El doctor en filosofía José Manuel Cuéllar Moreno envía a www.aristeguinoticias.com una réplica al texto “Emilio Uranga: la inspiración de la guerra sucia contra AMLO”, del periodista Témoris Grecko, publicado en este sitio. Ambos se pueden consultar aquí.
Por: Dr. José Manuel Cuéllar Moreno
El filósofo mexicano Emilio Uranga (1921-1988) no fue el ideólogo detrás de la gran manipulación echeverrista del 68, y mucho menos urdió la masacre, las persecuciones, las detenciones ilegales, las torturas, las violaciones y los asesinatos. Esto es una exageración y una calumnia espantosas. No podemos lanzar acusaciones tan graves –acusarlo de tener la pluma y las manos manchadas de sangre, acusarlo de ser una eminencia gris y despiadada– sin ofrecer pruebas contundentes. Y estas pruebas, sencillamente, no las hay. No existen. Emilio Uranga adoleció de muchas cosas, fue un hombre repleto de defectos, con un carácter horroroso, un hombre que vivió angustiado y aquejado por constantes problemas de salud, pero no fue el autor intelectual de ningún crimen ni fue el “titiritero” detrás y por encima de Echeverría. Una imagen así de ramplona y descabellada –la imagen de un villano de telenovela– o es producto de un prejuicio o de una intención muy aviesa por erigirlo en el pararrayos de todos nuestros rencores hacia los intelectuales mexicanos, que a menudo han pecado y pecan de sumisos y cómplices. ¿Ustedes creen que un personaje tan engreído y locuaz como Luis Echeverría se dejaba comer el oído por un filósofo? Cuesta trabajo decirlo, pero si exceptuamos a José Vasconcelos (que se postuló como candidato a la presidencia a finales de los veinte), ningún filósofo mexicano ha tenido jamás este grado de injerencia y de poder. Muchos han sido empleados y funcionarios del gobierno, eso sí, y éste fue el caso de Uranga, como de otros miembros de su generación.
He dedicado estos últimos años al estudio minucioso y riguroso de la obra de Emilio Uranga. Al mismo tiempo he investigado su vida, he entrevistado a su familia, sus amigos, sus enemigos, una exesposa. He abierto y hojeado todos y cada uno de los ocho mil ejemplares que conforman su biblioteca y he hundido mis narices largas horas en diversos archivos con el fin de recopilar sus artículos, no dos o cien, sino todos. Sobre esta base he construido mi imagen de Emilio Uranga.
En 1952 Emilio Uranga publicó El análisis del ser del mexicano, donde se valía del lenguaje muy abstruso de Heidegger, Husserl y Sartre para declarar que el mexicano era indefinible, que no era nada, más que un accidente, o sea, un puñado de potencialidades en espera de realización. Este libro contiene el pensamiento más fino y más agudo que produjo la filosofía de lo mexicano, una corriente que dominó el panorama cultural de 1948 a 1952. Se ha dicho con mucho desparpajo que este libro era un apéndice del nuevo y flamante PRI; se ha dicho que Uranga era un folclorista, que andaba en busca de una esencia imposible y que sus esfuerzos iban encaminados a crear una entidad mítica –lo mexicano– muy cómoda para la dominación priista. Esto es rotundamente falso. El joven Emilio Uranga estaba en las antípodas de la sumisión moral. La suya fue una punzante crítica al discurso oficialista. Mientras Miguel Alemán profesaba la doctrina de la mexicanidad y mientras todos –pintores, escultores, literatos, psicólogos– buscaban a este hombre mexicano –¡el objeto de una doctrina!– por el Zócalo, a mediodía, con las linternas encendidas, Emilio Uranga puso los brazos en jarras y con esa sonrisa suya de triunfo (que a veces la describen como una sonrisa maliciosa), les puso un alto. ¡El mexicano no es nada! ¡El mexicano no es susceptible de ninguna doctrina! El mexicano existe, sí, con todo el vértigo y el azar y la angustia que implican la existencia, y esta perogrullada –que el mexicano existe– no es, desde luego, privativa de ninguna nación. El mexicano es un ser humano. Punto. Así concluye el libro de Uranga. Rechaza explícitamente los nacionalismos a favor del humanismo. Declara que el espíritu de su filosofía hay que encontrarlo en todo caso en la expropiación petrolera. Y que el partido que mejor se avenía a esta anti-esencia de la Revolución mexicana era el PRM (el partido de Cárdenas). En resumen: el joven Emilio Uranga no era dócil con el PRI. Decir lo contrario es de plano ponerse una venda en los ojos y fingir que no existen párrafos enteros del Análisis.
¿En qué momento Emilio Uranga se aproximó a las altas esferas del poder y dejó la Academia para convertirse en funcionario del Ejecutivo? Doy la fecha exacta: 19 de junio de 1958. A unos pocos días de los comicios, el señor licenciado Adolfo López Mateos ofreció una fastuosa cena a distinguidos intelectuales en el Salón de los Candiles del Hotel del Prado. Asistió medio mundo: Alfonso Caso, Alfonso Reyes, José Gorostiza, Jesús Silva Herzog, Nabor Carrillo (rector de la UNAM), Isidro Fabela, José Vasconcelos, Mariano Azuela, Emilio Uranga y un largo etcétera. Uranga, desilusionado luego de las crisis financieras y las inflaciones decretadas por Ruiz Cortines y ante el avance voraz de una oligarquía capitalista (esta desilusión la manifiesta en su diario personal del 54-55), vio en la figura de López Mateos el retorno de un humanista; vio, como nosotros ahora, una oportunidad de regeneración nacional. Para 1960 ya había sido nombrado consejero del Presidente. Esto no lo acercaba necesariamente a los círculos de influencia de López Mateos. Recordemos que también Cagancho, un torero envejecido y caído en desgracia, fue nombrado consejero. La inteligencia de Uranga era indiscutible. Se le respetaba, se le admiraba y se le temía. Era implacable. Un devorador de libros y de argumentos. Se perfilaba como el genio de nuestro siglo.
