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El VIH llega a la tercera edad


Está ocurriendo por primera vez: los pacientes con VIH, aquellos que en su día lograron, contra todo pronóstico, sobrevivir a la infección y al estigma, se han hecho mayores. En la última década, el porcentaje de personas seropositivas con más de 50 años ha pasado del 8% al 50%, y los modelos de predicción señalan que, en 2030, la cifra alcanzará el 75%. Estos datos de supervivencia han sido posibles gracias a la eficacia de los nuevos tratamientos antirretrovirales, que han permitido equiparar la esperanza de vida de las personas con VIH a la de la población general. Es un triunfo, por tanto, pero también un reto: ya no se trata de ganar años, sino calidad de vida.

“Manejar bien la infección por VIH y lograr que el paciente esté con carga indetectable es muy sencillo; ahora se trata de abordar otros problemas de salud que impactan en su calidad de vida”, explica el doctor Ignacio Bernardino, del servicio de Enfermedades Infecciosas del hospital de La Paz (Madrid) y especialista en envejecimiento de personas con VIH. “En las consultas estamos asistiendo a lo que antes no veíamos: pacientes que superan los 60 y los 70 años y que no solo tienen los achaques normales de esa edad, sino que sufren un envejecimiento acelerado: cada vez hay menos sida, pero más aparición de comorbilidades”.

Es el desafío ahora: descubrir por qué los pacientes mayores de 50 años sufren más patologías asociadas al envejecimiento, y las sufren años antes que la población general. El 87% tiene un riesgo medio o elevado de padecer enfermedad coronaria crónica; los casos de cáncer, especialmente los asociados al tabaquismo o a virus, son un 50% más frecuentes; además, se triplica en ellos el riesgo de desarrollar insuficiencia renal y el 73,3% presenta riesgo moderado o alto de padecer enfermedad renal crónica. Deterioro neurocognitivo, trastornos depresivos, enfermedad hepática, osteoporosis, diabetes tipo 2, hipercolesterolemia… Todo ello hace que, a los 50 años, un paciente con VIH presente problemas de salud más propios de un paciente de 65 sin VIH.

“Estamos investigando para averiguar a qué se debe, aunque parece claro que hay una conjunción de factores”, explica el doctor Bernardino. “En primer lugar, tenemos el propio virus: aun cuando se comience pronto el tratamiento, ya ha dejado en el organismo una cicatriz en forma de inflamación crónica de bajo grado que va a ir agotando el sistema inmunitario. Es lo que se conoce como inmunosenescencia”.

Otro factor es el de la toxicidad: los pacientes, especialmente aquellos que fueron diagnosticados y tratados décadas atrás, “han sufrido los efectos adversos de los primeros fármacos, de aquellos cócteles que les salvaron la vida, pero que les dejaron secuelas”, advierte el especialista.

Asimismo, en muchos de los pacientes la enfermedad ha ido pareja a un mayor consumo de sustancias tóxicas (drogas, alcohol, tabaco), y en algunos, además, a la presencia en su organismo de otra clase de virus (como el de la hepatitis C). Tampoco ayudan los diagnósticos tardíos ni el retraso en el comienzo de los tratamientos, lo que puede ocasionar no solo el agravio de los efectos del virus en el propio cuerpo sino que además aumenta la probabilidad de transmisión. Es así como se propicia el conocido como síndrome de fragilidad, que consiste en un agotamiento precoz de los sistemas fisiológicos asociados al envejecimiento y en una pérdida de función.

Pero esta radiografía clínica queda coja si no se acompaña de la radiografía social. En ese grupo de mayores de 50 años seropositivos de VIH “encontramos perfiles muy diversos, y cada uno de ellos determinará no solo su salud y calidad de vida, sino también los riesgos y las oportunidades”, expone Juanse Hernández, coordinador del Grupo de Trabajo sobre Tratamientos del VIH (gTt-VIH).

El primer perfil es el de los LTS (Supervivientes de Larga Duración, por sus siglas en inglés), “los que llevan más años viviendo con VIH, que sufrieron la toxicidad de los primeros tratamientos y que han logrado llegar hasta aquí, pero pagando un altísimo peaje. En ese peaje hay que contemplar también lo que ha supuesto ser los primeros en contraer el VIH: sus vivencias actuales son un reflejo de cómo afrontaron en su momento el estigma del sida y de la discriminación”. A ello hay que añadir que algunos de aquellos tratamientos provocaban una anómala redistribución de la grasa: fueron las temidas lipodistrofias, lipoatrofias faciales y lipohiperatrofias, “que marcaban el rostro y el cuerpo del paciente y favorecían aún más el estigma”, comenta Hernández.

Otro perfil es el de quienes fueron diagnosticados a finales de los 90, o ya en el siglo XXI, y que pudieron, por tanto, tener acceso desde un principio a los antirretrovirales de gran actividad (TARGA). “Si el diagnóstico ha sido precoz, la esperanza de vida es muy similar [a las de las personas sin VIH]”, continúa Juanse Hernández. “Pero un grupo que nos preocupa especialmente es el de ese 15% que descubre que tiene VIH pasados los 50 años. A menudo ese diagnóstico llega tarde, ya con el sistema inmune más tocado, y ello complicará tanto el tratamiento como la respuesta a él”.

Ancianos prematuros

La comunidad médica y las organizaciones sociales están sobre aviso. Estudio tras estudio se dibuja un panorama de ancianos prematuros: se estima que, hacia 2030, el 84% de las personas que viven con VIH tendrá al menos una comorbilidad y el 28%, tres o más. También se cree que, actualmente, el 75% de las personas seropositivas mayores de 45 años sufre una o más enfermedades, y que un tercio recibe más de cinco fármacos (además de su antirretroviral), lo que a menudo provoca interacciones no deseadas.

Ante este paisaje, la pregunta es si los sistemas sociosanitarios están preparados para adaptarse a este cambio de perfiles. “Tradicionalmente, la infección se ha atendido en las unidades de [enfermedades] infecciosas y los pacientes han recibido su tratamiento en la farmacia hospitalaria”, explica el doctor Bernardino. “Es un modelo enfocado al paciente agudo, pero hoy las necesidades son otras: tenemos que gestionar la cronicidad”.

Con él coincide Juanse Hernández, que demanda que el abordaje del VIH se centre en la persona, no en la enfermedad. “Necesitamos un enfoque holístico, un abordaje integral y multidisciplinar. Que haya una amplia variedad de servicios, como atención primaria, geriatría, psiquiatría o psicología, que gire en torno al paciente. Y es esencial que se pueda evaluar la fragilidad física y emocional, porque vemos que las personas con mayores dolencias asociadas al VIH son, también, quienes presentan mayores problemas de soledad, aislamiento y discriminación”.


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