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El telón sube por fin en los grandes teatros del mundo

“No debemos considerar el teatro como algo que está ahí siempre, garantizado. Porque es algo sagrado”. Esto lo decía Lin-Manuel Miranda, creador de Hamilton, uno de los musicales más exitosos de Broadway de los últimos años, el pasado martes frente al teatro Richard Rogers, poco antes del reestreno de esta obra después de año y medio de parón por la pandemia. Aunque algunos escenarios de la ciudad regresaron a la actividad en verano, ha sido esta última semana cuando han vuelto a levantar el telón las producciones más populares, devolviendo la vida al corazón cultural de Nueva York y sumándose por fin a la progresiva reapertura de teatros y salas de ópera que se ha vivido en todo el mundo. También han arrancado sus nuevas temporadas o están a punto de hacerlo los principales coliseos de Londres, París, Roma y, por supuesto, España, uno de los pocos países donde estuvieron abiertos toda la temporada pasada.

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La nueva temporada comienza con muchas ganas por parte del público y grandes expectativas, pero también con cautela porque el parón ha dejado muy tocado al sector y porque las normativas anticovid todavía imponen límites, aunque de manera diferente según el país. Mientras en EE UU, Francia e Italia los espectadores necesitan presentar el certificado de vacunación para asistir a los espectáculos, otros como España o Reino Unido no lo exigen. Rigen además distintas restricciones de aforo incluso dentro de un mismo país: por ejemplo, desde este lunes, 20 de septiembre, Madrid permite vender el 100% de las entradas, frente a las limitaciones que se mantienen en el resto de España.

La actriz Kristin Chenoweth da la bienvenida al público antes del reestreno del musical ‘Wicked’, en el teatro Gershwin de Nueva York el pasado martes.Craig Ruttle / AP

La reactivación de Broadway va más allá de lo cultural: resucita el tejido económico en torno a los teatros —restaurantes, bares, tiendas de souvenirs, taxis—, que empleaba en conjunto a cerca de 97.000 personas y proporcionaba a Nueva York 14.700 millones de dólares (12.400 millones de euros) al año. El cartel de no hay billetes, no obstante, no podrá colgarse hasta que regresen a la ciudad los millones de turistas, nacionales y extranjeros, que constituían el 65% de su público.

Como hongos, gracias a la magia de los teatros, han brotado en las últimas semanas en Manhattan restaurantes y terrazas nuevos; veteranos diners y pubs que permanecían cerrados desde 2020; vendedores ambulantes de entradas o imitadores de personajes de Disney o Marvel: Broadway vuelve a ser una borrachera de gente y luces, tras año y medio como un agujero negro. Rose y Allen aguardaban el jueves con ansia en la cola de Hamilton. “Es la primera vez que vamos al teatro desde la pandemia y hemos tenido mucha suerte al conseguir entradas, está todo vendido hasta Navidad. Estamos emocionados, ¡otra vez al teatro!”, decían a la puerta del edificio, dos horas antes de la función. Personal con termómetros digitales y lectores de escáner para comprobar el estatus de vacunación desfilaban entre el público. Las mascarillas, obligatorias dentro de las salas, también se veían en las colas, sin excepción.

En el Ambassador, el teatro del incombustible musical Chicago, Joan, la taquillera, decía tener “casi todo vendido, aunque no sea una obra puntera, sino un clásico”. Los tres grandes éxitos (Hamilton, El rey León y Wicked) que hacían cada uno más de un millón de dólares de taquilla a la semana antes del cierre son estos días un hervidero de fans, pero las pequeñas salas para monólogos también se benefician del impulso. “Hemos tenido que delimitar la fila con cintas, para ordenar al público y hacer la comprobación vacunal. La gente colabora porque está deseando recuperar la normalidad”, explicaba un trabajador del teatro desde el que se emite un famoso late show televisivo y que registraba la fila más copiosa de la zona.

La resistencia del Odeón en París

También en París hay colas estos días. Elisabeth preparaba el jueves pasado la mascarilla y su certificado covid a las puertas del Odéon de París. “Lo echaba mucho de menos”, afirmaba esta jubilada y fiel desde hace años a la mítica sala de la rive gauche parisina. Al igual que durante la revolución de Mayo de 1968, este teatro del Barrio Latino se convirtió durante la pandemia en un símbolo de resistencia: en marzo, un grupo de artistas y técnicos ocupó, como medio siglo atrás, el Odeón para reclamar más ayudas para el sector del espectáculo durante el segundo cierre por coronavirus de cines, teatros y otros espacios culturales, que duró casi siete meses, hasta mediados de mayo. El movimiento se extendió rápidamente por toda Francia y decenas de salas permanecieron ocupadas durante semanas.

