A escasos metros de la plaza Mayor de Madrid, una guía enseña a unos turistas la cordelería y alpargatería Hernanz. Dentro, unos italianos piden unas alpargatas blu, y fuera, Jesús Hernanz dice que eso que señala, un saco de café de Colombia entre cáñamo, esparto y yute, está hecho de sisal. “Se sigue usando para cuerdas, maromas gruesas y finas, alfombras, moquetas y algo en tejidos de pared”, explica el dueño del negocio.
La alpargateria Hernanz —Jesús es cuarta generación— existe desde 1845, mucho antes que el polietileno (1933) o las bolsas plásticas (1965). “El plástico es tan nocivo que nos va a matar a todos y probablemente haya que volver a las fibras naturales. Se harán estudios económicos y se volverá a intensificar y abaratar su producción. El problema es que su transformación es mucho más lenta y costosa. Entre otras cosas, la maquinaria es rudimentaria y obsoleta. Cáñamo, yute o sisal siguen transformándose con procedimientos tradicionales”.
El sisal es la fibra del agave, la planta puntiaguda de la que salen el tequila o el mezcal. A Hernanz le llega de Tanzania, pero la fibra es, o fue, tan yucateca que por eso se llama así, sisal, nombre del puerto donde se embarcaba. Allí y en todo México lo llaman henequén.
Siglo XIX
“Se sigue trabajando como hace 150 años”, confirma Jorge Dzul Ciau, productor yucateco, frente a una piña de hojas rígidas, carnosas, de dos metros. “De acá se corta con un cuchillo especial. Si se dobla, ya valiste. Y cuando está bajo tienes que llegar hasta acá”. Cada hoja termina en un perfecto aguijón que Jorge esquiva. “Te metes en este hueco, así se trabaja”. Así significa pasar horas agachándose bajo un sol que escuece, si acaso doblar las puntas, sin garantía de salir ileso. “Tierra, bichos, sol… Los abuelos, si era necesario, amanecían en la planta, y a darle locamente desde las 5.00 hasta las 10.00. El sol de las diez puede hacer daño. Yo te digo porque lo he hecho”. Del mismo henequén, cuenta, procedía el mecapal, una correa que sujetaban con la frente. “Pones en tu cabeza las pencas, dos de frente y una atrás, haces un triángulo de rollos de a 40, mueves rápido, te hincas y para arriba”. Para arriba, con un fardo colgado de la frente. “Es un trabajo rudo”, dice.
Un siglo antes que las playas y las pirámides, la península exportó henequén, chicle y palo de tinte. “El suelo y el clima del norte de Yucatán se adaptan perfectamente al cultivo de esas resistentes especies de plantas centenarias que producen el henequén o fibra de sisal”, escribió en México bárbaro John K. Turner, periodista estadounidense, en 1910. Encontró una “bella ciudad moderna”, Mérida, “rodeada y sostenida por vastas plantaciones de henequén, en las que las hileras de gigantescos agaves verdes se extienden por muchos kilómetros”. Fingiéndose industrial, Turner había ido a ver si el sistema productivo era como le habían dicho. “Las haciendas son tan grandes que en cada una de ellas hay una pequeña ciudad propia, de 500 a 2.500 habitantes según el tamaño de la finca”, escribió, “y los dueños de estas grandes extensiones son los principales propietarios de los esclavos, ya que los habitantes de esos poblados son todos ellos esclavos”.
El suelo y el clima del norte de Yucatán se adaptan al cultivo de resistentes especies de plantas que producen el henequén
“Mis abuelos eran esclavos”, dice Dzul. De cara a la ley se llamaba servicio por deuda. Esa presunta deuda la podía decretar un simple policía, o un supuesto contratador, pues los hacendados dirigían el Estado. Y el servicio consistía en cortar 2.000 hojas diarias de henequén, 3.000 a veces. El padre de Dzul tuvo más suerte: cuidaba los caballos de Pastor Campos, uno de aquellos dueños. Entonces el caballo era vital. Arrastraba la plataforma por la riel, una vía de marca Decauville de 6,5 kilómetros, hasta el litoral. Allí, ese oro verde se embarcaba hacia Nueva Orleans.
Las haciendas —se calculan hasta 1.000— eran el motor de la economía yucateca ya antes del auge del henequén. Hoy, muchas de ellas se ofrecen restauradas para filmar películas, celebrar bodas o hacer visitas didácticas. Suelen instalar el relato henequenero en un pasado de esplendor y es fácil pasar por alto qué sucede hoy. “Ya no exportamos. Algunos vienen y compran, pero es para demostración”, dice un empleado de Sotuta de Peón. El recorrido, 500 pesos (25 euros), incluye truc [un paseo en vagoneta].
