El contrato de alquiler de Nadia, de 42 años y vecina del popular barrio alicantino de Nou Alcolecha, venció hace medio año, justo cuando la cuarta ola del coronavirus empezaba a tocar a su fin. Su piso, destinado a alquiler social por una entidad bancaria, ha cambiado de manos, y su actual propietario, un fondo de inversión, les urge a abandonarlo. Pero allí sigue: “No tenemos dónde ir”, dispara a bocajarro la mujer bajo el quicio de la puerta de su casa. Las rentas en cualquier otra zona de la ciudad no bajan de los 350 euros, 100 más de lo que pagan ahora.
Tanto ella como su marido, ambos desempleados, están apuntados en una bolsa de viviendas de protección oficial “desde hace cuatro o cinco años”, sin éxito. La pareja vive con sus tres hijos, de siete, nueve y 12 años. Uno de ellos sufre una discapacidad, por lo que reciben una ayuda de 260 euros mensuales que suman a una ayuda autonómica que les han concedido en los últimos meses. Así sobreviven; así van tirando como pueden. “La pandemia nos ha dejado a todos muy mal: hay muchos problemas en el barrio, la gente no encuentra trabajo”. La crisis sanitaria y económica ha arrasado sus posibilidades. Llueve sobre mojado: la crisis anterior, la llamada Gran Recesión, fue mucho más dura en términos de desigualdad y riesgo de pobreza, quizá la enfermedad económica más preocupante de estos tiempos. Pero el Gran Confinamiento ha cronificado la patología.
“Esta crisis tiene varios impactos y todos son regresivos”, expone Olga Cantó, profesora de Economía en la Universidad de Alcalá de Henares. “Durante el confinamiento el aumento de la pobreza extrema fue enorme, pero a medio y largo plazo hay más: esta crisis ha cogido a mucha gente justo en la edad en la que deberían estar estabilizándose en el mercado laboral, y eso tiene efectos duraderos. Tardaremos años en ver estas cicatrices, pero las veremos”. Aun sin que el Instituto Nacional de Estadística (INE) haya dictado aún sentencia, Íñigo Macías, coordinador de investigaciones de Oxfam, pone “la mano en el fuego” si hay que afirmar que en España el desequilibrio de renta entre ricos y pobres ha aumentado, “y mucho”, en el último año y medio. “Ha sido”, completa Jorge Onrubia, de Fedea, “una recesión muy transversal, pero la desigualdad va a aumentar se mida como se mida”.
El de Nadia y su familia es uno de tantos casos de quienes han visto cómo el coronavirus cortaba en seco sus opciones de salir adelante al tiempo que empeoraban aún más una cicatriz, la de la desigualdad, que permanece hoy a los mismos niveles que hace dos décadas. Todavía sin datos oficiales, todas las estimaciones y estudios que han ido apareciendo en los últimos meses apuntan inequívocamente en el mismo sentido: a pesar de los salvavidas públicos, más reforzados que los de hace 10 años, la brecha entre los que más y los que menos tienen ha crecido con fuerza. Así lo atestigua, también, la decena de académicos y expertos consultados para este reportaje.
Es una vieja historia: la desigualdad en España creció durante los últimos años del siglo XIX y hasta el final de la I Guerra Mundial; se redujo durante el periodo de entreguerras y experimentó un ascenso durante la autarquía franquista, según el historiador Leandro Prados de la Escosura; luego descendió hasta los años ochenta, hasta situarse en la media de la OCDE, y, ligeros picos de sierra al margen, ahí se mantuvo. Pero con las dos últimas crisis, España se ha situado en los furgones de cabeza de Europa en este ámbito, solo un escalón por debajo de los países del Este y los bálticos. Y en esas elevadas cifras tiende a cronificarse, a la vista de que casi más de la tercera parte de la población está en riesgo de pobreza, según los datos de Bruselas.
El coeficiente de Gini (el indicador más utilizado para medir este fenómeno) ha subido en cerca de un punto y medio porcentual desde febrero del año pasado, justo antes de que el virus zarandease la bolsa y la vida, según los datos provisionales del servicio de estudios de CaixaBank tras analizar tres millones de nóminas. Con todo, la cifra es relativamente modesta si se tiene en cuenta que en lo más duro de la crisis el repunte llego a superar los tres puntos.
