Aleksandra apenas tenía ocho años cuando aprendió en la escuela que no vivía en un lugar de Europa como cualquier otro. “Entonces no entendía bien por qué, pero al pasar a secundaria empecé a darme cuenta de que era un problema, sobre todo al ver que Putin gobernaba en Rusia y aprender la historia de la URSS”, cuenta tras 25 años de vida en Suwalki, la ciudad del noreste de Polonia que da nombre al frágil pasillo fronterizo entre su país y Lituania que, en estos días de guerra en la vecina Ucrania, no solo preocupa a los habitantes de la zona, sino también a la OTAN y la UE.
El “problema” de este talón de Aquiles europeo no es el barrio, sino los vecinos. La única conexión terrestre entre los países bálticos y el resto de la OTAN y la UE son 65 kilómetros en línea recta embutidos entre el enclave ruso de Kaliningrado (un antiguo territorio prusiano que no suponía un problema estratégico durante la Guerra Fría, cuando pertenecía a la URSS y Polonia estaba en el Pacto de Varsovia), al oeste, y una Bielorrusia cada vez más indistinguible del Kremlin, al este. Justo los dos países a los que la OTAN responsabilizó expresamente de la agresión a Ucrania en el comunicado final de la cumbre que celebró el pasado jueves en Bruselas. Si la escalada de tensión con Occidente se descontrolase y Moscú se atreviese a atacar territorio de la OTAN y de la UE, Suwalki sería un primer paso lógico desde la perspectiva militar. Una pinza desde Kaliningrado y Bielorrusia (donde hay 30.000 militares rusos) podría bloquear la frontera en pocos días y aislar por tierra a Lituania, Letonia y Estonia de sus cordones umbilicales militar y político.
El propio presidente lituano, Gitanas Nauseda, mencionó esta preocupación ante la prensa en la última cumbre de Bruselas: “Queremos que el corredor de Suwalki esté defendido por ambas partes. Queremos que [la OTAN] esté adecuadamente preparada para su posible corte por ambos lados”. Nauseda pidió “más campos de entrenamiento, más dinero que gastar en infraestructuras para poder albergar muchas más tropas y, lo más importante, más equipamiento militar”, sobre todo para formar “un paraguas defensivo aéreo”.
La belleza del lugar es, a la vez, una bendición y una maldición para la defensa de sus habitantes. A uno y otro lado de la linde, se ve un lago cada pocos kilómetros, casi todos coronados por una capa de hielo. Brilla un sol de invierno, pero es una de las regiones más frías de Polonia y las decenas de riachuelos, espesos bosques de pinos y caminos embarrados por la lluvia o el deshielo convertirían una invasión tradicional ―con soldados, blindados y artillería― en un dolor de cabeza.
La maldición, en cambio, es que solo hay dos carreteras ―que discurren paralelas de norte a sur― con al menos un carril por sentido. Una está tan desierta como aburridos los guardas de fronteras que la vigilan, mientras que la otra se colapsa a media tarde por una hilera de camiones de mercancías. Es en la que convergen una vía desde la capital, Vilnius, y otra desde Klaipeda, el único puerto del país, uno de los pocos sin hielo en Europa septentrional y enclave importante para el transporte de bienes. Un bombardeo con artillería de ambas carreteras, y de la única vía férrea en la zona, cortaría fácilmente las comunicaciones terrestres, limitando el envío de refuerzos a los bálticos a helicópteros y embarcaciones, justo a través de un mar en el que Moscú tiene gran potencial naval. El resto de caminos son estrechos, algunos sin pavimentar y con casas de tejados a dos aguas desperdigadas. Al caer el sol, se escucha más el trino de las aves que el paso de vehículos.
En el extremo más occidental del corredor, un monolito marca la triple frontera entre Polonia, Lituania y Rusia. Entre una gran valla gris coronada por alambre de espino y otra verde más pequeña, un cartel advierte en ruso, inglés, polaco y lituano: “Detente, esta es una frontera de la Federación Rusa. Prohibida la entrada”. Varios mensajes avisan de la importancia de no pisar por error territorio ruso y unos guardas de fronteras previenen por megafonía a quien se acerca demasiado.