En la hacienda Yaxcopoil, del siglo XVII, la visita es agradable: el área fabril, la residencia amueblada, jardines tropicales o la compañía de Mario A. Huchin Tun o Ernesto Cultún Yam, de 75 años, que como sus mayores, trabajó allí desde niño y hoy se encarga de cuidarla. En lo más alejado del casco, celdas mínimas con rejas de riel enseñan apenas ese pasado oscuro. “Coreanos, cubanos, yaquis, chinos”, enumera el señor Cultún. “Los dueños los tenían controlados. Cómo le diré: imprentaban sus monedas, y saliendo de este lugar, no valían. Y no te vas a escapar. Es como actualmente: si no tienes pasaporte, no pasas”. Turner calculó 250 esclavistas, entre ellos 50 principales. De casi 300.000 yucatecos, 100.000 esclavos. “Pero ahora es distinto”.
Siglo XX
Dzul dice que su vida laboral fue bastante aceptable. “Era poco el trabajo que hacías y te pagaba bien el Gobierno”. En 1937, a dos décadas de la Revolución, el socialista Lázaro Cárdenas repartió la tierra. Pero el Estado yucateco se hizo cargo y devolvió las desfibradoras a las élites, y el sector, enfrentado, sufrió el auge de los sintéticos. En 1963 el Gobierno mexicano retomó una empresa, Cordemex, que abarcó desde la corta hasta fábrica de alfombras y, con grandes subsidios, garantizó un precio a productores y prestaciones a empleados. Pero en los noventa, cuenta Dzul, terminó la fantasía. “No era rentable, se acabó el crédito; el Gobierno nos dio nuestros terrenos, lo sembrado y un dinero”. Huchin y 180 ejidatarios vendieron tierra y guardaron parte para leñar. Dzul siembra sus cuatro hectáreas. El kilo subió a 14 pesos. Con 30 kilos por mil hojas, dice, ya la hiciste.
Ya cortadas, prosigue Turner, las hojas se llevan al casco de la finca y se elevan en un montacargas hasta una banda móvil que las deja en la desfibradora, “una máquina con fuertes dientes de acero que raspan las gruesas hojas, de lo que resultan dos productos: un polvo verde, que es desperdicio, y largas fibras como cabellos de color verduzco, que es el henequén”. Ese polvo, ideal para alimentar ganado, es aún una baba que chorrea en las vagonetas de San Carlos, en el pueblo de Baca. Allí, Pedro Parra explota lo que queda de la desfibradora, una de las 11 aún activas. El montacargas, la banda móvil y la máquina de dientes desgastados y hebras enganchadas siguen recibiendo hojas a unos kilómetros de la que describió Turner. La desfibradora, dice Parra, es de 1915. Cambió el carbón por diésel y ahora por corriente, pues le cuesta un tercio.
En un llano anexo, sobre rieles sobrantes doblados a modo de grandes grapas, las fibras como cabellos se secan hasta perder lo verduzco. El sol las hará rubias. Una montaña peluda, tan grande que tapa la plataforma y cuatro ruedecillas, pide paso sobre dos enclenques rieles. La empuja un empleado. Lo que sigue es su empaque y la venta a cordeleros. Entre ellos a Hilos Vegetales de Yucatán, versión menor, privada, de la vieja Cordemex.
Las reuniones para ayudas al sector convocan en torno a 2.000 personas, pero a menudo en sus 60 o más años y sin facilidad de emplearse. “Con esa gente esto se acaba, es así de drástico”, dice Dzul. Y Cultún lo acepta a medias: “El trabajo es muy difícil, los jóvenes prefieren la ciudad. Como sucede con las palabras mayas: si no son descendientes, no las quieren”.
Siglo XXI
Junto a una pirámide en ruinas, escondida entre densos flamboyanes rojos, queda desde 1652 San Lorenzo de Aké. Centro henequenero desde 1863, Aké sobrevivió a la explosión de su caldera, la Revolución, la crisis de la fibra y al huracán Isidoro, que en 2002, con categoría 4, derruyó una parte. Un gran peine de acero que tiene el dni grabado –Leeds 1899– trenza, con un ruido infernal, tres melenas rubias que ni Rapunzel. Entre raspa y cordelería, Aké mantiene 23 empleados. David López destaca. Tiene 19 años. Quiere ser veterinario.
“Estudio la prepa [bachiller] en las tardes, ya mero termino; trabajo en las mañanas y en las vacaciones para costearme los estudios”. Va de siete a doce, o desde las cuatro si debe “completar como si fuese un día”. No usa gafas. “Al sacar filo al cuchillo hay que tener mucho cuidado”. Se le incrustó una viruta de metal, aunque le pagaron la extracción. Cobra por hora, según cuántas máquinas opere. “Solo no me sé las hiladoras, la múltiple, los cordones y el mechero”, dice. “El resto, las sé todas”. Le tocan 17 pesos hora. Si trabajara ocho —cosa que no—, 20 días al mes, ganaría 2.720 pesos (124 euros). En el momento de la entrevista, el salario mínimo es de 2.686 pesos.