“Se han perdido varios años de lucha contra la desigualdad, y lo que estamos viendo ahora es una cronificación: subió mucho en la crisis anterior, ha bajado lentamente después y ahora vuelve a crecer con fuerza”, subraya el economista José Moisés Martín Carretero, que ve en mujeres y jóvenes a los colectivos más damnificados. “Los más afectados son, por mucho, los que estaban en la parte baja de la distribución salarial”, refrenda por teléfono Juan C. Palomino, de la Universidad de Oxford. Y ahí siempre hay un inmenso espacio de sombra: la economía sumergida, que cortocircuitó en los meses de reclusión dejando sin ingresos a un número no pequeño de hogares.
Las secuelas del primer estado de alarma
El acelerón de la desigualdad empezó en el mismo momento en el que el Gobierno decretó el primer estado de alarma, el 14 de marzo de 2020, y las empresas empezaron a mandar a sus empleados a casa: quienes pudieron teletrabajar fueron, por lo general, aquellos que tenían un mayor nivel educativo, mientras que las pérdidas de empleo se cebaron con quienes estaban menos formados, con sueldos más bajos y, en muchos casos, contratos temporales: quienes no vieron muy mermados sus ingresos, se fueron directamente al paro.
Ese fue el caso de Castor Salillas, riojano de 44 años, a quien el 15 de marzo le cambió la vida: tras dos años durmiendo entre cartones en las calles de Málaga, aquella primavera cumplía el primer aniversario de su nueva vida. Un trabajo mileurista como mozo de almacén le había permitido alquilar un pequeño estudio, comprarse un coche sencillo, pagar las facturas y su alimentación. “Solo podía vivir al día, pero mi situación era tranquila”, dice. Pero aquel día recibió un whatsapp: se quedaba sin trabajo. Seis meses, entre ellos los de confinamiento estricto, cobrando apenas 430 euros. Volvió la angustia, el miedo, y en enero terminó de nuevo en la calle. “Empezaba a tener una vida digna y la pandemia fue un mazazo. Volvieron todos los fantasmas de golpe”, relata Salillas, al que técnicos de entidades sociales que le habían ayudado antes le plantearon de nuevo un reto: si había salido una vez, podría hacerlo de nuevo. “Y en ello estoy, en un centro de acogida, estudiando y preparándome para buscar empleo”, afirma con cierto optimismo.
Aquellos días, en los que las colas del hambre abrían una grieta en la moral social y el número de hogares sin ingresos llegó a subir en 100.000, los ingresos del 10% más rico pasaron de ser cinco veces mayores que los del 10% más pobre a ser 15 veces superiores, según el Banco de España. Para finales de 2020, esa brecha se había reducido hasta 8,3 veces, pero el propio supervisor avisaba en su último informe anual de que tras varios años de descenso en la desigualdad de ingresos laborales gracias al comportamiento favorable del empleo durante la recuperación tras la crisis financiera, la irrupción de la pandemia “cambió de nuevo la evolución de los indicadores”. El virus, se lee en la última memoria del Consejo Económico y Social, “va a dejar cicatrices sociales profundas, con riesgo de que se cronifiquen si no reciben una respuesta acertada y rápida por parte de las políticas sociales: se han profundizado las brechas sociales preexistentes, comprometiendo la cohesión”.
A finales del año pasado, según las cifras publicadas la semana pasada por la oficina estadística europea (Eurostat), el 27% de los españoles estaban en riesgo de pobreza o exclusión, ocho décimas más que antes de la pandemia y más de cinco puntos por encima de la media de sus vecinos. El problema, además, no se circunscribe únicamente a las familias que no encuentran empleo. El porcentaje de trabajadores en riesgo de pobreza en España ya era, justo antes del virus, uno los más altos de Europa solo por detrás de Rumania: una de cada ocho personas con empleo estaban en esa situación, frente a apenas uno de cada diez europeos. Ya no es solo que la vulnerabilidad sea alta, profundiza Luis Ayala, catedrático de la UNED, sino que también es menos transitoria que en otros países del bloque: “Hay mucha gente que no sale a flote ni siquiera en épocas de recuperación o bonanza”. Ahora, en pleno rebote, España tiene la oportunidad de demostrar que la historia no siempre está escrita de antemano. Pero las esperanzas de los que saben son mínimas.
