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El testamento vital de Pau Donés

Pau Donés posa a su llegada a la gala homenaje a Joan Manuel Serrat en Las Vegas (Estados Unidos) en 2014.Mike Nelson

Cuando le vi lo supe. No me lo dijo, no se lo pregunté, esas cosas no se dicen ni se preguntan entre desconocidos, pero tuve la certeza de que él sabía que yo sabía que él sabía. Lo leí verde sobre negro en sus iris. Supe que, si no me tocaba a mí antes la aciaga lotería, iba a tener que escribir estas líneas de despedida. Solo recé que fuera lo más tarde posible. Demasiado pronto ha sido. Fue en Madrid, entre cajas del teatro Alcázar, en marzo hizo tres años. Presentaba Pau Donés su gira, su disco y su libro 50 palos, por los 50 años que le caían encima esa primavera, y por el palo más gordo que le había dado la vida: el cáncer que le habían diagnosticado dos años antes y que le había dado ya los suficientes y terribles zarpazos para que supiera que de esa no salía. Él lo sabía. Sabía que iba a morir. Se le notaba en los ojos y en los huesos y en el humor negro con un toque amargo que se gastaba aquella jornada. Pero también en la determinación de devorar la vida que le quedara como si no hubiera un mañana. Y hubo muchas, quizá no tantas como imaginaba, hasta que se ha acabado lo que se daba. Porque eso consideraba Pau que era la vida. Lo que daba y lo que le era dado. El título de la última canción que le hemos visto interpretar, Lo que tú me das, dedicado a quienes le han querido en la vida, es su mejor testamento.

Pau Donés es –ay, era- un tío bueno y un buen tío en todos los sentidos del término. Estaba bueno, eso era evidente. Alto, fibroso, moreno de ojos verdes: uno de los músicos más guapos de los muy guapos músicos de los noventa. Pero sobre todo era un buen tío. La pose canallita de sus tiempos de estrella latina nunca logró ocultar la bondad, la alegría de vivir y la exaltación de los placeres sencillos que constituían, más que el sexo, las drogas y el rock and roll de los que gozó en vida a espuertas, los temas centrales de sus canciones. Todo, hasta que la enfermedad le quitó de cuajo la tontería, las prisas y los humos y ensombreció su ánimo y sus letras hasta llamar a la muerte por su nombre de tú a tú y a la cara en su tema Humo. Maneras de vivir y maneras de no dejarse morir en vida.

Así dijo aquel día sentirse. Acojonado a ratos. Eufórico otros. “Tan vivo como tú, que te vas a morir igual, aunque igual yo llevo más papeletas”, me dijo. Nos despedimos hasta la próxima charla, sabiendo que quizá nunca la hubiera y, desde entonces, cada vez que le he visto en una entrevista o una foto, le he recordado como aquella mañana en el teatro. Socarrón. Tierno. Ilusionado, que no iluso. Amorrado a la litrona de suero que le habían prescrito los médicos para aguantar la tralla de enfrentarse al público. Agua y azúcar a morro, él, que se lo había comido, bebido, follado y metido todo, “enganchado a un caramelo, como un crío”, se rió de sí mismo. Ya entonces estaba flaco. Sesenta y seis kilos en un metro ochenta y cinco de tío. Mucho más flaco que la flaca de la canción que nos sabemos de memoria usted, y yo, y nuestros padres, si vivieran, y nuestros hijos. Mucho menos de lo que estaba en la última imagen de él que guardaremos en la retina. Dicen que para el último videoclip que grabó hace solo un par de semanas, no pudo ni levantarse de la silla y bailar con su hija Sara el último vals de su última fiesta. “Ojalá los enamorados se sigan besando en las verbenas con La flaca dentro de 50 años”, me dejó dicho hace tres años, como penúltimo deseo. ¿Alguien duda de que le será concedido? Chao, flaco. Descansa en paz, Pau, valga la redundancia. Luego dicen que no hay nombres bien puestos.


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