Pancartas de protesta en el teatro Odéon de París en marzo pasado por el cierre de los teatros en Francia.BERTRAND GUAY / AFP

Las pancartas de protesta han sido sustituidas por grandes afiches con la nueva cartelera. Elisabeth se ve “completamente segura” y feliz de poder regresar a “su” teatro. Tampoco Anne Marie y su hijo Ferhat, otros habituales del Odéon, sienten aprensión alguna a la hora de volver a sentarse en una sala con público. “La primera vez fue un poco raro, pero ya nos hemos acostumbrado”, dice él. “Estamos vacunados y llevamos mascarilla, no es menos seguro que ir al trabajo o en metro”, acota su madre.

El mundo del espectáculo en vivo francés necesita público apasionado, como Elisabeth, Anne-Marie o Ferhat. Pese a las generosas ayudas públicas durante la pandemia —el plan de reactivación de la economía anunciado en septiembre de 2020 prevé 2.000 millones de euros para la cultura, de los que ya han sido otorgados 793, según el Ministerio de Cultura—, el sector ha sufrido por el largo cierre y la amargura es amplia. “A pesar de haber recibido muchas ayudas y acompañamiento de los poderes públicos, hay un sentimiento de relegación en las prioridades, como si la cultura fuera un tema de segunda categoría”, resumía recientemente en Le Monde Françoise Benhamou, profesora de Economía en La Sorbona. “Creía que un país como el nuestro, que habla tanto de la excepcionalidad cultural francesa, se habría enorgullecido de mantener los lugares culturales abiertos”, lamenta el actor Nicolas Briançon.

El también director teatral comparte un miedo generalizado del sector: que la normalidad tarde en regresar. En la rue de la Gaîté, donde los pequeños teatros privados —que solo ahora retoman su actividad de forma generalizada— se multiplican entre bares y restaurantes, vuelven a formarse desde hace unos días colas ante las salas de espectáculos. Pero todavía no se ha recuperado el ritmo, dice Briançon. “El público empieza a volver, pero no es tan sencillo”, cuenta poco antes del comienzo de Jacques y su amo, la pieza de Milan Kundera que dirige y protagoniza en el teatro Montparnasse. “Todos decíamos que la gente tiene sed de cultura, pero no es verdad, muchos han perdido la costumbre de ir al teatro y vamos a tener que recuperarla. Se han acostumbrado a Netflix, a regresar a casa por la tarde. Es más difícil decir ‘voy al teatro’ que decir ‘bueno, me saco una cerveza de la nevera y me pongo una serie en casa’. Esto va a tomar algo de tiempo”, advierte. Aun así, la sensación de alivio de avanzar hacia una normalización de la vida cultural es compartida, asegura. “Pese a todo, para nosotros es una liberación poder ejercer nuestro oficio”, dice mientras reparte saludos entre los que esperan a la función.

Un técnico cuelga un cartel del musical ‘Mamma Mia’ la semana pasada en Londres. NEIL HALL / EFE

Regreso escalonado en Londres

A finales de agosto, el entonces ministro británico de Cultura, Deportes, Medios y Asuntos Digitales, Oliver Dowden, expresaba su entusiasmo en una tribuna para el londinense Evening Standard: “Ha sido un especial placer ver cómo todos aquellos recintos culturales que el Gobierno apoyó durante la pandemia regresan a la vida y vuelven a ponerse en pie”. Dowden, sin embargo, ha caído en la reciente remodelación de Gobierno impulsada por el primer ministro, Boris Johnson. En gran parte, por su escaso tacto para relacionarse con el mundo de las artes, pero también por las críticas recibidas por su falta de ayuda financiera, frente a la que recibían las instituciones culturales de Francia o Alemania. Los teatros pudieron acogerse al llamado Job Retention Scheme, un sistema similar a los ERTE de España. Pero no han recibido apenas apoyo económico para sus dos principales amenazas: la escasez de turismo externo que los sostenía —especialmente en Londres— y el cambio de hábitos culturales de muchos ciudadanos después de la pandemia. Desde el llamado “Día de la libertad”, el pasado 19 de julio, cuando se levantaron las últimas restricciones, los teatros del West End, el Royal Albert Hall, la Royal Opera House o el Globe, han podido volver a abrir con pleno aforo. Muchos han preferido hacerlo de un modo escalonado y han mantenido reglas de distancia social o controles aleatorios de algunos clientes para comprobar si disponían de la pauta completa de vacunación.

Los musicales del West End londinense han resucitado gracias al lanzamiento de proyectos de presupuesto extraordinario: la Cenicienta de Andrew Lloyd Weber (el rey Midas de los musicales), Frozen, de Disney, o la versión teatralizada del éxito cinematográfico Regreso al futuro. Los empresarios teatrales han renunciado a las matinées de los miércoles, muy populares entre los turistas extranjeros por su bajo precio, y han redoblado funciones los sábados y domingos para atraer a un público nacional que, de momento, no ha fallado. El ahorro acumulado por las personas que pudieron mantener su empleo durante la pandemia y las vacaciones forzosas en el interior del país han permitido a los teatros más populares lograr aforos de más del 90%.

