Estaba anunciado desde septiembre, pero aun así las imágenes del edificio Burroughs Wellcome medio destrozado ya por la excavadora han hundido a los admiradores de la arquitectura brutalista y de Paul Rudolph en particular, que habían recogido casi 6.000 firmas para parar la demolición.
Rudolph, que fue jefe del departamento de arquitectura de Yale durante seis años (allí tuvo como discípulos entre otros a Norman Foster y Richard Rogers), recibió en 1969 el encargo de construir el nuevo cuartel general de la farmacéutica Burroughs Wellcome, que se trasladaba de Nueva York a Carolina del Norte. Tres años más tarde, entregó este edificio singular que se considera una cumbre del brutalismo, inspirado en la casa de la cascada de Frank Lloyd Wright, una mole de hormigón construida a base de módulos trapezoidales que se escalonan los unos encima de los otros hasta formar una montaña y que, gracias a su aspecto futurista se utilizó una década después para rodar la película de ciencia ficción Proyecto Brainstorm (Douglas Trumbull, 1983). Injustamente olvidada, es el primer filme en el que se trató lo que hoy se conoce como realidad virtual. Durante el rodaje, por cierto, se conocieron Christopher Walken y Natalie Wood y ahí nació el rumor de que podrían estar viviendo un romance.
La intención de Rudolph siempre fue que el edificio pareciese una extensión del lugar en el que se levantaba, unas colinas boscosas. Además, estaba diseñado para que se fuese expandiendo con facilidad. No a todo el mundo le gustó ese diseño que se calificó de “agresivamente modular”. El historiador Alex Sayf Cummings dijo, con intención despectiva, que le parecía “un templo maya posmoderno”.
A Rudolph probablemente no le hubiera molestado la definición. Hijo de un pastor protestante, creció yendo de parroquia en parroquia y resistiéndose a los intentos de su familia por que siguiera en el asunto de la fe. Solía contar que su enamoramiento de la arquitectura llegó el día en que, a los 22 años, visitó con su familia la casa Rosenbaum, de Frank Lloyd Wright, en Florence, Alabama, y quedó deslumbrado. Fue durante un tiempo discípulo y socio de Ralph Twitchell, considerado uno de los padres del movimiento moderno y, a partir de los sesenta, desarrolló su propio estilo, con el uso de bloques de hormigón de formas geométricas y sinuosas. En la que es quizá su construcción más famosa, el edificio de Arte y Arquitectura de la Universidad de Yale, actuó durante un tiempo como cliente y arquitecto a la vez, ya que era el decano de la escuela y el encargado de levantar un espacio que habría de marcar la pauta del estilo brutalista.
Quienes han intentado, sin éxito, salvarlo hasta el último minuto –en cabeza, la Paul Rudolph Heritage Foundation, que ahora inicia campaña para proteger otro edificio de Rudolph, el Boston Government Service Center, que tiene el aspecto de un castillo medieval de hormigón– , se aferraban no solo al valor arquitectónico del edificio, sino también al simbolismo de su historia. Allí se descubrió el AZT, el tratamiento que ha permitido hacer vida casi normal a millones de afectados de VIH. De hecho, en los ochenta, el lugar era un foco habitual de protestas de asociaciones como Act Up, por el precio desorbitado que la farmacéutica puso al medicamento, que dificultaba su acceso a muchos afectados. En 1988 se le cambió el nombre a Elion-Hitchings en honor a dos científicos, Gertrude Elion y George Hitchings, que ganaron el Nobel de Medicina por el trabajo que desarrollaron allí en torno al ADN de las células cancerígenas.
Nada de esto ha conmovido a United Therapeutics, la empresa que es ahora dueña del edificio. Aseguran que estudiaron la manera de mantenerlo pero que resulta “poco seguro, no adecuado medioambientalmente y funcionalmente obsoleto”. Lo que sí están haciendo los propietarios es colaborar con una asociación local, NC Modernist, que se encarga de preservar el legado arquitectónico del estado de Carolina del Norte, donde, curiosamente, se concentra una gran cantidad de casas del llamado movimiento moderno. Muchas de ellas han sufrido ya el mismo destino que el edificio Burroughs Wellcome.
En 2001 se demolió la Casa Catalano, una residencia que construyó en Raleigh el arquitecto argentino Fernando Catalano y que mereció los elogios el propio Lloyd Wright (que los escatimaba). Los locales la conocían como “la patata frita” porque su techo tenía forma de patata ondulada. Tras pasar por varias manos, la vivienda estuvo desocupada durante cinco años y quedó dañada por acciones vandálicas y por las propias inclemencias del tiempo. A pesar de que hubo varios intentos por salvarla, terminó derruida. También en Raleigh estaba la casa de la familia Pascal, de estilo mid-century. Aunque estaba en un registro de edificios singulares, los herederos permitieron que se derrumbase en 2013.
A nivel global, existen decenas de edificios brutalistas con las horas contadas. La plataforma SOS Brutalism, que actúa a la vez como base de datos, organizadora de exposiciones itinerantes y lobby para la preservación de la arquitectura, va alertando cada vez que uno de sus amados “monstruos de hormigón” corre peligro. A veces lo consiguen. Hace justo un mes, los activistas arquitectónicos consiguieron detener la demolición del llamado Mäusebunker, “el búnker de los ratones” –es una constante que este tipo de edificios singulares se ganen nombres afectuosos por parte de los vecinos–, el antiguo laboratorio de investigación con animales (de ahí el nombre) de Berlín. Plagado de asbestos y abandonado desde 2010, el edificio suele aparecer en anuncios y películas –Denis Villeneuve rodó allí una escena clave de Blade Runner 2049– y también, de fondo, en los instagrams de algunos exploradores urbanos. La web Abandoned Berlin le da una calificación de 9 sobre 10 en cuanto a dificultad para colarse.
También hay campañas en marcha para salvar el famoso Hotel du Lac, en Túnez, la pirámide invertida de hormigón que proyectó a principios de los setenta el arquitecto italiano Raffaele Contigiani, y para preservar la residencia de estudiantes Dunelm, en Durham, Inglaterra, o los apartamentos Pearl Bank, en Singapur. Y, sistemáticamente, cada una de estas campañas suele enfrentarse a la incomprensión local, a vecinos que se preguntan: ¿en serio quieren salvar esto?
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