“Ha sido un golpe muy fuerte para las rentas más bajas: la intensidad del impacto va bajando a medida que subes en la escala salarial”, remarca José García Montalvo, catedrático de la Pompeu Fabra y uno de los técnicos que están detrás del estudio de CaixaBank. En idéntica dirección apunta una reciente investigación de Mónica Martínez Bravo, del Cemfi, y Carlos Sanz, del Banco de España, que concluye que mientras en los dos primeros meses de pandemia el 20% de los hogares más ricos había perdido el 6% de sus ingresos, el hogar medio se había dejado un 16% y los que están en el 20% más pobre habían visto retroceder sus entradas monetarias en hasta un 27%. Para finales de 2020, cuando la vida ya había empezado a regresar poco a poco a las calles, este desequilibrio se había corregido parcialmente. Pero la brecha seguía y sigue siendo importante “a pesar de todas las ayudas y de los ERTE”, explica Martínez Bravo.
La semilla de la inequidad futura
A diferencia de la anterior crisis, una década atrás, cuando el subsidio por desempleo y las rentas de inserción fueron la única alternativa para muchos, esta vez los ERTE han sido una potente red de contención, evitando —según los cálculos de Martín Carretero— que más de 700.000 personas cayesen en la pobreza. Pero no han podido mitigar la sacudida por completo. La mejor muestra es lo ocurrido en los primeros compases de la pandemia: en abril de 2020 y excluidas las ayudas públicas —fundamentalmente, los citados ERTE— el Gini se disparó casi 11 puntos porcentuales, según los datos de CaixaBank. “Una barbaridad, algo para lo que se necesitarían 30 años haciéndolo muy mal”, ahonda García Montalvo.
Mucho más modesta ha sido la contribución del ingreso mínimo vital (IMV), alumbrado ya bien entrada la pandemia —tras años de retraso y reclamaciones por parte de las autoridades europeas— y llamado a suturar la herida pero que ha llegado a mucha menos gente de la que debería. “Sin él habría sido aún peor, pero ha sido claramente insuficiente para frenar un golpe tan fuerte, sobre todo para los hogares que peor estaban antes de la pandemia: ha habido retrasos y mucha gente que tenía derecho no lo ha recibido”, sentencia Ayala. “Esta crisis, como la anterior, ha sido especialmente dura para los hogares con niños y eso pone en cuestión el diseño de los programas públicos”. Hay, remacha Macías, de Oxfam, “mucha gente que lo pide, lo necesita y no lo consigue: está funcionando mucho peor de lo que se esperaba y apenas está pudiendo frenar la desigualdad”.
Menos mecanismos de redistribución y presión fiscal más baja
En lado opuesto de la distribución, los que mejor estaban no lo han pasado tan mal: salvo contadas excepciones, han podido mantener su empleo, su salario y las horas trabajadas. Para los más acaudalados, el 1%, cuyos ingresos no dependen tanto de su empleo sino de las rentas del capital, la crisis ha sido aún más benigna: el ladrillo ya vale más que antes del estallido sanitario y la Bolsa, donde descansan otra parte importante de sus ahorros, ya ha regresado a los niveles prepandemia. “Eso amplía aún más la brecha”, sostiene Onrubia. “Los que más tenían son también los que más han podido ahorrar durante la pandemia: van a ser los que más van a poder invertir, y eso también es otra fuente de desigualdad futura”, resume Cantó.
El de España, con todo, no es ni mucho menos un caso excepcional: a diferencia de otras pandemias a lo largo de la historia, este episodio está siendo profundamente desigualitario en todo el mundo desarrollado. Pero aquí, a diferencia del resto de Europa, llueve sobre mojado. La tasa de paro, una de las claves de la desigualdad, duplica la media europea; los colectivos con salarios más bajos suelen trabajar menos horas al día y menos días al año; y el sistema tributario y de ayudas públicas corrige menos que en otros países europeos. “Tenemos un sistema de redistribución más débil y un problema importante de presión fiscal”, resume Onrubia. “Y si recaudas menos, también tienes menos capacidad para reducir el Gini. Son habas contadas”.
