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Elogio del neorrealismo político


En las batallas que se vienen librando en lo que ya es comienzo de una confrontación mundial, tanto militar como económica, no cabe duda de que el vencedor del relato es el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. Algunos le comparan con el general Della Rovere, protagonista inolvidable de la película de Roberto Rosellini. En ella se narra la historia de un estafador italiano que, tras hacerse pasar por un alto cargo militar para colaborar con los alemanes y denunciar a la resistencia, acaba siendo fusilado por las tropas nazis, abducido finalmente por la significación de su uniforme ante sus compatriotas. Además de desear fervientemente que el primer mandatario ucranio no tenga ese final, la interpretación del papel más difícil de su vida es un homenaje al patriotismo y merece todo apoyo y reconocimiento.

El neorrealismo italiano describió los padecimientos de la sociedad civil europea en la II Guerra Mundial. En los últimos años, hemos asistido de nuevo a la creación de una escuela neorrealista, residenciada esta vez en la llamada ciencia política. Sus advertencias sobre los riesgos para la paz que amenazaban al mundo fueron consistentemente desoídas por muchos gobernantes. Neorrealista es el catedrático de la Universidad de Chicago John Mearsheimer, que en un reciente artículo en The Economist ha descrito las responsabilidades de Occidente, y de forma explícita de Estados Unidos, en la crisis de Ucrania. La historia comienza en la cumbre de la OTAN de abril de 2008, cuando el presidente George W. Bush invitó a Ucrania y Georgia a integrarse en la Alianza, lo que ya entonces fue calificado por Vladímir Putin como una amenaza existencial para Rusia. En consecuencia vinieron después la agresión a Georgia, la ocupación de Crimea, la guerra civil en el Donbás, y finalmente la bárbara invasión de Ucrania. Pero la inestabilidad política en los países que un día pertenecieron a la órbita soviética había empezado mucho antes. En cierta medida se debe a la invención de Francis Fukuyama sobre “el fin de la historia” y la suposición de que se podía instaurar por las buenas, y a veces por las malas, un orden liberal internacional liderado por Estados Unidos de América. Primero fue la desmembración de la antigua Yugoslavia. El Gobierno serbio cometió crímenes de lesa humanidad y practicó abiertamente el genocidio, lo que llevó a la OTAN a bombardear el país en una operación ilegal, amparada por razones humanitarias, en la que no obstante murieron cientos de víctimas civiles. Pacificada la región, las potencias occidentales promovieron la creación de hasta siete nuevos diferentes Estados independientes basados en identidades étnicas. Uno de ellos, Kosovo, todavía ni siquiera es reconocido por cinco miembros de la Unión Europea, entre ellos España. Las invasiones de Irak y Afganistán, la intervención en Siria, el fracaso de las Primaveras Árabes y la reducción de Libia a Estado fallido son otros buenos ejemplos de cómo la democracia debe defenderse por las armas, pero es improbable que se pueda imponer por ellas, sin una cultura social que la avale. Tras unos años de milagro económico, el progreso del modelo capitalista neoliberal y la ausencia de poderes reguladores globales para controlarlo multiplicó las desigualdades, empobreció a las clases medias y acabó por deteriorar el funcionamiento interno de las democracias. La llegada de Donald Trump al poder demostró hasta qué punto había llegado la erosión del sistema. El asalto al Congreso en Washington constituye así el epítome del signo de los tiempos: el declive del imperio americano que había garantizado la paz y la seguridad de la Europa occidental durante los últimos tres cuartos de siglo.

El neorrealismo en política parece una recuperación de la realpolitik que en su día propiciara el canciller alemán Willy Brandt. Equivale a la aceptación de la convivencia por parte de las democracias vigentes con realidades, proyectos y sociedades distintas, y lamentablemente distantes, del orden liberal. Eso no equivale a abandonar la defensa de los valores democráticos, sino a reconocer que se ha acabado, para bien de la Humanidad, el tiempo de las Cruzadas. Mearsheimer publicó hace ahora tres años un interesante estudio sobre el ascenso y caída del orden liberal internacional: comienza tras el derrumbe del Muro de Berlín bajo el liderazgo de Washington, que acumuló por un tiempo la primacía del poder militar, económico y tecnológico del mundo. Este escenario unipolar apenas duró un par de décadas durante las cuales se consolidó la emergencia de China y la recuperación del protagonismo ruso como primera potencia nuclear que continúa siendo. Cualquiera que sea ahora el desenlace de la guerra de Ucrania, ese orden que había sustituido al de la Guerra Fría no ha de perdurar. Estados Unidos seguirá teniendo el mayor ejército del mundo, pero necesita, junto con China y Rusia, renovar el acuerdo sobre las armas nucleares e insistir en su no proliferación. También ser consecuente con su existencia. Es llamativo que frente a la amenaza de utilizar el poder atómico por parte de Vladímir Putin, Joe Biden no le recordara abiertamente que ese no era un privilegio exclusivamente suyo.

Nos encaminamos a un escenario multipolar en el que, asegurado el control de armas, la verdadera batalla será la económica. Parece toda una premonición que entre las sanciones promovidas contra Moscú por el actual conflicto se haya barajado su expulsión del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. Casi con seguridad el sistema emanado de Breton Woods está llamado a ser sustituido por otro en el que el protagonismo asiático ha de adquirir carta de naturaleza. La decisión de Pekín de ser protagonista fundamental del nuevo escenario quedó plasmada en el documento que Xi Jinping y Putin firmaron el 4 de febrero con ocasión de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Invierno. En él se insta abiertamente a que la OTAN abandone “sus prácticas de la Guerra Fría respecto a la soberanía, seguridad e intereses de otros países”. También declaran que los signatarios “serán vigilantes respecto al impacto negativo de la estrategia americana en el Indo-Pacífico”. Y en una larga exposición sobre las instituciones multinacionales asiáticas llaman a la colaboración del triángulo Rusia-India-China. Más de un tercio de la Humanidad, gobernado por dos férreas autocracias y una democracia de castas.

La pregunta pertinente en este escenario es qué va a hacer Europa, si está dispuesta a edificar su autonomía estratégica, lo que exigirá antes que un esfuerzo militar, un acuerdo económico y fiscal que conduzca a la deseada unión política. Las emociones actuales sobre la unidad de los 27 forman parte del relato pero no responden a la realidad institucional. Una vez que se alcance el alto el fuego en Ucrania y una paz mínimamente estable, para lo que serán necesarias no pocas concesiones a Rusia, parece urgente convocar una Conferencia de Seguridad y Paz europea con Moscú sentado a la mesa. Europa tiene una oportunidad de convertirse en mediador, y en cierta medida árbitro, entre los dos grandes superpoderes del mundo. Conviene preguntarse empero dónde reside el liderazgo que lo haga posible. Junto al lenguaje bélico de la Alianza Atlántica, Europa debe poner en marcha un plan de paz, ajustado a la situación real, que garantice su seguridad. Y no tomar decisiones que comprometan en el medio plazo las relaciones multilaterales, el desarrollo de nuestros países y la sostenibilidad de su modelo social.

La esposa del general Della Rovere le escribió a la cárcel antes de su fusilamiento una carta con un consejo explícito:

—Cuando no sepas cuál es el camino del deber, elige el más difícil.

Además de Zelenski, ojalá que entre los pícaros, timadores y cómicos que hoy gobiernan Europa haya alguien capaz de hacerlo.

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