En 1916, la península de Yucatán produjo 201.000 toneladas de sisal. En 2010, apenas 5.000
“Hay que quemar el terreno y sembrar”, dice Parra; “hacer los hilos de henequén, cuidarlo tres o cuatro años para que el quinto cortes la primera hoja. Y cortar va a salir más caro”. Sin embargo, algunos agricultores se están animando. “La fibra ya tiene precio. El Gobierno apoya. Pones de tu bolsa, pero te lo devuelven”. Además, el Centro de Investigaciones Científicas de Yucatán (CICY) les da el vástago clonado. Se riega en invernadero, con 60 centímetros se trasplanta y la cosecha se adelanta dos años. Ya no vivirá 25 años, sino algo menos, pero dará “muy buen kilaje”.
En el jardín botánico del CICY, en Mérida, Filogonio May Pat muestra el agave fourcroydes y explica las tres variedades habituales: sak ki, henequén blanco, el más usado; yaak ki, más corto y jugoso, “y otro que le dicen kitam ki”. Explica que la especie de Tanzania y de Brasil es Agave sisalana, más delgada y suave, pero que la angustifolia, la originaria, proviene de esta selva. Los mayas la seleccionaron. En 1893, un alemán llevó mil plantas a la actual Tanzania y allí, con el tiempo, se volvió primera exportación. A Brasil partió después. Según May Pat, allí un mismo productor corta y desfibra con una máquina móvil. El proceso es más corto, mucho más barato, y los empresarios de acá prefieren comprar allá. En cambio, el doctor Gonzalo Canché Escamilla afirma que la fibra yucateca se demostró más rígida y fuerte en pruebas de resistencia mecánica. “Las de otros lugares se van rompiendo y queda menos fibra aprovechable”.
En 1916, según cálculos, la península de Yucatán produjo 201.000 toneladas de la fibra. En 1977, ya con menos de 100.000, el director de Cordemex decía que la mitad del medio millón de yucatecos vivía del henequén directa o indirectamente y que eso era insostenible (pero la corrupción sí se sostuvo, y generó violencia). En 2009, año internacional de las fibras naturales, la tierra de Sisal parecía relegada apenas a una nota histórica, y dos años después, cuando la prensa anunció Mayan Tejidos como “una nueva Cordemex”, las toneladas producidas eran 5.000.
Fernando Ponce, un inversor local con amplia experiencia en banca, levantó en 2014 una nave de casi tres hectáreas llena de máquinas para hacer hilos y alfombras. Mayan Tejidos contaba con apoyos federales y estatales. Contrató empleados, hizo pruebas, incluso regaló a Pedro Parra unos tapetes hermosos. Pero nunca abrió. Ante todo: la fibra no llegaba.
En 2017, Brasil produjo 65.000 toneladas; Tanzania 47.000, incluyendo granjas chinas; Kenia 22.000; Madagascar 8.000, y México, sumando cultivos en Tamaulipas, subió a 12.800. Ahora Nerio Torres, excandidato a alcalde en Mérida y presidente del Consejo Agroalimentario de Yucatán, se ha asociado a Ponce, que planea retomar la nave. “La demanda será tan grande que la producción de nuestro estado será insuficiente” escribe Torres, en representación de Ponce. “Se buscará un mecanismo justo para adquirir toda la fibra, pero se importará durante al menos cinco años”. Hilos Vegetales procesa sola 10.000 toneladas. Aunque compra fibra al menos a siete desfibradoras, para completarla necesita de Kenia, Madagascar, Brasil.
Globalmente, el veto a los plásticos y la conciencia ecológica plantean una segunda oportunidad para el henequén. Mayan Tejidos prevé 500 empleos directos iniciales, 15.000 indirectos y espera una subida del precio para pagar mejor a productores. El gobernador anunció que los cultivos con agave proveído por el CICY ayudarían a 125.000 personas de 38 municipios rezagados. “Tengo dos hijos, me apena, pero quisiera que tengan otra vida”, dice Dzul. “Nadie le ha aplicado lo moderno”. “El que trabaja en el campo no tiene seguro, y en una fábrica gana 800 pesos semanales”, asume Parra. En Mayan Tejidos creen que pagando salarios justos, con nuevas herramientas y capacitación, los jóvenes harán posible el relevo. Si se trata de que los actores remen juntos, a falta de ver las condiciones, quizás ahora sirva estudiar los modelos de Tanzania o de Brasil.
Está por ver si el henequén, el cultivo más peninsular, es algo más que un nombre extraño en Madrid o una historia yucateca que se enseña en truc. El sisal se usa ya en textiles, en construcción, y en automóviles, en vez de fibra de vidrio. Podría sumar celulosa, inulina, forrajes o alcohol. “Es importante generar empleos in situ”, termina el correo. “Muchas familias se desintegran al alejarse para trabajar en la capital o en Quintana Roo [Riviera Maya], y pueden ser reclutados por el crimen organizado”. En definitiva, es eso lo que urge tejer: el campo yucateco.
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