Mi abuelo paterno fue maestro rural muchos años en un pueblo situado a 12 kilómetros del suyo. Cada mañana montaba en su bicicleta —no precisamente de fibra de carbono— y emprendía su ruta por caminos sin asfaltar hasta llegar a su destino. Daba clases y luego regresaba por los mismos pedregales.
Una vez le pregunté por qué no se había comprado un coche. La respuesta era obvia. Para la mayoría de españoles era impensable entonces tener un vehículo propio. En 1950 había 88.000 turismos en un país de 28 millones de habitantes. Uno por cada 318 personas. El automóvil era símbolo de enorme estatus. Y cuando hace unas décadas se convirtió en un objeto de consumo masivo sonreíamos con paternalismo al ver las imágenes de las ciudades chinas. “Pobrecillos, aún van todos en bicicleta”.
Mucho han cambiado las cosas. Los ricos de las caricaturas antiguas eran señores gordos, con traje, que fumaban puros en coches enormes. Ahora son flacos, llevan una vida sana y, los realmente poderosos, visten ropa informal y zapatillas. También ha habido una revolución en la forma de desplazarse, al menos por las ciudades. Lo que mola, si uno es tan afortunado de poder permitírselo, es ir en bicicleta, como mi abuelo o como los padres de los actuales chinos. O en patinete eléctrico. O en algunas otras nuevas formas de transporte propiciadas por la tecnología de las que hablamos en este número.
El coche privado, imbatible en carretera, se ha convertido en sospechoso en las grandes urbes. “¿Es verdad que para desplazarse por la calle una sola persona se montaba en un artefacto contaminante de una tonelada que estaba aparcado el 95% del tiempo?”, nos preguntarán nuestros nietos.
Este sábado, en la revista Retina —gratis en tu kiosko con EL PAÍS— repasamos cómo la pandemia está afectando a las nuevas formas de movilidad urbana, entrevistamos a la española que ha impulsado la innovación de la ciudad de Nueva York y analizamos si los ordenadores cuánticos acabarán con la criptografía tal y como la conocemos.
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