La noche del pasado 7 de abril la Academia Británica otorgó el BAFTA de mejor videojuego del año a Returnal. Se trata de un juego de disparos en tercera persona que cuenta las aventuras de Celine, una astronauta que se ve atrapada en un planeta increíblemente hostil. Su situación es complicada: toda criatura en ese infernal sitio intenta matarla. Y, generalmente, lo consigue. El caso es que, al morir, Celine se da cuenta de que su cárcel no es solo física si no también temporal: está atrapada en un bucle y al ser asesinada vuelve a despertar en el punto de partida (un poco a la manera del Bill Murray de El día de la marmota). Además de la ambientación retorcida y el argumento paulatinamente macabro, Returnal se caracteriza por algo más: es, con mucho, uno de los juegos más difíciles de los últimos años.
El pasado martes, el director de Returnal, Harry Krueger, justificó en el programa PS I Love You XOXO la enorme dificultad del juego porque, para él, no obedecía a una decisión arbitraria ni para alargar artificialmente la duración del mismo, sino que esa dificultad reproduce directamente la vivencia de la protagonista. “Siente cómo es morir una y otra vez y cómo esta vivencia es insufrible”, explicaba Krueger, para quien el jugador experimenta con el juego justo lo que debía estar sintiendo Celine: “Un descenso a la locura que está sucediendo precisamente por los desafíos a los que se está enfrentando”.
Justificaciones aparte, el de la dificultad es un debate candente. Conforme se ha ido pasando de un consumo esporádico a un consumo continuo de juegos, con millones de usuarios a lo largo del mundo refinando su forma de jugar y exigiendo nuevos retos, en los últimos años han aparecido un puñado de obras que centraban parte de su experiencia en una dificultad exagerada. Desde el éxito del Demon’s Souls (2009), de Hidetaka Miyazaki, toda una serie de juegos ha explotado el matrimonio entre frustración y gratificación que genera la alta dificultad, empezando por los sucesivos juegos del creador de los Souls: Bloodborne (2015) y Sekiro (2019); el mejor imitador de la saga, Nioh (2017); el juego de disparos estilo cartoon retro Cuphead (2017) o el maravilloso plataformas de pixel art Celeste (2018).
Imagen del juego ‘Returnal’ (2021).
Durante este tiempo el debate se ha ido polarizado en internet (en foros, en las redes sociales, en Youtube). Por un lado, estaban quienes defendían que estos juegos debían tener un modo fácil, porque los jugadores tenían derecho a pasarse con relativa comodidad un juego por el que habían pagado. Frente a estos se levantó una postura más integrista, que defendía que si un videojuego es difícil (aunque sea demencialmente difícil), es por voluntad de su creador y que esta voluntad debe ser respetada en aras de conservar su visión autoral del juego. Muchos de estos jugadores tomaron como bandera la difícil (a veces hasta desquiciante) experiencia de los Souls de Miyazaki.
El último exponente, claro, es Elden Ring, lanzado al mercado el 25 de febrero. El último juego de Miyazaki, a pesar de ser algo más accesible que sus predecesores, sigue siendo muy difícil: morir continuamente es una parte fundamental de la experiencia. Pero, ¡paren las rotativas! Con Elden Ring ha pasado algo distinto. Siendo como es un juego mucho más extenso, amplio y ambicioso que sus predecesores, en su lanzamiento había cosas que no estaban calculadas a la perfección. Armas que resultaron demasiado poderosas, enemigos con demasiados ataques seguidos, armaduras que ralentizaban demasiado al jugador. Hablamos de tiempos minúsculos, solo unas fracciones de segundo, pero que en el cómputo general entorpecían (cuando no estropeaban) la experiencia. Es decir. Durante las primeras semanas la dificultad del juego ya no era tanto algo consciente sino (a veces) un fallo de cálculo.
Eso de “durante las primeras semanas” es porque ya no es así: sucesivos parches digitales han ido corrigiendo los defectos del juego. Esos parches (el último de ellos fue aplicado este martes) son, además de una mejora de la experiencia, el reconocimiento implícito de que, más allá de la voluntad del autor y el diseño del artista, en las obras colectivas a veces hay cosas que salen mal. O sea, que no todo lo que pasaba en el juego estaba medido al milímetro y obedecía a la iluminada voluntad de su director. No pasa nada. Bien está reconocerlo y rectificar.
Harry Krueger, el director de Returnal, terminaba su intervención diciendo que, definitivamente, en lo que se refiere a la dificultad, “siempre será un desafío interesante encontrar ese punto óptimo”. Y no descartaba la inclusión de un modo fácil: “Creo que siempre podemos hacer más y siempre podemos añadir más ayuda para jugar de diferentes formas y con diferentes métodos de control”. Pero quizá la clave de todo esté en otra de las jugosas frases que dejó Krueger: “Si la aventura fuese sencilla, los jugadores se sentirían menos comprometidos con la historia, porque plantearía un desafío menor”. Es posible que tenga razón. Es posible que, en los juegos como en la vida (qué es un juego sino una representación de la vida), todos agradezcamos, en el fondo, que nos pongan las cosas un poco difíciles.
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