La escritora Clarice Lispector tenía una hermana, Tania. En una de las cartas que le escribió le dijo: “Desde el momento en que me resigné, perdí toda la vivacidad y todo el interés por las cosas. ¿Has visto cómo se convierte en buey el toro castrado? Eso es lo que me ha pasado (…). Un día, una amiga se llenó de valor y me preguntó: ‘¿Eras realmente distinta, verdad?’. Dijo que pensaba que había sido apasionada y vivaz, y cuando me conoció aquí pensó: ‘O bien esta calma excesiva es una pose, o ha cambiado tanto que está casi irreconocible’. Otro me dijo que me movía con la lasitud de una mujer de 50 años, cosa que puede ocurrir con alguien que ha hecho un pacto con todos, y que se ha olvidado de que el centro vital de una persona tiene que ser respetado. Escucha: respeta incluso lo peor de ti misma, respeta sobre todo lo peor de ti misma”. Lo peor de mí misma me dicta cosas incómodas. No sé si las respeto. Pero están ahí.
El 21 de abril, el ex oficial de la policía de Minneapolis, un hombre blanco llamado Derek Chauvin, fue declarado culpable del asesinato del ciudadano negro George Floyd, a quien detuvo en mayo de 2020 por, supuestamente, pagar con dinero falso un paquete de cigarros. La prueba más relevante en la que se basó la sentencia fue el vídeo aportado por una chica de 17 años, Darnella Frazier, que aquel día había ido a comprar algo con su prima de 9 y que, al salir de la tienda, se topó con la escena: Floyd esposado boca abajo, Chauvin aplastándole el cuello con una rodilla, tan indiferente como si Floyd fuera un pedazo de alfombra. A lo largo de 10 minutos, la chica grabó con su teléfono esa escena mientras Floyd, que gritó unas 27 veces “no puedo respirar”, se asfixiaba. El juicio se llevó a cabo con la ciudad militarizada —la muerte de Floyd produjo, en su momento, revueltas en todo el país—, y al conocerse la sentencia Darnella Frazier lloró. Después escribió en su cuenta de Facebook: “¡George Floyd, lo logramos! Se ha hecho justicia”. Y en Instagram: “¡Mi corazón está con la familia de George Floyd! Aunque ninguna cantidad de cargos traerá de vuelta a un ser querido, se hizo justicia y su asesino pagará el precio. Lo hicimos”. Recibió miles de felicitaciones, se habló de ella como de una heroína.
Lo peor de mí misma se pregunta: ¿no pudo hacer algo más que grabar durante 10 minutos a un hombre que se asfixiaba? Después me digo que tenía 17 años. Que estaba con una prima de 9. Que es una muchacha negra criada en un sitio donde la violencia policial ya se cargó a unos cuantos de su mismo color de piel. Que grabar esa escena, en ese contexto, fue un acto de coraje. Que lo hizo en una ciudad donde la primera reacción del Departamento de Policía, después de la muerte de Floyd, fue publicar en su página: “Un hombre fallece a consecuencia de un incidente médico durante una interacción policial”. Al día siguiente, el mismo Departamento publicó una suerte de dispensa: “Al surgir información adicional disponible, se ha determinado que el FBI colabore en esta investigación”. La información adicional era el vídeo de Frazier, que se había viralizado. En 2016, Gallup hizo una encuesta acerca de la percepción de los estadounidenses hacia la policía. El 58% de los blancos tenía confianza en ella frente a un 29% de los afroamericanos, y el 67% de estos últimos contestó que la policía los trataba con menos justicia que a los blancos, pero sólo el 16% se atrevía a denunciarlo. Durante el juicio, Frazier dijo: “He pasado noches enteras pidiéndole perdón a George Floyd por no haber hecho más y no haber interactuado físicamente y no haber salvado su vida”. ¿Una chica de 17 años podría “haber hecho más” en esas circunstancias: enfrentarse a un policía blanco embarcado en una ejecución? Pienso en mí, a mis 17 años. Mi mayor acto de coraje público —los privados no cuentan— fue ir, en plena dictadura argentina y con algunos compañeros de colegio, a gritar a la puerta del Registro Civil de mi ciudad: “Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar”. La dictadura estaba terminando y ese acto estúpido me llenó de orgullo. Le daba vueltas a todo eso cuando el hombre con quien vivo entró a mi estudio. Le pregunté qué pensaba de Darnella Frazier. Me dijo: “Que en este siglo se puede ser un héroe por tener teléfono”. Insistí: “No: ¿qué pensás del hecho de que ella no haya hecho nada?”. Y me respondió, tajante: “Pero es que sí hizo algo”. Supongo que puso, muy contemporáneamente, las cosas en su lugar.
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