Wessam ha sufrido palizas desde que tiene 12 años. Le ha pegado su padre, sus seis hermanos y hasta los vecinos de cada pueblo en los que ha vivido. Está lleno de cicatrices, no sabe decir cuántas veces le han apedreado. “En mi país es así como creen que deben morir los gais”, dice este marroquí de 26 años. Su amigo Yamil, con quien vive en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Ceuta, escondió su homosexualidad hasta los 20 años. “Me miraba al espejo y lloraba, le preguntaba a Dios por qué me había hecho así”, recuerda. Cuando se desveló su secreto hace cinco años, su hermano casi lo mata a cuchillazos.
Los dos sortearon la frontera para alcanzar la libertad de Europa. Pero los centros para inmigrantes de Ceuta y Melilla, las dos ciudades españolas del norte de África, se están convirtiendo en el armario cerrado de un continente donde la homosexualidad es delito en 33 de sus 54 Estados reconocidos. En estos territorios fronterizos se aplica una excepción que la jurisprudencia española no respalda y se restringe la libertad de movimiento de los solicitantes de asilo, como Wessam y Yamil. Su libertad se limita a los 18 y 12 kilómetros cuadrados de cada enclave hasta que se resuelva su expediente o hasta que el Ministerio del Interior autorice su traslado. La convivencia con el resto de inmigrantes es un infierno.
En Marruecos ser gay es un delito penado con hasta tres años de cárcel y la persecución, en la mayoría de los casos, comienza en casa. “Mis vecinos le dijeron a mi familia que besaba a hombres. Mi madre se puso muy nerviosa, pero mi padre me pegó mucho. Son muy religiosos”, rememora Wessam, que durante su época universitaria vivió en casa de su tío, aislado en un cuartucho construido en el hueco de la escalera para que no se mezclase con sus primos: “Por ser gay y femenino me tuvieron cinco años encerrado como a un animal”.
Samir (nombre ficticio, como el del resto de protagonistas de este reportaje) se enfrenta a los mismos tres años de prisión si regresa a Túnez, solo por ser algo que él no puede evitar: “Gay, gay, pero gay auténtico”, enfatiza. El joven salió de la conservadora provincia de Kasserine hace dos meses y ya lleva cuatro semanas bloqueado en el CETI de Melilla, donde espera que se resuelva su solicitud de asilo.
En su pueblo ni sus padres ni sus dos hermanas dirigían la palabra al único varón de la prole. No le envían dinero, ni le prestan apoyo, así que malvive pidiendo y saliendo de tarde en tarde del centro para beber con la gente de su mismo colectivo. En el CETI melillense, cuentan, son unos 30. En el de Ceuta, varía, pero ronda la decena. “Yo he dejado mi país para encontrarme aquí con 300 tunecinos”, protesta Samir, “y solo cinco me hablan”.
En Melilla, donde estos trámites se han agilizado, quienes alegan persecución por orientación sexual pueden tardar meses en salir. En Ceuta, el limbo llega a alargarse un año. Wessam y Yamil ya cuentan ocho y seis meses conviviendo con cerca de un millar de africanos, sintiendo el desprecio a diario. Yamil, que muestra un vídeo en el que se ve a más de una decena de subsaharianos intentando echar su puerta abajo, ya ha intentado suicidarse con un puñado de pastillas que recopiló durante días. “No quiero morir, pero ¿qué tengo que hacer para que me saquen de aquí?”, clama. “Todos los días tenemos problemas. Un día me tiraron piedras. Otra vez”, lamenta Wessam. “Nos gritan ‘maricones’, sufrimos racismo como árabes y como gais…”, lamenta Samir, en Melilla.
“Se trata de un grupo especialmente vulnerable alojado en un centro no especializado en el asilo”, explica Rafael Roldán, presidente de AMLEGA, organización LGTBI melillense. “Aunque el centro de Melilla se ha adaptado con baños y cuartos propios, ponen un pie fuera del CETI y les pegan y les roban”.
Morir antes que volver
Hana, una adolescente marroquí que aún no ha cumplido 18 años, ya comparte centro con los adultos, según cuenta, por petición expresa. Antes vivía en un centro melillense gestionado por una congregación religiosa que acoge a menores extranjeras no acompañadas tuteladas por la ciudad. Pidió el traslado, asegura, porque le costaba contenerse. En el CETI, sin embargo, tiene que llamar al vigilante para que dejen de toquetearla. “Los hombres te agarran y te preguntan que si no te vas a casar. Cuando les contesto que sí, pero con una chica, me dicen que necesito un psicólogo”, cuenta.
“La droga es lo único que nos queda”, exclama Hana y ríe elevando al aire una lata de cerveza del pack que comparte con Samir y Sheila. “Ella es lesbiana 100%”, se indigna mirando a su amiga a la que han denegado el asilo. Sheila es parca en palabras, pero cuando se expresa, es contundente. “Mi problema ha sido la entrevista”, comenta sobre su solicitud. “Me daba vergüenza contestar, yo normalmente me trago el dolor y pensarían que estaba mintiendo. Hay que llorar para que te crean, pero yo no lloro”. Sheila no ha firmado la denegación de su solicitud y alerta: “Como me devuelvan a Marruecos, me suicido”.
Wessam descubrió antes de marcharse de Marruecos que tiene VIH. “Ahora solo tienes que esperar a morirte. Todo el mundo va a saber que eres gay y enfermo, me dijo mi padre”, recuerda. Él solo quiere que le dejen en paz. “Soy gay y estoy enfermo, pero no soy solo eso. Quizá me muera pronto, pero me gustaría vivir al menos un año o dos tranquilo. Quiero morir normal, no por una piedra”. Al despedirse, Wessam se emociona cuando recibe un abrazo. “Aquí nunca nadie me toca”.
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