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El viaje a Cuba que cambió a Matt Dillon para siempre: “No puedes ir por ahí dando lecciones de historia a la gente”


Estamos en 1993. Matt Dillon (New Rochelle, Nueva York, 1964) es una estrella consumada. Incluso madura. Hasta un poco pasada. Los pósteres han empezado a caerse de las paredes de habitaciones adolescentes, ya no decora tantas carpetas. Aún es un ídolo juvenil, pero de otra generación. La época dorada del brat pack, esa pandilla de atractivos mocosos –Tom Cruise, Patrick Swayze– en la que le metió el periodista del New Yorker David Blum por su papel de Dallas, Dally, en Rebeldes (1983), ha quedado atrás. Dillon se arriesgó dando el salto al cine independiente y cayó de pie, con una de sus mejores películas, Drugstore cowboy (1989), segundo filme de Gus Van Sant. Pero sus siguientes elecciones tuvieron un éxito desigual: Bésame antes de morir, Solteros y un videoclip con Madonna. En 1993, el actor gozaba de un tiempo de calma antes de que llegara su segunda década prodigiosa, la que empezó con Todo por un sueño (1995), también con Gus Van Sant, y terminó con Crash (Paul Haggis, 2004) y su única nominación al Oscar. Ese año, en el que su carrera estaba en calma, como su fama, se marchó a Cuba. Fue su primer viaje a la isla.

Seguimos en 1993. Aún quedan cuatro años para la publicación del disco Buena Vista Social Club y seis para el documental homónimo de Wim Wenders que puso imágenes a ese revival de la música cubana. Dillon se adelantó. También a la tormenta de dj’s estadounidenses que se lanzaron a comprar discos en Cuba tras el aperturismo de Obama. Con esa inconfundible voz profunda, el actor recuerda ese primer viaje a La Habana al principio de su documental, El gran Fellove, con imágenes del malecón y de él en esos coches cincuenteros, mientras sitúa aquella tienda escondida con discos baratos y simpático dueño en la calle Neptuno. Aquella visita supone un antes y un después en la pasión arqueológica por la música latina que ha desarrollado en Nueva York en contacto con la población puertorriqueña. “Era como estar en la gloria”, dice de aquella tienda. Aunque la mitad del tiempo “ni sabía lo que compraba”, admite. Sus ojos se iban a toda portada en la que leyera mambo o montuno.

“La verdad es que no sé por qué me gusta este tipo de música y no otro más tradicionalmente estadounidense”, contestaba en el pasado Festival de San Sebastián, al que acudió para la presentación mundial de su documental, parada final de un viaje de 20 años, casi 30 si ponemos el origen en esa primera visita a la isla caribeña. “Cuando te gusta algo es muy difícil explicar los motivos, es complicado expresarlo con palabras. Es algo que sientes. Lo mío con la música afrocubana es una cuestión de emociones, es una atracción casi animal. Cuba es un milagro, una isla pequeña con una música increíble. Cuando aterrizas allí caes automáticamente rendido a su sonido, su ritmo, su forma de entender el mundo”.

Para el actor todo va de sentimientos, de emociones. Son algunas de sus palabras favoritas. Por eso, aunque El gran Fellove sea un documental informativo que rinde tributo a un músico olvidado y a toda una generación de artistas que se exilió de Cuba en los cincuenta, el protagonista de La ley de la calle no lo habría podido hacer sin el ritmo de las pulsiones que despiertan tanto su música como sus testimonios. “No puedes ir por ahí dando lecciones de historia a la gente, soltando hechos sin más, hay que preocuparse por las personas. Cuando piensas en ellas, puedes hablar de política, de racismo, de música… Si conectas con la gente, descubres sitios y nombres interesantes”, dice convencido y echando mano de su frase favorita: “La emoción va por delante de la información”.

Para él fue así, primero se emocionó con Fellove, después descubrió su historia. Quizá es la razón por la que, en persona, a Dillon le cuesta situar el origen de su segunda película como director, tras su esforzado debut, La ciudad de los fantasmas (2002), que rodó durante seis meses en Camboya y fue un fracaso de taquilla. Pero en el documental da más pistas: habla de esa pequeña tienda de La Habana donde encontró el disco de Guapacha, un cantante cubano de scat, la improvisación a través de sílabas aleatorias casi siempre sin sentido, y cómo poco después un dj cubano le dijo que si le había gustado Guapacha, le encantaría Fellove. Así fue, se enamoró al instante de la sincera alegría y la contagiosa energía de Francisco Fellove Valdés, alias El Gran Fellove, pionero del scat afrocubano y de la generación del filin (spanglish de feeling, sentimiento en inglés), el bolero moderno con influencias jazzísticas que se convirtió en un movimiento.

