Los resultados de la primera vuelta de las presidenciales francesas demuestran otra vez el avance implacable de la extrema derecha. Marine Le Pen no solo llega por segunda vez a la segunda vuelta, sino que amplía su resultado de 2017 (21,3%) al 24,4% ahora. Emmanuel Macron, con casi el 29%, será probablemente reelegido, pero lo que es seguro es que no se beneficiará del efecto que suele generar cualquier candidato de la extrema derecha. La mayoría de los partidos republicanos llaman a votar al candidato Macron en la segunda vuelta, pero sin entusiasmo. La decadencia de los dos ex grandes partidos (Partido Socialista y Los Republicanos) se ha consumido, una nueva página se abre, en la que la extrema derecha se ha vuelto un partido aceptable para millones de ciudadanos. Si añadimos a los votos de Marine Le Pen el 7% del otro candidato racista, Éric Zemmour, tenemos una extrema derecha que supera el 30%. Todo dependerá, en la segunda vuelta, desde luego, de la movilización de los diversos electorados y sobre todo del nivel de abstención.
Queda esta cuestión: ¿por qué la extrema derecha xenófoba, autoritaria y antieuropea ha logrado ser hoy una alternativa capaz de gobernar frente a todas las fuerzas democráticas en Francia? Este país es el único en Europa occidental que, desde 1983, está experimentando la llamarada continua y tenaz del extremismo xenófobo hacia el poder. Los resultados de las elecciones presidenciales de estos últimos 40 años hablan por sí mismos: en 1988, Jean-Marie Le Pen consigue el 14,39% de votos en la primera vuelta frente al presidente socialista François Mitterrand; en 1995, alcanza el 15% frente a Jacques Chirac, candidato conservador; en 2002, con un 17,79%, supera todos los pronósticos y accede a la segunda vuelta frente al mismo Chirac y por delante del socialista Lionel Jospin; en 2007, retrocede al 10,44% frente al ultraconservador Nicolas Sarkozy, pero en 2012, su hija, Marine Le Pen, reconquista un apoyo del 17,90% que, en 2017, suma en la segunda vuelta hasta el 33,90% frente a Emmanuel Macron.
La progresión de esta fuerza política no es solo constante, sino particularmente profunda, porque exhibe también la misma cara dentro de todo el conjunto de la representación política: en los ayuntamientos, con millares de concejales, en los departamentos y las regiones, en la Asamblea Nacional y, finalmente, dentro de todos los aparatos y las instituciones del Estado y de la Administración. Su influencia es fundamentalmente ideológica: la narrativa de exclusión del otro, la retórica del odio, la dimensión antieuropeísta, se han ido inoculando, totalmente banalizados, en la conciencia de partes importantes de la ciudadanía, al mismo tiempo que Marine Le Pen ha suavizado su discurso pretendiendo defender una concepción “social” del Estado.
Las causas que explican esta evolución son muy complejas, pero pueden resumirse en una constatación: la responsabilidad de las élites políticas y culturales francesas, que no supieron adaptar Francia a su nueva realidad de sociedad de diversidad étnica, cultural y confesional, ni proponer un proyecto social que pueda juntar a los ciudadanos. Eso es lo que se paga ahora.
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