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El Tribunal Penal Internacional cumple 20 años con el mayor reto de su historia: juzgar los crímenes de guerra en Ucrania

El Tribunal Penal Internacional cumple 20 años con el mayor reto de su historia: juzgar los crímenes de guerra en Ucrania

El Tribunal Penal Internacional (TPI) abrió sus puertas en Países Bajos hace dos décadas, sin hacer apenas ruido. Una avanzadilla de ocho funcionarios se instalaron el 1 de julio de 2002 en un edificio que entonces era provisional, pero albergaba ya la primera corte permanente para juzgar crímenes de guerra y contra la humanidad y genocidio. Se trataba de un hito de la justicia internacional, y también del mayor aviso lanzado hasta la fecha hacia los máximos responsables de los peores delitos penales. Al no reconocerse la inmunidad en razón del cargo, cualquier líder político, militar o guerrillero podría responder ante 18 jueces de diversas nacionalidades. Veinte años después, la sede del TPI es un imponente inmueble plantado en la ruta del distrito costero de La Haya, ha habido tres fiscales jefe, y la corte afronta el mayor reto de su historia: investigar y juzgar los crímenes cometidos en la guerra de Ucrania.

El TPI no ha conseguido todavía una sentencia firme contra un mandatario estatal, pero los estándares marcados por el Estatuto de Roma, su texto fundacional, han ayudado a que avanzase la jurisdicción universal, que permite a los jueces nacionales abordar casos de este tipo. Tiene, sin embargo, una doble asignatura pendiente. Por un lado, necesita más apoyo por parte de sus 123 miembros para que se vuelquen en otros casos como lo han hecho tras la invasión rusa en Ucrania. Es la primera vez que 40 países le han pedido a la Fiscalía que investigue las atrocidades perpetradas en esa guerra. Su titular, el jurista británico Karim Kahn, se ha estrenado además en una forma de cooperación singular. Colabora con el denominado Equipo Conjunto de Investigación (JIT) del que forman parte Polonia, Lituania y la propia Ucrania, además de Estonia, Letonia y Eslovaquia. Entre todos, recogen y almacenan pruebas que servirán para preparar luego posibles casos sobre crímenes de guerra o contra la humanidad perpetrados en territorio ucranio.

“Ucrania ha invitado al fiscal del TPI a que investigue los delitos cometidos en su territorio por responsables de otro Gobierno, en este caso Rusia, que es casi una novedad. Lo usual es que se llame a la Fiscalía para que haga lo propio, pero con las fuerzas rebeldes como señalados. Aquí se trata de efectivos gubernamentales de otro Estado, y es una oportunidad de oro para que Kahn demuestre la capacidad de su oficina”, explica Reed Brody, miembro de la Comisión Internacional de Juristas, que fue abogado principal de las víctimas del dictador de Chad, Hisène Habré.

En conversación telefónica desde Estados Unidos, Brody añade de inmediato que la colaboración con Ucrania, “es necesaria y nadie la pone en duda ante la flagrante agresión de Rusia”, pero presenta un peligro. “Son los dobles estándares. Si no quiere ser visto como el brazo jurídico de la OTAN, ¿por qué se actúa solo así en este caso? El fiscal también tiene competencia en Palestina y aduce que no cuenta con recursos suficientes. Tampoco los ha pedido de la misma manera, y eso es una contradicción. O el recorte del caso de Afganistán, [donde solo abordará los posibles crímenes de talibanes y el Estado Islámico (ISIS), y no los actos de las fuerzas estadounidenses]. Debe trabajar de manera igualitaria porque hay un riesgo de instrumentalización. Como si la política penal de un fiscal independiente dependiese de la voluntad de los países miembros del TPI, que deben contribuir a mantenerlo”.