A Dillon, un avanzado en la música caribeña, le sorprendió no saber nada de él. Con 17 años, Fellove compuso el éxito Mango mangue, versionado después por todos los grandes: Celia Cruz, Tito Puente, Charlie Parker, Johnny Pacheco… “Tuvo una influencia enorme. Podríamos definir su éxito como marginal, pero era un tipo muy interesante”, relata. En 1999 le habló de Fellove a su amigo Joey Altruda, también músico y productor, y este lo encontró en México, donde el cubano se había exiliado en 1955, antes de la revolución, buscando las calurosas oportunidades que daba un país al que no le importaba la raza de sus artistas, como sí ocurría aún en Cuba o en EE UU. “Si Buena Vista Social Club era la película de los que permanecieron, he querido que esta sea la de los que marcharon”, explica Dillon. Altruda y él decidieron grabar un disco con Fellove, a sus 77 años y después de décadas parado. Se presentaron en Ciudad de México, alquilaron un estudio con una banda joven, el propio Altruda y otro veterano, el trompetista Alfredo Chocolate Armenteros. Todos al son que marcara El Gran Fellove. Y Matt Dillon filmaba el momento histórico. ¿Matt, qué Matt? “No me conocía. Se creía que yo era un miembro más del equipo de grabación, el chico de los cables o algo así…”, se ríe el actor. Eran finales de los noventa, y Dillon volvía a ser una estrella absoluta gracias a Beautiful girls, In & out o Algo pasa con Mary, pero si alguna vez el ego se le había subido a la cabeza, esa grabación se lo debió de bajar de un trompetazo. En aquel estudio chilango Matt Dillon pasó a ser conocido como Mateo, eso sí, a ratos El Gran Mateo.

Al final el disco no vio la luz, pero reactivó un poco a Fellove en sus últimos años. Nombró como representante a su dentista y estuvo dando bolos por fiestas privadas, mientras Matt conservaba aquella grabación en un cajón, pensando cómo darle forma a la historia. El músico cubano estaba convencido de que el actor lo relanzaría. Confiaba en él. En un repaso a las entrevistas que Dillon ha dado en los últimos 20 años, queda claro que así fue: jamás se olvidaba de mencionar este documental o a su ídolo, aunque nada tuviera que ver con el proyecto que le tocara promocionar: desde la serie Wayward Pines (2015) a La casa de Jack (Lars Von Trier, 2018). Miguitas que ha ido dejando por el camino.

El Gran Fellove es su penúltimo acto de rebeldía contra el establishment creativo de Hollywood. Frente a las restricciones de la industria, Dillon ha respondido siempre un poco a su aire, especialmente en los últimos años, trabajando con Von Trier, por ejemplo, o dedicándose en cuerpo y alma a sacar adelante este documental y el disco, que también verá la luz en 2021.

Verdad, verosimilitud o libertad. Son palabras tan importantes como sentimientos o emociones para Matt Dillon, la columna vertebral de su oficio. “Lo que me inspiró a ser actor fue el poder de situar a la audiencia frente a un espejo”, cuenta siempre. No es casualidad que 40 años después de su debut siga siendo una estrella, aunque no tenga grandes taquillazos recientes o pendientes. La verdad y libertad con las que se ha movido y mira al futuro siguen siendo sus señas de identidad desde que le descubrieron mientras hacía pellas en el instituto. Debutó con En el abismo. Solo tenía 14 años y ni idea de actuar. Su actitud rebelde fue lo que dio verosimilitud a una película considerada de culto desde que Kurt Cobain le rindió tributo en su canción Smells like teen spirit. Es la misma verdad que no se cansa de perseguir como director. Pero, eso sí, con notas improvisadas, con acordes divertidos, construyendo una carrera que vista en retrospectiva tiene mucho de esa música latina con raíces africanas.

El Gran Fellove, el hombre y la película, dan sentido a la carrera de Matt Dillon. Son una metáfora de todo aquello que le ha llevado a una privilegiada posición que disfruta como nadie. “Fellove tenía el don de la espontaneidad, podía crear cualquier cosa de la nada. Una vez, actuando en México, se le escapó la dentadura postiza, la cogió y siguió cantando sin perder el compás. Era humilde e innovador. Creo que por eso conecté con él”.

En 2013 Dillon volvió a México, a buscar los hechos, los datos, las imágenes reales que dieran forma y verdad al relato emocional que ya veía más claro: la historia de una amistad, la suya con Altruda y la de Fellove con José Antonio Méndez, otro de los fundadores del filin. Y como de filin va esta historia, Dillon llegó justo a tiempo para verle y despedirse. Unos días después, Fellove moría. Pero Dillon está convencido de que lo hizo pensando, como siempre, en el futuro. “Él sabía que iba a volver, que no lo había olvidado y que iba a contar su historia, su legado. Estoy muy orgulloso de haberlo hecho, de no haber abandonado el proyecto en todos estos años… Él lo merecía”.

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