Los viejos lloran. Los niños se sientan en una silla y miran al mundo con los ojos, con la ilusión de quien se va a montar en una nave espacial, y tiene ya la cabeza en las nubes, como las montañas, y Elaine Thompson, la reina de la noche, sin postizo dorado ni diadema de emperatriz, pelo negro azabache, negro como la noche, reina sobre todos y sobre la historia de la mujer y la velocidad.
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Tres días después de ganar los 100m, la nueva diosa de la velocidad se impone en los 200m con una marca, 21,53s, que es la segunda de la historia (a 19 centésimas solamente de los inalcanzables 21,34s de Florence Griffith en 1988). Thompson, de 29 años, ya campeona olímpica de 100m y 200m en Río 2016, es la primera mujer que gana en dos Juegos Olímpicos las dos pruebas de la velocidad. Algo que ni intentó conseguir Florence Griffith, quien se retiró justo después de ganar ambos oros en los Juegos de Seúl 88 y murió mientras dormía a 10 años de su doble triunfo en Seúl.
Detrás de ella llega, una exhalación, una niña de Namibia nacida en 2003 y llamada Christine Mboma, que sale con tan poca gracia de los tacos y tarda tanto en alcanzar su velocidad de crucero (su prueba son los 400m, pero la federación no la deja, porque su organismo genera más testosterona de la que quienes delimitan los géneros fijan como normal para una mujer) que entra en la recta casi la última, lejos de las mejores. Mboma no se desanima. Posee el don de la aceleración progresiva, un turbo en su organismo, y adelanta, adelanta, adelanta a Shelly Ann Fraser, que se queda fuera del podio; adelanta a la mejor de las norteamericanas, Gabby Thomas, que se queda de bronce (21,87s), una estatua, y le faltan metros para adelantar a Thompson, que la gana solo por 28 centésimas. Los 21,81s de Mboma son nuevo récord mundial júnior.
Reina en Tokio Elaine Thompson, pero los adolescentes se niegan a no ser los protagonistas.
Athing Mu, de 19 años, nacida en Trenton, Nuevo Jersey, al año de que allí llegaran desde Sudán sus padres y cinco hermanos mayores, hereda el trono de los 800m que pertenecía a la vetada Caster Semenya desde hacía nueve años. Lo hace batiendo el récord de Estados Unidos con una marca (1m 55,21s, undécima de la historia) que entra en el arco de las habituales de la sudafricana, a la que la federación internacional no deja correr por considerar que tiene ventaja injusta sobre todas las demás por su elevado nivel de testosterona natural. Detrás de ella entra Kelly Hodgkinson, nacida en 2002 como ella, que, con 1m 55,88s, bate el récord británico.
Todas ríen y todos hablan de la pista y de las zapatillas, muelles sobre muelles, y del ambiente de Tokio, mágico, y del talento y la ambición únicos de la generación Z, jóvenes superdotados, Mozarts del deporte, que tienen miedo de sentirse viejos, de que los que vienen más rápido les aparten a un lado. Y ahí llega empujando desde Tampa, Florida, un chaval nacido en 2004, 17 años recién cumplidos, llamado Erriyon Knighton, que empezó a entrenarse como atleta a los 15 porque su entrenador de fútbol americano quería que corriera muy rápido, y corre tan rápido que ya se ha olvidado del fútbol, ha batido el récord mundial juvenil y júnior de los 200m (19,84s) que poseía Usain Bolt y ha llegado a la final de 200m. Y el favorito, Noah Lyles, el gran maestro de Bola de Dragón, tiembla, asustado porque también Andre de Grasse, el canadiense que siempre corre mirando a la izquierda, casi de perfil, lo que le da ventaja en la curva, parece haberse sacudido el sopor en el que le dejó el italiano Marcell Jacobs en la final de los 100m, y sale supersónico en su semifinal, en la que marca el mejor tiempo de los ocho que progresan a la final, 19,73s.
Mondo Duplantis (6,02m), sueco, es campeón olímpico de pértiga a los 21 años, año y medio después de haber batido el récord del mundo (6,18m) que poseía el francés de Clermont Ferrand Renaud Lavillenie, el hombre que se lo había arrebatado a Serguéi Bubka.
Lavillenie intenta saltar 5,87m con un tobillo hecho polvo, no puede batir, no puede coger la velocidad, no puede ni doblar la pértiga y cae antes siquiera de llegar a la colchoneta, de pie sobre el tobillo dolorido. Eliminado, media hora después, las lágrimas de amargura dibujando manchurrones en su cara, el francés, de 34 años, campeón olímpico en 2012, plata en Río, es un espectador más del viaje espacial que quiere emprender su amigo y alumno sueco, Duplantis. Después de cinco saltos perfectos, ni un fallo, ejecutados con cara de necesidad y decisión, ya es campeón olímpico, el título que más justicia hace a su talento y a su dominio.
Ahora solo desea, como Yulimar Rojas el domingo, dejar su sello bien grabado en la memoria de todos y batir su récord del mundo en la final olímpica. Elige la más dura de sus pértigas, que ya tenía preparada para el momento. Mira el listón situado a 6,19m del suelo –algo así como la ventana de un segundo piso- como si fuera la luna a la que va a llegar en nada, en 20 pasos, agarra la pértiga a 5,15 metros y rápido la clava en el cajetín cuando alcanza una velocidad de 9,8 metros por segundo (35,2 kilómetros por hora), la dobla como si fuera de goma y sale propulsado varios centímetros por encima del listón. El ascenso ha sido perfecto. El descenso, defectuoso. Roza el listón con el pecho al caer y lo derriba. En el segundo intento no logra doblar la pértiga. En el tercero derriba con la rodilla también cayendo. No parece importarle. Se quita el traje de astronauta y vuelve a ser el niño que sueña. Salta las barreras y asciende a las gradas, donde están papá y más, que le abrazan felices.
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