De la participación de Uranga en el régimen lopezmateísta me ocupo extensamente en mi libro La Revolución inconclusa. Emilio Uranga, artífice oculto del PRI (Ariel, 2018). Lo de “artífice oculto” hay que entenderlo en su sentido justo. (De haber sabido las acusaciones que se avecinaban, hubiese propuesto, sin duda, otro subtítulo.) A Uranga le comisionaron una serie de artículos en que defendía el legado y la continuidad de la Revolución mexicana en contra de aquellos que simpatizaban con la revolución de Cuba y con el marxismo. A estos artículos le siguió una polémica acalorada con el historiador Cosío Villegas. Uranga decía de sí mismo que era un consejero, mas no un aconsejado. Y no le faltaba razón. Gozó siempre de autonomía de pensamiento. Leyó y escribió lo que quiso, sin pelos en la lengua y sin ambages. Rara vez le encontramos un halago limpio, exento de cualquir retintín irónico, y rara vez le encontramos una crítica que no dé en alguna fibra sensible de nuestra muy correcta, susceptible y autocomplaciente República de las Letras.
Tuve oportunidad de comentar profusamente con Jacinto Rodríguez Munguía el tema –o el problema– de Emilio Uranga, antes, durante y después de la escritura de su libro La conspiración del 68 (Debate, 2018). Emilio Uranga escribió con frecuencia bajo encargo. De eso, a mí, no me cabe duda. También desarrolló un pensamiento propio y muy rico. Jacinto le adjudica una columna incendiaria y anónima llamada Granero político. Yo también se le adjudico. Pero entre la escritura (muy penosa, muy inmoral) de una columna para denostar a tal o cual personaje, a la planeación de una masacre y de una estrategia maquiavélica de represión media un abismo que Uranga ni cruzó ni podía cruzar. A lo sumo podemos verlo como un intelectual que vendía su pluma a intereses mezquinos; un empleado del gobierno, pero no un personaje palaciego que susurra atrocidades a los oídos de los mandatarios. Su compañero y amigo, Alejandro Rossi, decía que Uranga no tenía un interés real por la política. Su interés era, por decir así, pecuniario.
A Emilio Uranga también se le achacó un libelo infame titulado ¡El móndrigo! Bitácora del Consejo Nacional de Huelga. Se trataba del diario de un supuesto estudiante apodado “el móndrigo” (“pobre diablo”, “persona despreciable”), muerto en las refriegas de la Plaza de las Tres Culturas la noche del 2 de octubre. Mi hipótesis es que este tipo de libelos se escribían a varias manos y a partir de fichas de Gobernación. Seguramente pasó por los ojos de Uranga y seguramente el filósofo mexicano se encargó de dejar su impronta.
¿Uranga estuvo la tarde del 2 de octubre en Tlateloco, como narra Jacinto en su libro? Lo más probable es que no. El testimonio de Régulo, el chofer, es sumamente dudoso. El señor, con todo el respeto que me merece, se sirve generosamente de la fantasía, y esto no lo afirmo yo, sino la exesposa de Uranga.
Las afirmaciones más lamentables que le he encontrado a Uranga, referentes al 68, son las siguientes: “Primero se reconoce, muy con Marcuse, que la sociedad es ‘represiva’, pero que no podría existir ninguna sociedad sin represión ‘legal’. Pero se añade en segundo lugar, que esa represión –no por legal menos brutal– fue una reacción y no una acción; una respuesta a un reto, a un envite. Díaz Ordaz supongo que puede y ha podido demostrar que ejercieron sus disidentes una ‘ilegítima presión’” (“Díaz Ordaz: el hombre y la popularidad”, La Prensa, 19 de septiembre de 1970).
Uranga no fue un estudioso de Goebbels. Nunca escribió al respecto y en su biblioteca personal no hay libros que acusen un posible acercamiento a estos temas siniestros de la manipulación propagandística de las masas. Fue un estudioso obsesivo, en cambio, de Hegel, Marx, Frege, Freud, Lukács, Wittgenstein, Goethe, Thomas Mann… Llamarlo el “Goebbels mexicano” es, a mi juicio, desafortunado.
¿Emilio Uranga pudo haber sido la inspiración de la guerra sucia contra AMLO? No, la respuesta tajante es no. Y cualquiera que esté familiarizado con la vida y la obra de Emilio Uranga, soltará una risa muy sonora. Enrique Krauze, en varios de sus textos, menciona a Emilio Uranga, pero siempre de pasada y como un exponente de la filosofía de lo mexicano. Hasta allí el parentesco documentable. Lo demás son especulaciones. ¿Quién puede saber si Uranga es para Enrique Krauze una especie de modelo a seguir? Yo no me hago la pregunta porque me suena absurda.
Conclusión: hay que leerse todo lo que escribió Uranga en el 68, con su nombre y sin su nombre, para emitir un juicio serio, no parcial ni tendencioso (tratándose, además, de acusaciones gravísimas). Hay que evitar las comparaciones con los nazis, porque son anacrónicas y sólo contribuyen a satanizar cómodamente a un personaje que tuvo claroscuros. Hay que enunciar los hechos, sin exageraciones ni calumnias. Hay que decir lo bueno y lo terrible que hizo Emilio Uranga, porque ni era un santo ni era un demonio.
Conoce aquí el texto “Emilio Uranga: la inspiración de la guerra sucia contra AMLO”, del periodista Témoris Grecko