Duras restricciones en Italia

El Teatro de la Ópera de Roma ha vuelto a abrir sus puertas después de un año y medio en el que ha sobrevivido con espectáculos en línea y gracias a dos temporadas estivales extraordinarias al aire libre en el Circo Máximo de la capital. El 14 de septiembre se abrió la temporada en el mítico Teatro Costanzi con el ballet Notre-Dame de París, de Roland Petit, con un aforo reducido del 30%, lo que ronda los 500 espectadores (su aforo normal es de 1.600 asistentes), como explica a este diario la directora del cuerpo de baile de la Ópera de Roma, Eleonora Abbagnato.

La normativa en vigor en Italia es de las más estrictas. La ley dicta que el aforo de las salas culturales deberá reducirse al menos al 50% y especifica que los espectáculos al aire libre no pueden superar los 1.000 asistentes, y los que se desarrollen en espacios cerrados deberán tener como máximo un público de medio millar de espectadores. Además, para acudir al cine, al teatro, a conciertos o a cualquier espectáculo en directo es obligatorio llevar mascarilla, respetar las reglas de distancia social y mostrar el certificado covid que acredita la vacunación, que se ha superado la infección o que se ha dado negativo en una prueba reciente de coronavirus. El ministro de Cultura, Dario Franceschini, varios gobernadores regionales y numerosos exponentes del mundo del espectáculo, entre ellos músicos, directores de cine como Paolo Sorrentino, o actores como Toni Servillo, han pedido que se revisen estas normas y se amplíen los aforos de cara a la nueva temporada.

Una escena del ballet ‘Notre Dame de Paris’, estrenado en la Ópera de Roma la semana pasada.Fabrizio Sansoni / Teatro dell’Opera di Roma

“La situación sigue siendo incierta, hay que estar muy atentos y hay que tutelar la salud, se puede hablar de recuperación, pero todavía es muy complicado”, apunta Abbagnato. Y explica que los 75 bailarines que salen a escena se realizan pruebas de covid cada dos días. Durante el confinamiento y lo peor de la pandemia la Ópera de Roma consiguió mantener la programación tanto con retransmisiones en línea como con las obras al aire libre en verano, que esta temporada vieron más de 31.000 personas, un 37% más que el año anterior. “Es importante volver a experimentar las emociones de los espectáculos en espacios cerrados. Los teatros no pueden y no deben morir”, señala. Para esta temporada tienen previstas 12 óperas y seis ballets.

La pandemia ha asestado también un duro golpe a la música clásica. Habitualmente, para un artista de este sector el 70% de sus ingresos proviene de los conciertos. Aunque han sobrevivido con retransmisiones en internet y gracias a las ayudas del Gobierno, ha sido complicado. Además, volver a atraer al público es ahora un reto. “Se ha perdido el sentido de agregación de los conciertos, eran momentos de comunidad entre el público y los artistas”, señala el pianista Francesco Taskayali. Y añade: “Percibo una cierta desconfianza del público. No hay las mismas ganas de ir a un concierto que antes, puede ser por la burocracia, por la necesidad de presentar el certificado covid, por el miedo al virus o porque se ha perdido la costumbre. La pandemia ha tenido un impacto psicológico sobre las costumbres del público”.

El pianista Francesco Taskayali, durante un concierto que ofreció en un barco de inmigrantes de la Cruz Roja durante el cierre de los teatros y las salas de música.

El virus también cambió la agenda de Taskayali: menos conciertos, ni rastro de salidas internacionales y un voluntariado con la Cruz Roja que lo llevó a tocar en los barcos que el Gobierno italiano habilitó el pasado año para que los inmigrantes que llegaban a través del mar pasaran la cuarentena. Además, decidió trasladarse a la isla de Ventotene, en el mar Tirreno, para inspirarse a la hora de componer. “Muchos compañeros tenían problemas para escribir, estar en casa no inspira”, dice. En el entorno idílico de la isla creó un disco que acaba de grabar y que presentará en los próximos meses. Afronta la nueva temporada con optimismo. “Me están llegando peticiones para conciertos, se está recuperando el ritmo lentamente”, apunta, pero lamenta que la obligatoriedad del pasaporte covid pueda disuadir al público. “Humanamente, lamentaré si alguien no puede entrar en un concierto por no tener el certificado. Este salvoconducto lo que hace es dividirnos entre quien lo tiene y quien no”, apunta. “Los músicos en el Titanic tocaron hasta el final, al fin y al cabo la música es una salvación”.


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