Málaga: La crisis polariza la renta
N. SÁNCHEZ
A orillas del Mediterráneo, un conjunto de bloques levantados en los años sesenta mira a la playa con cierta tristeza. Un grupo de inversores suecos decidió construirlo justo donde se acababa la playa, de ahí que lo denominaran Sacaba Beach. Este grupo de viejos edificios, sin apenas infraestructuras, comercios o farmacia cerca, es una humilde colmena con tendederos en la fachada en el extremo oeste de la ciudad de Málaga. El centro social es el bar Paco, frecuentado por sus vecinos, clase trabajadora golpeada por la pandemia. Entre ellos, Antonio Escobar, de 50 años, quien regenta una peluquería. Ante los cierres y la caída de la clientela, debió prescindir de dos empleados. “El miedo a los contagios, el IVA, la luz… estamos pasando una etapa durísima”, afirma el malagueño. “Mi marido trabaja en un hotel y ha estado durante muchísimos meses en ERTE y, encima, Hacienda nos ha dado un buen hachazo”, añade desde otra mesa María José Díaz, de 55 años.
Desde el bar Paco se ven los relucientes bloques de viviendas que han invadido el litoral oeste de Málaga a golpe de talonario. Los pisos rondan el medio millón de euros, los áticos el doble y los que pronto coronarán los grandes rascacielos en construcción de la zona llegan a los cuatro millones. El contraste es similar al que ocurre en una de las áreas de la ciudad más degradadas, Los Asperones, que ve como crecen a su alrededor grandes residenciales con piscina.
Esas fronteras entre zonas ricas y zonas pobres son la excepción en una urbe que acumula áreas vulnerables en toda su geografía. Lo ha dejado claro un grupo de expertos que ha analizado las consecuencias de la pandemia en 360 barriadas malagueñas. “Muy pocos se encuentran en muy buenas condiciones de calidad de vida frente a un grupo mucho mayor de barrios que se encuentran con elevados niveles de vulnerabilidad”, concluye el estudio sobre la vulnerabilidad en los barrios de Málaga.
Ahora los especialistas examinan cómo la pandemia influyó en cada una de esas zonas. “Al principio nos decían que el virus no entendía de clases, pero hemos visto que no es así”, dice José Damián Ruiz Sinoga, catedrático de Geografía Física de la Universidad de Málaga. “Los barrios más vulnerables han sufrido más infecciones que los demás. Entre los motivos, la menor dimensión de los hogares, empleos donde no se puede teletrabajar o mayor uso de transporte público”, explica Elena Bárcena, catedrática del Departamento de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga, que apunta que en otras grandes ciudades la situación es similar. Curiosamente, la tendencia solo cambió durante Navidad o Semana Santa: la posibilidad de gastar fuera o viajar hacía que en esas fechas los barrios con más poder económico registran más contagios.
“La consecuencia es que la distribución de la renta se polariza aún más”, añade Bárcena, que sostiene que los ERTE han sido básicos para que la situación no sea aún más dramática. A pie de calle entidades sociales como Cáritas Diocesana de Málaga han sacado las mismas conclusiones. De las 34.517 personas que recibieron su ayuda durante 2020, el 40% lo hacía por primera vez sobre todo durante el confinamiento y los meses posteriores, cuando “la demanda de alimentos y productos de primera necesidad aumentó de manera alarmante”. Los servicios sociales municipales también atendieron a un 60% más de personas el año pasado frente al anterior hasta superar las 62.000. “Los efectos de la pandemia han sido demoledores. El grupo que más ha crecido en esta crisis es el de los desfavorecidos”, dice Francisco José Sánchez, director de Cáritas a nivel local, quien subraya que la pobreza y la exclusión social “son estructurales” a causa de “un sistema de protección débil y unas políticas insuficientes”.
La vuelta del turismo ha permitido que muchas personas vuelvan a tener un empleo. Pero la precariedad, la temporalidad y los salarios bajos hacen que un trabajo no sirva para salir de la vulnerabilidad social. “Más aún con la subida de precios de los suministros o la vivienda”, dice Julio García, técnico de la asociación Arrabal. Un estudio reciente del Observatorio Municipal de Medio Ambiente Urbano de Málaga (OMAU) recoge que en los últimos 20 años el precio del metro cuadrado en la ciudad ha crecido cuatro veces más que los sueldos. “Somos pocos los que podemos mantener lo poco que teníamos antes de la pandemia”, afirma Mari Carmen Sáez, de 56 años y residente en la barriada de La Palma, otra de las tradicionales bolsas de exclusión en la capital malagueña. A su alrededor hay historias de ERTE que siguen, desempleo, jornadas de trabajo infinitas, pero ella se contenta con su ayuda por discapacidad y la que recibe su madre, invidente, de 86 años. “A nivel anímico estoy regular, pero eso es otra historia”, concluye Sáez.
