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“En cinco años, ‘wasapear’ todo el día estará tan mal visto como fumar en un avión”


Fue en una clase de Anatomía, en el primer curso de la carrera de Medicina, cuando Facundo Manes (Buenos Aires, 52 años) quedó fascinado por los entresijos del cerebro. “Es el único órgano del universo que intenta entenderse a sí mismo”, explica con entusiasmo el médico, que se graduó como neurólogo en la Universidad de Buenos Aires y se formó en el campo de la neurociencia y la neuropsiquiatría en Estados Unidos y el Reino Unido.

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Sentado en una butaca del imponente salón del Hotel Casa Fuster de Barcelona, Manes desmenuza los secretos del órgano más sofisticado del planeta, lo que se sabe y lo que falta por saber. Acaba de publicar Ser Humanos. Todo lo que necesitas saber sobre el cerebro (Paidós, 2021), un relato ágil de los hallazgos clave de la neurociencia y donde reivindica las habilidades exclusivas del ser humano. Precisamente, en una era convulsa, donde la tecnología pone a prueba los límites de la ciencia y una pandemia ha puesto en jaque el planeta, Manes invita a la introspección: “La mayor fortaleza para el presente y lo que viene no es el ordenador más sofisticado o tener dinero o poder, sino pensarnos como humanos para combatir el cambio climático, la desigualdad y enfrentar los grandes desafíos de la humanidad”.

PREGUNTA. ¿Qué y cuánto sabemos del cerebro?

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RESPUESTA. Hemos avanzado en las últimas décadas más que en toda la historia de la humanidad. Pero nos falta una teoría general sobre el cerebro. La pregunta clave es si el ser humano va a ser capaz de entender su propio cerebro.

P. ¿Qué es lo más importante que falta por saber para dar un salto cualitativo en la neurociencia?

R. La conciencia, el entendimiento de cómo los circuitos neuronales dan lugar a este sentimiento íntimo, privado, personal y subjetivo que tú o yo estamos sintiendo. No tenemos ni idea de cómo funciona eso.

P. En su libro dice que hoy el cerebro se está poniendo a prueba “de forma drástica”. ¿Eso qué significa?

R. Por primera vez en la historia, la evolución inmediata del cerebro no será biológica. Ahora hay nuevas tecnologías con las cuales estamos permanente conectados, los jóvenes son nativos digitales y existe la interfaz cerebro-máquina [dispositivo que decodifica el lenguaje del cerebro y conecta al órgano con un ordenador]: hoy se pueden poner electrodos que registran el pensamiento para mover un brazo, un programa lo decodifica y se mueve un brazo robótico obedeciendo a los pensamientos de esa persona. La pregunta es, ¿cómo vamos a evolucionar? La tecnología moderna impacta en nuestro cerebro, aunque no va a cambiar su estructura. Vamos hacia un mundo pospandemia donde valoraremos al ser humano. En cinco años, wasapear todo el día estará tan mal visto como fumar en un avión. La tecnología no va a cambiar la estructura del cerebro, pero sí creo que por primera vez estamos ante un dilema que posibilitará nuestra evolución. No será por la biología como antes, sino por la interfaz cerebro-máquina. Puede haber un salto evolutivo hacia algo que no había pasado.

P. Pero ¿hacia dónde? Porque ese salto puede ser para bien o para mal.

R. Exacto. ¿Qué pasa si eso que se estudia para hacer el bien, para ayudar a pacientes, se usa para modificar la actividad neural de una persona en el futuro? Por eso es necesario que crezca la neuroética, que es la evaluación ética de los avances del estudio del cerebro.

P. Usted habla de las neuroarmas. ¿El cerebro puede convertirse en un arma de combate?

R. Tiene sentido porque la Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados en Defensa, que es una institución asociada al Departamento de Defensa estadounidense, está invirtiendo mucho en neurociencia para aumentar la resiliencia de los soldados. Quizás en el futuro se pueda manipular la mente de algunos soldados con tecnología. Por ahora esta área es embrionaria, pero hay que prestarle atención. Quizás las guerras del futuro sean neuroguerras, manipulando la mente del adversario o aumentando la resiliencia o la resistencia al dolor de los soldados.

P. Con respecto a los problemas de salud mental, que también son enfermedades del cerebro, ¿qué se sabe?

R. Sabemos, sobre todo, detectarlos mejor que antes, y sabemos que todos tienen un componente biológico subyacente. Pero todavía nos falta un marcador biológico, como existe en la diabetes. La salud mental es una de las áreas en las que más hay que invertir. Las pandemias cambian a las sociedades, para bien o para mal. Después de la peste negra llegó el Renacimiento, que fue algo bueno. En esta pandemia, el impacto en salud mental durará más que la pandemia. Hoy impacta sobre todo a cinco grupos: a los jóvenes, porque les coge en una etapa de desarrollo cerebral y modulación de las emociones; a las mujeres, porque aumentó la violencia doméstica; a los mayores, porque había una epidemia de soledad antes de la pandemia que se ha agravado; a los profesionales de la salud y a los pobres.

P. Los expertos ya hablan de que estamos en una pandemia de mala salud mental. ¿Cómo se afronta?

R. En una pandemia, la respuesta a la salud mental debe ser tan importante como la vacunación. No se puede separar la salud física de la salud mental. Hay que hacer una gran campaña de psicoeducación, dar herramientas a las personas para detectar el estrés, la angustia, la ansiedad y poder abordarla.

P. Usted repite en el libro que el cerebro es un órgano social. Pero la pandemia nos ha abocado al aislamiento. ¿Cómo afectará al cerebro esta crisis sanitaria?

R. El virus lo que ha hecho es coger lo más importante de nuestra especie, que es el contacto humano, y lo ha usado en nuestra contra. Todavía seguimos sin abrazarnos ni tocarnos. Y esto es muy importante porque, igual que la sed es una alarma biológica que nos recuerda que tenemos que hidratarnos, la soledad es una alarma biológica que nos recuerda que somos seres sociales. El órgano más complejo del universo es un órgano social y la pandemia lo que ha hecho es evitar el contacto social y aumentar la soledad. Y la soledad crónica es un factor de mortalidad tan importante como la obesidad o el tabaquismo, y más importante que la polución ambiental. Si uno estudia crisis, guerras, epidemias y pandemias, hay una buena noticia: los seres humanos somos seres adaptativos y resilientes.

P. Y si somos seres sociales y el altruismo activa los sistemas de recompensa, ¿por qué vivimos en un mundo tan individualista?

R. Es el factor humano. Creo que hay una crisis de empatía en la sociedad actual. Vivimos en la mejor época de la historia de la humanidad, y tenemos ansiedad, estrés… Tenemos sesgos, la vida la vemos a través de anteojos que vamos construyendo a medida que crecemos: construimos prejuicios, vallas… La mayor parte de la decisión humana no puede ser analítica o racional porque requiere un gasto mental y tenemos recursos cognitivos limitados. Entonces vivimos de forma automática, con hábitos. Hay un factor humano que influye en nuestra conducta y que nos lleva a la falta de empatía, pero la buena noticia es que se puede modificar.

P. ¿Somos nuestro peor enemigo?

R. Sí, y eso nos hace, a la vez, más infelices. Porque lo que nos da bienestar es lo opuesto. Estamos quizás viviendo más automáticamente de lo que necesitamos para disfrutar la vida. Estoy seguro de que en 5 o 10 años vamos a valorar mucho el ser humano. Lo más cool y sofisticado va a ser esta charla.

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