Cuando el pasado día 7, Ammar Alshtewy vio de nuevo a su madre no sabía si alegrarse o llorar. Por una parte, Fatima Alaar tenía una pinta terrible, hospitalizada en Polonia por los problemas respiratorios, la deshidratación y las heridas en los pies que le habían causado cinco días de marcha desde la frontera con Bielorrusia a través del bosque de Bialowieza. Por la otra, se veían y abrazaban por primera vez desde que en 2015 —durante la oleada migratoria en la que llegó a la UE más de un millón de refugiados— Alshtewy escapó de una Siria en guerra y acabó construyendo una nueva vida en Bruselas, gracias al plan de reparto de refugiados que aprobaron los países comunitarios.
“Había esperado tanto tiempo… y era a la vez algo horrible y feliz”, cuenta a este periódico en la ciudad polaca de Bialystok, ya con estatus de refugiado en Bélgica, un empleo de jardinero y dos hijas con su esposa inglesa, a la que conoció cuando estaba en un campamento de refugiados en Grecia.
Alshtewy, de 25 años, tomó el primer vuelo de Bruselas a Varsovia en cuanto se enteró de que su madre, de 46, estaba hospitalizada en Hajnowka, la principal localidad en torno al bosque que atravesaba su madre. “Quería entender qué pasaba, no quedarme simplemente esperando. No pensé en que a lo mejor no la vería siquiera [si hubiese sido devuelta a Bielorrusia]. En ese momento no piensas, compras el vuelo”. Alaar había sido localizada por las fuerzas de seguridad polacas mientras se desplazaba hacia el centro de la UE con una de sus hijas, de 21 años, y otras seis personas. Todos fueron devueltos en caliente a Bielorrusia (su hija sigue allí) menos ella: estaba en tan mal estado que fue trasladada en ambulancia a Hajnowka.
“En el hospital, solo me dejaron verla media hora. Su latido era inestable, pero eso ya me lo imaginaba. El grupo avanzaba bebiendo de los lagos y sin comida. Yo estaba en contacto con ellos, pero ella nunca llevaba el teléfono. Al principio me la pasaban o dejaban que me mandase un mensaje de voz, pero empecé a sospechar que se encontraba mal en los últimos tres días, en los que me insistían en que estaba bien, pero no me dejaban comunicarme directamente con ella”, recuerda. Alshtewy contactó entonces con Grupa Granica, un grupo de ONG polacas involucradas en la defensa de los derechos de los migrantes, que le comunicó más tarde que su madre estaba en el hospital en estado grave. Luego se informó del proceso legal porque “estaba seguro” de que la devolverían a Bielorrusia, cuenta.
“Ya se encuentra bien”, dice Alshtewy con voz tranquila y sonrisa perenne. La mejor prueba es que justo entonces ella le telefonea para insistirle en que vaya a cenar porque está muy delgado. Alaar ha pedido protección internacional en Polonia y se recupera, junto con otros migrantes convalecientes, en un refugio que gestiona la Fundación Dialog en Bialystok, la principal ciudad del noreste del país, a 50 kilómetros de Bielorrusia.
Es la historia de un reencuentro familiar en un lugar inesperado, Polonia, pero también de los espacios en los que confluyen dos crisis migratorias: la que puso a Europa frente al espejo hace seis años y la —mucho menor— que orquesta hoy el régimen de Aleksandr Lukashenko para poner presión sobre una frontera de la UE. En ambas, Siria estaba en guerra. Allí, en la provincia de Damasco, siguen su padre y cinco de sus hermanos.
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Huida
Alshtewy cuenta su odisea migratoria de 2015 con tono de viaje VIP en el que siempre tuvo suerte. El relato suena distinto. Al estallar la guerra en 2011, su familia huyó de Dayr Makir, en el suroeste del país, convertido en “punto de enfrentamiento” entre los dos bandos. Él se quedó en la zona rebelde y, cuatro años más tarde, dio un inmenso rodeo hasta la frontera turca para evitar los territorios en manos de las fuerzas leales a Bachar el Asad: de Deraa (en el sur, casi tocando con Jordania) a Alepo, en la punta noroccidental, a través de Deir Ezzor, en el desértico este del país. “En Raqqa [epicentro del entonces Califato Islámico], el Daesh [ISIS] nos retuvo dos días. Pero no fueron agresivos. Simplemente intentaron convencerme de que me uniese a ellos”, recuerda.
Pasó un año en Turquía. “Los tres primeros meses fueron horribles, pero luego encontré un trabajo como pastor de ovejas y muy bien”, dice. De Turquía llegó en una embarcación a una isla griega en 35 minutos (“mi tío estuvo 12 días desde Libia a Italia, imagínate”, apostilla). Vivió ocho meses en uno de los campamentos de refugiados de una Grecia sobrepasada y empezó a ejercer de traductor entre el árabe y el inglés para las organizaciones en el terreno. Así conoció a su hoy esposa, que trabajaba como voluntaria y con la que tiene una hija de cuatro años y otra de dos.
En 2015, su madre no quiso abandonar su tierra, pero la apertura de la ruta bielorrusa le convenció recientemente de que había llegado el momento. “Se les acabó el dinero. Han vendido todas sus tierras”, lamenta Alshtewy. “En Siria, ya no es solo el riesgo de morir en la guerra. Está también la inseguridad. Te pueden secuestrar en cualquier momento. La gente puede hacer cualquier cosa por hambre. Y quienes no tienen dinero que les manden desde Europa están muy mal”.
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