Alicante: Una brecha de renta de 17.000 euros entre zonas ricas y pobres
R. BURGOS
Un entramado kilométrico de barrios degradados y rentas muy bajas parte en dos mitades la ciudad de Alicante. Comienza en la Zona Norte, formada por los barrios Mil Viviendas, Colonia Requena, Juan XXIII y Virgen del Remedio; baja hacia el mar por la enorme cantidad de distritos que forman el área obrera de Pla-Carolinas; y acaba en el casco antiguo de la ciudad, detrás del Ayuntamiento y a pocos metros de la playa del Postiguet. Junto a ellos, a veces separados por apenas una calle, se sitúan los barrios más acomodados: el centro de la ciudad, la zona de expansión hacia Vistahermosa y la avenida de Denia o, un poco más lejos, la zona de playas.
“Mientras que en el norte la renta media es de 12.700 euros, en el centro o en las playas roza los 30.000”, subraya Liberto Carratalá, profesor de Sociología de la Universidad de Alicante. “La diferencia es histórica y no se puede explicar solo con la pandemia”, dice. Pero esta, remarca, “sin duda la ha agravado: ha afectado en mucha mayor medida a las rentas más bajas”.
El panorama de la desigualdad es “especialmente preocupante” en Alicante, según Carratalá: el riesgo de pobreza ha crecido en 10 puntos, hasta el 35% de la población, mientras que el de pobreza extrema ha pasado del 5% al 10%. En toda la ciudad, seis de cada 10 hogares tiene dificultades para llegar a fin de mes, según los cálculos que maneja el sociólogo, una ratio que se eleva hasta los ocho de cada diez en la Zona Norte.
Una de las grandes brechas está en el empleo: en las zonas más afectadas, “los trabajos son poco remunerados, más precarios” y los sueldos se resienten, “especialmente en familias con hijos”, subraya Catarralá.
En el otro lado, el acomodado, dos factores han servido de colchón económico durante lo más profundo de la crisis. Las profesiones liberales, como médicos o abogados, apenas han cesado su actividad más allá del confinamiento estricto y los sueldos más altos permiten manejarse mejor con los ahorros. “Y además, las rentas de las zonas ricas no solo dependen del esfuerzo, también del circuito financiero, del capital”, del dinero que se mueve “con acciones, con inversiones, productos financieros y rentas”.
El impacto en ciertos empleos de la población más vulnerable es otro nutriente clave de la desigualdad según Cáritas. Las personas con rentas más bajas “trabajan en venta ambulante, mercadillos, hostelería” sostiene Rocío Giménez, coordinadora de la entidad episcopal en la comarca de l’Alacantí, e, incluso, sometidas “a la economía sumergida”. Fuentes de ingresos que desaparecieron durante buena parte del periodo de restricciones. “Se ha disparado” la petición de ayudas por parte de “familias que salían adelante con pocos recursos y que han perdido el trabajo” y que “han tardado en recibir ayudas” de la administración. El perfil del solicitante, afirma Giménez, ha cambiado. “Ya no son solo las personas en las que se había cronificado la pobreza”, sino “casos que se enfrentaban por primera vez a esta situación”. Coincide con el profesor universitario en que la pandemia se ha cebado con la infancia. Mientras que la natalidad decrece en general, “en la Zona Norte de Alicante hay muchas familias numerosas, con lo que el nivel de exclusión aumenta”.
Nadie se ha escapado del golpe en Nou Alcolecha, un humilde distrito de Alicante enclavado entre una zona de rentas mínimas y otra de rentas medias. Como Nadia, inmigrante y madre de tres hijos. O como Antonio, que a sus 31 años lleva dos sin trabajar y que hasta hace una semana, cuando encontró trabajo como ayudante de camarero, tenía en la pensión de su madre su única fuente de ingresos. O como los propietarios de la gran mayoría de comercios y bares que han cerrado en la zona, tan próxima a grandes puntos de venta de droga al menudeo como a modernas urbanizaciones con piscina. Ángel, por ejemplo, vende el bar en el que se jubiló y en el que durante 25 años mantuvo a cuatro trabajadores. “Se lo alquilé hace años a tres empleados, lo cerraron durante el confinamiento y no volvieron a abrir”, relata. “Con las restricciones les resultó imposible”.