La falta de cooperación de los Estados miembros con el tribunal es resaltada también por Delphine Carlens, responsable de justicia internacional de la Federación Internacional por los Derechos Humanos (FIDH). Según ella, “investigar un caso lleva tiempo y los países deben facilitar el acceso de los expertos y ayudar con la ejecución de las órdenes de arresto, porque el tribunal carece de policía. No se trata solo de una responsabilidad política de los Estados. Abarca también lo práctico”. Le parece, asimismo, que la ayuda prestada no debe ser selectiva. “El fiscal Kahn tiene potestad para apoyar otros casos con los fondos recibidos. En especial en un momento de gran reto para la legitimidad y credibilidad del tribunal”, añade Carlens. Hasta la fecha, el TPI ha visto 31 casos y los jueces han emitido 37 órdenes de arresto. Han comparecido ante los jueces 21 detenidos, y 12 sospechosos siguen huidos. Se han dictado 10 sentencias y cuatro procesados han ganado su apelación.

Los desafíos de la corte

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La otra cara de la asignatura pendiente de esta corte es más difícil, si cabe. Estados Unidos, China, India, Corea del Norte o Israel no forman parte de la misma. No están. No se les espera, y entorpecen a veces su labor. Como cuando Rusia y China impusieron en 2014 su veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, impidiendo que la investigación sobre los crímenes perpetrados en Siria llegara al TPI. Si bien es cierto que Siria tampoco es miembro del tribunal, la ONU puede remitir casos a la fiscalía de la corte, pero se impuso el freno de ambas potencias. “En estos 20 años, se ha impartido justicia en el mundo gracias también a lo que representa el tribunal. Como en el caso de Hissène Habré, el dictador de Chad entre 1982 y 1990. La Unión Africana quiso demostrar que podía juzgarlo en el propio continente, y Habré fue condenado en 2015 a cadena perpetua”, indica Reed Brody.

Para el experto, “la distancia geográfica de unos jueces que no están en el lugar de los hechos puede calificarse de error de diseño”. Lo ocurrido con la investigación sobre Kenia es un ejemplo palpable. “Es muy difícil hacer justicia desde lejos cuando un país se niega a ello. El Gobierno de Kenia controlaba el escenario del crimen, las pruebas, los testigos, todo. Y el TPI tuvo que retroceder”. En 2014, la Fiscalía renunció a juzgar al presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta, por crímenes contra la humanidad supuestamente cometidos tras las elecciones de 2007. La entonces fiscal jefa, la gambiana Fatou Bensouda, le acusaba de responsabilidad indirecta en la muerte de unos 1.300 civiles, pero no pudo reunir pruebas para demostrarlo.

Ha habido otros fiascos. Como el caso de Jean-Pierre Bemba, exvicepresidente de la República Democrática de Congo. En 2016, fue condenado a 18 años de cárcel por crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos bajo su mandato por el Movimiento de Liberación de Congo (MLC). En 2018, la Sala de Apelaciones le absolvió alegando que “no se le puede responsabilizar desde el punto de vista penal de esas atrocidades”. Sí se ha condenado a señores de la guerra, como el congoleño Thomas Lubanga, que cumple 14 años de cárcel por reclutar niños soldado entre 2002 y 2003. Y se ha dictaminado que forzar el matrimonio y el embarazo es también un crimen en la guerra. En 2022, se condenó por ello —entre otros delitos— a 25 años de cárcel a Dominic Onwen, antiguo niño soldado ugandés.

Para Brody, hay ya un “ecosistema de la justicia internacional en el mundo que vale la pena fortalecer, facilitado en cierto modo por el TPI”. Su traducción es el proyecto de un mecanismo internacional y permanente de investigación, “que pueda trabajar en lugares donde el TPI no llega”. “Hoy existen mecanismos para Myanmar, Siria, y sobre Daesh (Estado Islámico), que comparten sus pruebas con las cortes nacionales. Son nuevas formas de justicia, más ágiles, que no restan valor al TPI”. Si bien han amainado las críticas de los primeros tiempos porque la fiscalía se centraba supuestamente en África, Carlens, subraya que el tribunal debe apoyar de forma estructural a las víctimas y hacer efectiva la reparación, ya sea económica o simbólica y colectiva, que les corresponda. Dice que, hasta ahora, “ha dependido en parte de la interpretación de los jueces, cuando las víctimas están en el centro del Estatuto de Roma”. El tratado consagra su participación activa.

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