En 2018, el Center for European Policy Analysis, un think tank con sede en la ciudad de Washington, publicó un detallado análisis en el que describía el corredor de Suwalki como un lugar en el que “convergen numerosas debilidades de la OTAN” y explicaba que la estrategia de defensa se basaba en la asunción de que los soldados, paramilitares y reservistas locales, más las escasas tropas aliadas desplegadas, lograrían contener el ataque lo suficiente para que las fuerzas aliadas acudiesen con fuerza y velocidad. El problema, agregaba, eran los “numerosos condicionales”: que la Alianza Atlántica no dudaría a la hora de aplicar el Artículo 5 (que obliga al resto de países miembros a acudir en defensa del agredido), que los servicios de espionaje habrían alertado del ataque, que las tropas rusas no lograrían un avance relámpago sobre el terreno a partir del cual sentarse a negociar el mapa de la paz…
Cuatro años después, y tras un mes de guerra que el Kremlin se ha visto obligado a limitar principalmente al Donbás ante la falta de avances contra un rival inferior, uno de los autores del informe, el teniente general retirado del Ejército estadounidense Ben Hodges, se muestra más optimista. “Estamos mucho mejor preparados ahora. Creo que fracasarían en la misión de cortarlo”, asegura por teléfono. “El lugar es vulnerable solo por lo estrecho que es, pero en términos de preparación no es el que más de la OTAN”. Hodges argumenta que la orografía haría “muy difícil” a Moscú introducir fuerzas móviles y que Rusia está mostrando en Ucrania una “sorprendente incapacidad de hacer operaciones conjuntas y falta de preparación logística”. También cree que Noruega y Suecia ayudarían, pese a no estar en la OTAN, y destaca el despliegue de la Alianza Atlántica y el incremento de las capacidades militares de Lituania, Letonia y Estonia en los últimos años, pese a sumar solo seis millones de habitantes y 175.000 kilómetros cuadrados.
“Lo único que hace más peligrosa la situación es que ahora hay tropas rusas en Bielorrusia”, matiza Hodges. Son 30.000 y, el pasado febrero, pocos días antes de la invasión de Ucrania, el Gobierno de Aleksandr Lukashenko anunció que se quedarían de forma indefinida, en vez de regresar tras unas maniobras militares, como estaba inicialmente previsto. Es el mayor despliegue militar de Moscú en territorio bielorruso desde el final de la Guerra Fría.
Ya iniciada la guerra, Lukashenko organizó además un referéndum para aprobar el fin de la neutralidad y la condición de Estado no nuclear que tenía el país desde la desintegración de la Unión Soviética en 1991, y lanzó un mensaje a Occidente: “Si ustedes llevan armas nucleares a Polonia o Lituania, a nuestras fronteras, entonces me dirigiré a Putin para recuperar las armas nucleares que entregué sin condiciones”. A esto se suma una ambigua declaración este mes de Putin en apoyo del anhelo de Bielorrusia, que carece de salida al mar, de tener “presencia en el Báltico”, un ajetreada ruta de paso de contenedores comerciales.
“Sin el corredor, seríamos en realidad una isla. Y si miras al balance de fuerzas, favorece a Rusia”, señala Tomas Jermalavicius, responsable de análisis del Centro Internacional para la Defensa y la Seguridad, con sede en Tallin, la capital estonia. Jermalavicius insiste en que el bloqueo del corredor ya no tendría “grandes implicaciones de seguridad energética”, un tema clave por las conexiones con Moscú heredadas de la época soviética. Los bálticos llevan años en una carrera contrarreloj para reducir esta dependencia. En 2014, Lituania empezó a evitar el único gasoducto ―ruso― que llegaba a su territorio gracias a una terminal de gas natural licuado sobre un buque. En lo que va de año, el país ni siquiera ha importado ya gas ruso, señala Jermalavicius.
William Alberque, director de Estrategia, Tecnología y Control de Armas en el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres, admite que la frontera es “muy vulnerable”, pero ve al Kremlin poco capaz de desplazar ahora tropas a la zona. “Hace un año, habría dicho que tardarían entre 72 y 96 horas en cortar el corredor. Mucha gente está recalculando esto, visto el desempeño en Ucrania”, añade. En 2014 y 2015, unos juegos de guerra del centro de análisis RAND Corporation situaban a las fuerzas rusas en las afueras de Tallin y Riga en, como mucho, 60 horas. “No sé si es el mayor talón de Aquiles, pero desde luego es la mayor concentración de capacidades militares por metro cuadrado”, subraya. Y destaca que uno de los problemas de Moscú es que, “como ha vuelto a demostrar el caso de Ucrania”, en la guerra moderna “siguen haciendo falta tropas sobre el terreno”, pese a la importancia de drones, satélites y misiles.