Pero no es solo el empleo. La Zona Norte de Alicante nació para dar cabida a los inmigrantes que llegaban desde Andalucía, Murcia o Castilla-La Mancha. Ahora, los habitantes son de otras nacionalidades, muchos de ellos magrebíes como Nadia. Algunos son clientes de Khalid, que regenta un bazar de artículos de segunda mano. “No hay trabajo en el barrio, muchos locales han cerrado”, cuenta, “ahora el comercio se limita a una vez a final de mes, cuando la gente cobra”. El cierre de las fronteras por la pandemia en un área tan multicultural también ha supuesto un serio problema: “Venía mucha gente de Argelia y Marruecos, que compraban cosas para llevarlas a su país: sin barco [los ferris que enlazan Alicante con el norte de África llevan cancelados desde marzo del año pasado], no hay negocio”.
Baleares: la hecatombe turística como motor de la desigualdad
LUCÍA BOHÓRQUEZ
Marzo de 2020 fue el inicio de la cuesta abajo en la vida de Juan Carlos Pérez, diplomado en Turismo de 36 años. Curtido en el mundo de los turoperadores, logró esquivar la quiebra de Thomas Cook y llevaba cinco meses trabajando para una multinacional de viajes en el departamento encargado de organizar grandes eventos en Mallorca. “De un día para otro me mandaron a casa y me metieron en ERTE. En mayo me incorporé: trabajaba el 35% de la jornada y cobraba 300 euros”. La avalancha de peticiones en el SEPE hizo que no cobrase lo que le correspondía durante los siguientes cinco meses. En septiembre su situación empeoró: las promesas de ser indefinido no fructificaron con la industria de los viajes cerrada a cal y canto, se le acabó el contrato y se fue al paro. “En abril de este año se me acabó la prestación y durante meses hemos estado viviendo con el sueldo de mi marido porque yo no tenía derecho a ningún subsidio” cuenta. Pese a la paulatina reactivación turística, él ha preferido cambiar de sector y ha logrado un trabajo como formador ocupacional. “No hemos necesitado recurrir a ayuda de entidades, pero la situación ha sido jodida” lamenta.
El informe anual sobre el estado de la pobreza en las islas elaborado por la Red para la Inclusión Social estima que Baleares lideró el aumento de personas en riesgo de pobreza en España, que en un año se ha incrementado un 22% hasta las 266.000 personas, casi una cuarta parte de la población. Para el director técnico de la entidad, Andreu Grimalt, la precariedad inherente a determinados trabajos del sector turístico, la parcialidad no deseada y el importante caudal de empleados en que se mueven en la economía sumergida han disparado la desigualdad entre quienes más tienen y quienes menos acumulan. “Sobre todo se ha notado en mujeres, que tienen trabajos peor pagados, relacionados con el sector servicios o con cuidados de mayores y niños. Esta fuente de ingresos quedó cortada el año pasado” subraya. Mientras crecen las colas para conseguir alimentos en las entidades de ayuda social, en municipios como Calvià o en barrios de Palma como Génova las grúas siguen construyendo a pleno rendimiento chalets de lujo en urbanizaciones privadas.
“Si es por lo que cobré de ERTE me muero de hambre”, dice Jesús (que prefiere no revelar su apellido), empleado de una empresa multiservicios en el aeropuerto de Palma. Estuvo cobrando esa prestación y la ayuda especial para fijos discontinuos, aunque sufrió irregularidades en los pagos y hubo meses que no percibió ninguna cantidad, por lo que tuvo que buscarse la vida vendiendo chatarra o coches de segunda mano. Cuando se reincorporó a principios de verano, dejaron de pagarle los pluses y las horas extra que su jefe nunca quiso meterle en nómina y su sueldo bajó en más de 400 euros. “Hacemos el mismo trabajo con menos de la mitad de la gente. Este verano la empresa ha ganado más que nunca y nosotros apenas nos podemos mantener”. Con su trabajo como principal fuente de ingresos en la familia se retrasó en los pagos del alquiler y los suministros de su piso en un barrio popular de la ciudad, pero para darle algo de aliento la propietaria le rebajó el precio y le permite ir devolviendo la deuda poco a poco. Con mucho esfuerzo, en estos meses se ha sacado la licencia para conducir taxis y en cuanto termine la temporada cambiará para siempre de sector. “El primer día no tenía ni para el cambio. Pero ya he empezado a remontar y sé que todo va a cambiar”.
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