El nombre puede no decirles nada, pero Barca nostra, título de una de las instalaciones expuestas en la última Bienal de Venecia, que cerró sus puertas en noviembre de 2019, fue uno de los más pronunciados en la selecta cita cultural, ya fuera con admiración, estupor o indignación. La pieza, contribución del artista suizo Christoph Büchel a la exposición, es el imponente cascarón de un barco que naufragó con más de 800 inmigrantes a bordo entre las costas de Libia y la isla de Lampedusa en la madrugada del 18 de abril de 2015. Solo 28 pasajeros salvaron la vida.
Abrumado por la magnitud de la tragedia, el Gobierno italiano, presidido entonces por Matteo Renzi, gastó millones de euros en recuperar al año siguiente la nave e identificar a cientos de víctimas atrapadas en su interior. Surgieron de inmediato iniciativas, como el Comité 18 de Abril, para conservar el recuerdo de lo ocurrido mediante la construcción de un Jardín de la Memoria en la ciudad siciliana de Augusta, donde quedaría instalada la carcasa. La corporación local se la cedió a Christoph Büchel por un año para que el símbolo de la tragedia sacudiera las conciencias en la 58ª edición de la Bienal de Venecia.
Han pasado los meses y, sin embargo, la barca sigue en su sitio en la zona del Arsenal de la Serenísima, convertida ahora en símbolo de las desavenencias entre el artista, la empresa que efectuó el transporte, la Bienal y sus aseguradoras. El litigio se debe, según fuentes próximas al Proyecto Barca Nostra, a los desperfectos causados en la base de sustentación de la nave por los transportistas, al manipularla, ya en el área de Venecia. El artista reclamó a la Bienal que sus aseguradoras corrieran con el gasto. La Bienal, por su parte, insiste en que la instalación se exhibió como contribución especial, y no está cubierta por los seguros. El enfrentamiento podría acabar en los tribunales, con grave peligro para Barca nostra.
De ahí que hayan surgido propuestas como la del concejal del Partido Demócrata en el Ayuntamiento de Génova Alberto Pandolfo, que, apoyado por su grupo, apuesta por instalar el barco en el Museo del Mar y de las Migraciones de la ciudad. “La iniciativa nace de la oposición, pero el Ayuntamiento, gobernado por la Liga, está en principio de acuerdo”, cuenta por teléfono Pandolfo, consciente de que la tarea no será fácil. “Hay todavía muchas dificultades que superar, como los costes, en torno a los 100.000 euros”. Pero la misión vale la pena. “Barca nostra es un pedazo de la historia de Italia, no podemos permitir que sea destruida”, dice Pandolfo.
¿Terminará entonces en Génova? “Lo excluyo categóricamente. Los restos siguen siendo propiedad del Ayuntamiento de Augusta y aquí regresarán y se instalarán en el Jardín de la Memoria”, asegura por correo electrónico el alcalde de la ciudad siciliana, Giuseppe Di Mare. Pase lo que pase, el episodio pasará a engrosar el historial de polémicas de Büchel, un artista capaz de batallar durante años con la Administración californiana hasta conseguir que le autorizara a enterrar en el desierto de Mojave la carcasa de un Boeing 727. O de instalar el pabellón de Islandia de la Bienal de 2015 en una vieja iglesia veneciana a la que convirtió en mezquita. Lo malo es que, en el caso de Barca nostra, el desafío que representó convertir en obra de arte el barco mutilado ha quedado oscurecido por una prosaica pelea sobre quién paga los desperfectos causados.
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