Suena ABBA en el Estadio Olímpico, un gran teatro con las gradas vacías, y con el Dancing Queen pasean más que bailan dos suecos más que corpulentos, gigantescos con su bandera y sus camisetas amarillas. Recorren unos metros por la recta, se desaniman y se paran. Son Daniel Stahl (68,90m) y Simon Petterson celebrando en modo pandemia su oro y plata en disco, y después el estadio se apaga y solo lucen en las gradas negras los huecos de las puertas, y parecen los palcos en una función de ópera llenos de marquesas y príncipes aburridos.
Y no, nadie se aburre cuando arranca Shelly Ann, tamaño cohete de bolsillo, y su postizo amarillo y fuego llegándole hasta el final de la espalda, donde casi la golpean los talones de sus zapatillas sobre las que avanza a un ritmo imposible, cuatro veces por segundo, y la persiguen todas las demás finalistas, las dos suizas, la británica, la estadounidense, la costamarfileña, las otras dos jamaicanas, tan rápidas, porque a los 10 metros ya va Fraser, diminuta, delante de todas, marcando el camino, pero no para siempre.
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A Fraser, que siempre recuerda que es la madre de Zyon, 32 años, y regresó de la maternidad más rápida, más veloz aún que cuando ganó el oro en Pekín y en Londres, como su amigo Usain Bolt, hace ya tantos años, la alcanza su compatriota Elaine Thompson, que no es su amiga, y con ella, calle con calle, metro tras metro, mantiene un duelo de respiraciones, pasos, y miradas al frente, y, por el rabillo del ojo, vigilando los menores gestos, y en los últimos 20 metros se resuelve el duelo. Lo resuelve Thompson, de 29 años, y sus zapatillas Maxfly de muelles, sobre los que bota y avanza más rápido que ninguna mujer en la historia salvo una. Y cuando se acerca al final, y ya ha dejado atrás a Fraser, y su postizo dorado como la medalla que le espera, y su diadema de emperatriz, Thompson, de Kingston como su héroe, se siente Bolt y como el dios de la velocidad señala al cronómetro y al tiempo en el que se detiene, 10,61s, y con viento ligero en contra, una brisa de 0,6 metros por segundo.
Fraser llega 13 centésimas después (10,74s), apenas con dos centésimas de margen sobre la tercera, la compatriota Shericka Jackson (10,76s), bronce como fue bronce en los 400m de Río, y aquí completa el podio más rápido de la historia. Y fuera se queda Marie Josee Ta Lou, de Costa de Marfil, que fue capaz de correr en series y en semifinales más rápida que ninguna (10,78s en ambas) y en la final no baja de 10,91s.
Y todos coinciden, el nuevo Bolt que busca el atletismo es una mujer, una diosa, Thompson, que repite triunfo olímpico, la victoria de Río, y espera duplicar en el 200m como ya replicó en Río hace cinco años.
La vecina del hombre más rápido de la historia da trabajo a los estadísticos, que ya la marcan como nueva plusmarquista olímpica, una centésima menos que los 10,62s de Florence Griffith en las semifinales de Seúl 88, y da una pequeña alegría a tantos aficionados que quieren que se borre de todos los registros el nombre de la norteamericana que dejó estupefacto al mundo a finales de los años ochenta, y murió tan joven, a los 39 años, solo 10 después de fijar en los trials de Estados Unidos, en julio de 1988, un récord del mundo, 10,49s, tan imposible que pocos creen en él, por las dudas sobre el misterioso anemómetro del estadio de Indianápolis que marca 0,0 metros por segundo cuando enfrente el triple salto se desarrolla bajo un vendaval de más de cuatro metros, por las dudas sobre la moral y el dopaje de la esposa de Al Joyner en los años maduros de Ben Johnson y otros mitos tristes. Épocas que despiertan en Tokio 30 años más tarde con la noticia del positivo por hormona de crecimiento de Blessing Okagbare, una de las favoritas para estar en la final de los 100m. La hormona del crecimiento tiene una ventana de detección tan mínima, cercana a las ocho horas, que los controladores deben buscar la mejor manera de trazar sus visitas para pillar en un error a los tramposos. Con Okagbare, que se entrena en Florida con el grupo de Rana Reyder, el técnico de Bromell y De Grasse, lo consiguieron con un control del sábado 17 de julio.
No es una ópera lo que se ha desarrollado unos metros más abajo cuando se encendieron todas las luces y todas corrieron, aunque podría serlo, de celos, traiciones y venganzas, sino la final de los 100m entre mujeres que no son sino cohetes disfrazados, quizás la mejor final que dará el Estadio Nacional de Tokio a los Juegos. Es un drama jamaicano, y Bob Marley suena al final, y a su Jammin’ solo responde con alegría Elaine Thompson, de 29 años, la campeona, que pasea sola su bandera y su loca alegría, el júbilo que la invadió en las últimas zancadas fulgurantes, cuando vio la lentitud con la que avanzaban, más lento el tiempo que sus piernas, y que no desaparece. Y celebra sola, baila a Marley y se hace la foto sola con el tiempo detenido, mientras, dándole la espalda siempre, sin posar con ella nunca, envolviéndose casi en la misma bandera, se consuelan Fraser, y su mirada de rabia, la derrota menos deseada, y Jackson, otro podio copado, como en Pekín, por la isla del Caribe cuyos hombres han dejado de correr, pero no las mujeres, que son las diosas.
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