la política. El movimiento 15-M, por ejemplo, fue una explosión en contra de este tipo de instrumentaciones de lo público, como también de lo que el propio Weber denomina los políticos “cazadores de cargos”: el modelo Toni Cantó, que empezó denunciando los “chiringuitos” para colocar a políticos —el copyright del término es suyo—. El exdiputado de UPyD y de Ciudadanos aceptó en junio el nuevo puesto de director del área de la Oficina del Español del Gobierno de la Comunidad de Madrid, un órgano creado por la presidenta de la comunidad, Isabel Díaz Ayuso. Siempre se observa, sin embargo, una total condescendencia con los propios y leña al adversario. Es interesante cotejar lo que algunos decían antes de acceder al cargo privado respecto de los políticos de otro signo que ya habían hecho el mismo camino. La mejor manera de atajar las actitudes de la antipolítica es predicar con el ejemplo.
Puede que después de todo sí haya un criterio objetivo para legitimar los giros entre una y otra esfera, el cursus honorum. Aquellos que antes de ser políticos ya eran alguien (Mario Draghi, Emmanuel Macron), y durante su paso por la política se distinguen por su éxito en la gestión, es lógico que cuando salgan de ella vuelvan a ser reclamados por el sector privado. A sensu contrario, es inevitable que surjan sospechas respecto de los que, sin especial cualificación previa y una gestión política mediocre, aterrizan de forma sorpresiva en cargos bien remunerados. Pueden ser infundadas porque no hayan entrado —o no vayan a entrar— en actitudes reprensibles. Pero aquí a veces es difícil aplicar la presunción de inocencia. En la política democrática es imprescindible guardar siempre las apariencias de impecabilidad, lo de la mujer del César (“la mujer del César no solo debe serlo, sino parecerlo”). Hasta el mismo Maquiavelo lo aconsejaba.
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