No ha ayudado a la calma un vídeo reciente, que se hizo viral en las redes sociales, en el que un alto mando militar ruso retirado explicaba con un mapa en la televisión estatal cómo bloquear el corredor desde Kaliningrado. Hoy, 40.000 militares operan en Europa bajo mando directo de la OTAN, con cinco formaciones de portaviones aliados navegando por el Báltico y el Mediterráneo. Las unidades de combate en Polonia y los bálticos han duplicado sus dimensiones.
Hasta 2014, no había en los países bálticos fuerzas de otros miembros de la OTAN. La anexión rusa de Crimea y el inicio de la guerra en el Donbás llevaron a la Alianza a aprobar pocos meses más tarde, en su cumbre en Gales, el refuerzo de la defensa aérea, la vigilancia y las maniobras militares. En 2016 se desplegaron en Polonia y los tres países bálticos cuatro batallones de combate con unas 4.500 tropas. Son similares a los cuatro en Eslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria a los que dio luz verde la Alianza el pasado jueves. No suponen técnicamente una presencia permanente a las puertas de Kaliningrado, sino rotatoria que se va prorrogando, para no vulnerar el acuerdo de cooperación con Moscú que firmó en 1997 y cuyo segundo párrafo suena estos días extemporáneo: “La OTAN y Rusia no se consideran adversarios el uno al otro”.
En 2017, la OTAN efectuó por primera vez maniobras militares centradas en defender el corredor de Suwalki. Ese mismo año, Rusia y Bielorrusia exhibieron músculo militar con Zapad 2017, unas opacas maniobras que incluían un Kaliningrado que ―recuerda Jermalavicius― está “muy militarizado”, con una potente fuerza naval y una base aérea. Alberga además misiles Iskander, que pueden llevar carga nuclear, aunque los expertos están divididos sobre la presencia de armamento atómico en el enclave.
El presidente ucranio, Volodímir Zelenski, dijo hace semanas que Lituania, Letonia y Estonia serán los siguientes objetivos de Putin. Al hablar de los bálticos, se suelen mencionar sus notables minorías rusófonas, como las que Moscú acudió a rescatar de un “genocidio” en Donbás. Aleksandra Kuczynka-Zronik, experta en los países bálticos y minorías nacionales de la Universidad Católica Juan Pablo II y del Instituto de Europa Central, ambos en la ciudad polaca de Lublin, insiste en que no son ningún caballo de Troya y recuerda que en Lituania, por ejemplo, solo suponen el 6% de la población. “Son comunidades muy integradas que no están a favor de Rusia”, señala.
Volvamos a la zona y a Aleksandra en Suwalki (prefiere no dar su apellido). Aquí, la vulnerabilidad no es ningún secreto que susurrar como si Moscú no la conociese. Tanto en el lado polaco como en el lituano de la frontera, incluso quienes peor hablan inglés suelen conocer la expresión “Suwalki gap”. Es el término que emplea la OTAN para referirse al corredor, con una palabra que, en este contexto, significa “grieta” de seguridad.
“Aquí estamos más asustados que en Cracovia o Varsovia. Es que está tan cerca…”, dice. “Tienes a Putin en la puerta de al lado y a Bielorrusia al otro lado. Y nuestra historia con Rusia es muy complicada. Aquí hasta los niños entienden lo que está pasando. Los polacos somos muy patriotas y no nos gusta Rusia. A mí me tranquiliza mucho saber que estamos en la UE y la OTAN, pero soy joven y sé que estar en ellas es algo importante. Mi abuela, sin embargo, no se lo cree e insiste en que Estados Unidos y el Reino Unido dijeron que nos ayudarían en la Segunda Guerra Mundial y no lo hicieron”.
Witold Liszkowski es el alcalde de Punsk, una tranquila localidad polaca a tres kilómetros de la frontera en la que el 75% de sus 1.200 habitantes son culturalmente lituanos. “Si los rusos nos separasen, Lituania, Letonia y Estonia dejarían de existir. Estamos conectados no solo geográficamente, también en identidad”, apunta el alcalde, quien recuerda que la Comisión Europea detuvo a principios de mes, con motivo de la invasión de Ucrania, un programa transfronterizo de partenariado que incluía también a Rusia, principalmente en construcción de carreteras. De un tablón a su lado cuelga un calendario del programa para el periodo 2014-2020 y casi parece una metáfora.
