En memoria de Joan Margarit
En enero de 1957, Oriol Bohigas publicó un artículo en el diario nacionalsindicalista Solidaridad Nacional donde exponía una tesis provocadora: a pesar de su precariedad, era preferible la vida en los asentamientos de barracas que residir en los polígonos construidos en las periferias de las grandes ciudades. El éxito de un título imbatible, Elogio de la barraca, llevó a leerlo de forma demasiado literal como un elogio a las “alegres barracas de hojalata o de ladrillo encalado”, en las que se refugiaron miles de personas después de la guerra. El artículo era, en realidad, una doble crítica: por un lado, a la pobre calidad del espacio urbano y a las edificaciones de los polígonos más especulativos; por otro, a las viviendas unifamiliares autoconstruidas que configuraban una ciudad de baja densidad y peor calidad.
La mala prensa de los polígonos de viviendas baratas no fue culpa de Bohigas, pero sí contribuyó a construir el mito de la felicidad de una vida “informal” en las barracas, que de algún modo subterráneo y extraño ha llegado hasta nuestros días. A la presunta espontaneidad de aquellos asentamientos y a la libertad de sus habitantes entre las barracas se contrapuso la áspera crudeza de los bloques y su marginalidad, aunque en medios burgueses casi nadie tuvo más noticia de ese mundo que por la vía de los artículos de Huertas Clavería, las novelas de Juan Marsé o las crónicas de Francisco Candel. El cine neorrealista de Rossellini o De Sica en Italia, o de Juan Antonio Bardem o Luis García Berlanga en España, contribuyó a prefigurar la imagen de la ciudad de la periferia con historias muy similares, filmadas en escenarios reales e intercambiables y donde, a menudo, la vivienda y la miseria ocupaban una posición central en el relato. El relevo lo tomaría años más tarde el que fue llamado cine quinqui, en películas de José Antonio de la Loma, Eloy de la Iglesia o Carlos Saura. En ellas retrataron con crudeza la crisis de los setenta, cuando la heroína abrasaba los suburbios de casi todas las ciudades del país. Ya en los ochenta, Almodóvar restituye en películas como ¿Qué he hecho yo para merecer esto? el paisaje conflictivo y digno de los polígonos de Madrid, tan comunes en las grandes ciudades, y que Javier Pérez Andújar bautizaría con brillantez irónica como “la internacional de los bloques”.
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Este conjunto de imágenes no hizo más que alimentar una idea tóxica y definitivamente condenatoria sobre los polígonos de la periferia. Algunas leyendas fantasiosas ayudaron a ello, como la del inquilino que había intentado subir el burro a su piso en el ascensor, cuando este era un lujo del que no disponía casi ningún bloque, aunque en ellos pudiera corretear alguna cabra o alguna gallina trasladadas de las barracas.
KIM MANRESA
Lo cierto es que casi todos aquellos feos edificios, construidos de forma legal en entornos prácticamente sin urbanizar, carentes de todo tipo de equipamientos y servicios y, en muchas ocasiones, con prácticas constructivas fraudulentas, salvaron la vida de miles de familias. Las rescataron de una marginación definitiva e irrecuperable y las libraron de la precariedad irreparable del barraquismo. Varias décadas de reivindicaciones vecinales y la intervención crucial de los primeros ayuntamientos democráticos pusieron remedio a muchas de las carencias de los polígonos. En un largo proceso que llega hasta hoy, aquellos barrios vieron urbanizadas sus calles, fueron dotados de transportes, servicios y equipamientos, se rehabilitaron sus viviendas y se derribaron edificaciones muy deterioradas para convertir los polígonos en lugares donde vivir dignamente. A esa tarea se dedicaron fondos públicos que afrontaron un ambicioso programa de intervenciones sobre los edificios en peor estado.
Desde principios de los años noventa, el arquitecto Joan Margarit y su socio de siempre, Carles Buxadé, se dedicaron profesionalmente a rehabilitar bloques que presentaban graves patologías estructurales, edificios con cocinas envenenadas, bombillas enfermas y niños y perros mezclados sobre un colchón, como evocó Margarit en el poema Recordar el Besós. El precario estado de esas edificaciones hacía necesarias intervenciones de urgencia, que empezaban a menudo con un apuntalamiento que invadía por fuerza el interior de las viviendas. La actuación en aquellas casas a punto de hundirse provocaba a sus habitantes molestias que duraban meses, durante los cuales solo aumentaba el malestar y se intensificaba el recelo ante los técnicos y los encargados de las obras, que llevaba incluso a impedirles la entrada en las casas. Joan Margarit entendió la desconfianza de ciudadanos maltratados durante décadas, y quizá por ello asumió ese trabajo de un modo que fue más allá de una dedicación estrictamente técnica. Entendió el encargo con la responsabilidad de acometer, además de la rehabilitación estructural, una reparación moral y social sobre quienes tuvieron que abandonar sus pueblos y refugiarse en barracas de las que salieron tras muchos esfuerzos para habitar viviendas que finalmente resultaban calamitosas. Como escribiría Margarit en sus poemas, lo más importante no eran los defectos de aquellas viviendas, su baja calidad o la miseria de sus ocupantes; lo más importante era recordar que esos espacios dieron una esperanza de vida y de futuro a sus habitantes.
Cuando los polígonos se meten en los poemas de Margarit consiguen fundir sin violencia la arquitectura y la poesía. En la lucha contra la intemperie que le preocupó toda su vida, los trabajos en esos polígonos de viviendas hicieron que la poesía se ocupara de una reparación física y de una reparación social. Por eso recordó siempre con una punzada de emoción las muchas horas que dedicó a los polígonos de las periferias.
Ochenta años después, vuelven a reproducirse en nuestras ciudades fenómenos de infravivienda muy parecidos a los que se vivieron en los años más sombríos de la posguerra. Han regresado el realquiler de habitaciones insalubres, las camas calientes, la ocupación como vivienda precaria de pisos y locales vacíos desde la crisis inmobiliaria de 2008. Incluso volvemos a ver, cuando parecía que ya sólo podía ser material de exposición histórica en blanco y negro, la construcción de barracas en solares pendientes de edificación, ocultos tras la fachada de naves industriales abandonadas o en los márgenes fluviales.
La dificultad para acceder a una vivienda sigue siendo en nuestro país un problema estructural que se acentúa en las grandes ciudades y que afecta no sólo a la población migrante más desprotegida, sino también a los jóvenes y a las familias de clase media. El derecho a una vivienda digna que debería garantizar un Estado de bienestar, tal como recoge el artículo 47 de la Constitución, no podrá hacerse efectivo sin la intervención decidida de los poderes públicos, lo que comporta necesariamente importantes inversiones económicas. Sólo la construcción masiva de vivienda de titularidad pública, preferiblemente destinada al alquiler, permitirá reequilibrar un mercado hasta hoy mayoritariamente de venta y en manos del sector privado. A falta de inversiones estatales, el esfuerzo insuficiente pero ejemplar lo están desarrollando fundamentalmente las sociedades municipales de promoción de vivienda protegida, construyendo nuevos polígonos con propuestas de indudable calidad arquitectónica.
Deberíamos regresar ahora a aquellos lugares de la vieja periferia para mirarlos sin prejuicios y ser capaces de aprender de la experiencia del pasado. No será difícil identificar sus defectos y aprovechar lo bueno que había en ellos. Encontrar a un poeta que conmueva como conmueve Joan Margarit resultará bastante más difícil.
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