“La situación sigue igual, pero con Putin nunca se sabe, porque de la noche a la mañana se volvieron asesinos”, dice Natalia, junto a su novio Patrick, ambos de 17 años. El joven Piotr Pietruszkiewicz, empleado en logística en la filial lituana de una empresa de transporte, confirma que el día a día en Punsk “no ha cambiado mucho” desde que empezó la guerra, pero sí “en el aspecto mental”. “No puedes evitar pensar en ello”, apunta. Su padre tiene un terreno agrícola al otro lado de la linde y ―confiesa con una sonrisa― sus amigos que usan aplicaciones de citas no hacen ascos a los matchs al otro lado de la linde.
El tráfico de personas es, por lo general, de la parte lituana a la polaca. Cruzan a comprar porque es más barato, incluso tras perder un poco en el cambio de euros a eslotis. “En fin de semana puedo atender unos 200 lituanos al día”, explica Paulina en la farmacia en la que trabaja, enmarcada en un centro comercial en el acceso a Suwalki desde Lituania.
En Kalvarija, una localidad de 5.000 habitantes ya en el lado lituano del corredor, Karol entra a un supermercado aún con la equipación del partido de fútbol que viene de jugar. En el parking hay un vehículo de transporte de tropas. “Tratamos de no pensar mucho en la posibilidad de quedarnos aislados, porque si no te vuelves paranoico. Pero no tenemos miedo de Rusia. Estamos en la OTAN y solo Polonia ya podría con Bielorrusia”, afirma. Frente al Ayuntamiento de la localidad de Lazdijai, también en Lituania, se ve un detalle inhabitual en otros países comunitarios: junto a las banderas local, nacional y de la UE, ondea la de la OTAN. En la plaza central hay una instalación con las letras de la palabra libertad en lituano decoradas con la bandera de Ucrania.
A pocos kilómetros está la antigua verja fronteriza entre la entonces república soviética de Lituania y Polonia. Mide apenas dos metros y se conservan algunas partes como recuerdo, con lacitos con los colores de la bandera lituana anudados. El paso fronterizo de Lazdijai ―el único entonces― fue escenario de un momento histórico en 1990, en el aniversario del acuerdo secreto Ribbentrop-Molotov por el que la Alemania nazi y la URSS se repartieron territorios como Lituania. Una multitud se manifestó pacíficamente con el lema “Volvamos a Europa” para denunciar que los soldados soviéticos controlasen los accesos. Los numerosos pinos que rodean la valla recuerdan otro simbólico hecho posterior: en apenas cuatro días de 2003, entre la firma del acuerdo de entrada en la UE y el referéndum para confirmarlo, se plantaron miles para resaltar que, con Polonia y Lituania ya en la UE, la valla era cosa del pasado.
En las conversaciones aquí a veces se desliza una comparación histórica: Berlín Occidental durante la Guerra Fría. Un territorio rodeado de enemigos (como le sucedería a los bálticos sin acceso al corredor) cuya población sobrevivió a casi un año de cerco terrestre de la URSS en 1948 y 1949 gracias a decenas de miles de vuelos en el famoso puente aéreo aliado.
Más cerca que Berlín, a unos 300 kilómetros de aquí, estaba otro corredor más presente en los libros de historia: el de Danzig. Su invasión por los nazis en 1939 marcó el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Dividía a la República de Weimar de Prusia Oriental, que fue troceada tras la guerra, con la ciudad de Königsberg rebautizada por la URSS como Kaliningrado. Fue escenario de una de las terribles expulsiones de la minoría alemana bendecidas en la Conferencia de Yalta de 1945.
La historia trágica de la zona se aparece a cada poco. Un monumento “a las víctimas del terror estalinista” recuerda la muerte y desaparición de cientos de miembros de organizaciones clandestinas anticomunistas en 1945. “Murieron por ser polacos”, reza una inscripción en granito acompañada de decenas de cruces de madera y de un “roble papal”, crecido a partir de semillas consagradas por el polaco Juan Pablo II.
Aún se pueden ver 13 búnkeres alemanes de la época, mientras que en el Cementerio de las Siete Confesiones de Suwalki la parte judía (casi un tercio de su población antes de la Segunda Guerra Mundial) es un gran llano vacío, solo interrumpido por un monumento conmemorativo formado con trozos de lápidas. Fue destruido durante la ocupación nazi y los miles de residentes judíos que no lograron huir, exterminados.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.
Contenido exclusivo para suscriptores
Lee sin límites