En el Zoncolan aparece Yates y Egan también le da duro

Yates y Bernal atacan en el Zoncolan.
Yates y Bernal atacan en el Zoncolan.LUCA BETTINI / AFP

Es la quinta etapa, cuando todo estaba por hacer y Landa aún pedaleaba. El Giro atraviesa Bolonia y Lorenzo Fortunato, que es boloñés, pide permiso a los jefes del pelotón para adelantarse, me esperan mi mujer y mi hija, Verónica, les explica el ciclista, un jovencito de 25 años que se siente ya un héroe por correr el Giro, por pasar por delante de sus vecinos, a la vista de todos, aplaudido por todos, y besado por las cámaras. Diez días más tarde, y el Giro ya va en serio, y se está en los Alpes, en el Zoncolan, en el monte terrible, nadie espera a Fortunato, solo la niebla que envuelve los bosques y las praderas y le cubre a él, que llega solo, por delante de todos con los que estuvo en fuga todo el día a los que, si tuviera su bici un retrovisor, vería sufriendo, haciendo eses en las cuestas verticales, tan duras.

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Fortunato, corredor del Eolo, el equipo que han montado a medias los amigos Ivan Basso y Alberto Contador –compañeros y rivales muchos años–, ha partido sin el permiso de nadie, con la fuerza solo de sus piernas, y ya no se siente un héroe sin más, una anécdota de color en una carrera sin piedad, sino un grande, un gigante del ciclismo, el conquistador del Zoncolan, nada menos, de la misma manera que Egan Bernal, menos de dos minutos más tarde, llega esprintando solo, como si la subida se le hubiera hecho corta y necesitara más, por delante de los demás protagonistas, a los que no ha pedido permiso, a los que ha sometido sin el ansia de los días primeros, aquellos en los que corría como si le faltara el tiempo para todo lo que tenía en la cabeza, sino con la ciencia, la paciencia, la calma de quien se siente al control de los acontecimientos, y al mando del equipo más fuerte, el Ineos que recupera, años más tarde, la compostura, la limpieza quirúrgica, el corte preciso de bisturí, que transportó a Froome y Thomas en sus Tours.

La ciencia del equipo más fuerte es el fin de la fantasía casi alocada del primer Egan, algo así como la mayoría de edad aburrida del niño maravilla que ganó el Tour yendo a la contra de Alaphilippe, el que inició el Giro con abanicos en los altiplanos de las montañas del sur, con pulsos absurdos con el niño Remco, al que el Giro le da duro. Sigue el camino de la lógica aplastante, ante su rueda aparecen rivales a los que noquea, uno a uno, cada día uno, y su rosa cobra más intensidad.

En el último kilómetro –el del 27% en algunos sitios, el más duro de una subida ascendida al tren de los suyos, de Moscon, de Narváez, de Castroviejo, de Martínez, que se relevan acelerando cada vez más, un rodillo que deja sin aire en los pulmones a Remco, que agobia a todos, a Vlasov, a Carthy, que jadean– aparece el desaparecido Simon Yates. Se asoma por fin el inglés que tanto recuerda su desperdicio de energía en el Giro del 18, aquel que se pasó de rosa y de fiesta la mayoría de los días, y en el que al final le machacó Froome. Si alguno dudaba de que apareciera ese no era Egan, que le espera y le espera con tranquilidad, con seguridad absoluta de que se presentaría a la cita. “Es la subida que mejor le va”, explica Egan. “Y sé que está muy bien”. Egan ya no tiene a nadie. Necesita una excusa para atacar. Ve llegar al inglés a la cabeza e inmediatamente se pone a su rueda, y se van los dos. Yates, de pie sobre los pedales, con la aparente ágil facilidad con la que el ganador de la Vuelta de 2018 se mueve los días felices; Egan, sentado sobre el sillín, tirando de riñones, la mejor señal de que su espalda no le molesta con otros días. “Movía un 36/32”, explica el colombiano de Zipaquirá. “Y me costaba pedalear ágil, tan duro era el kilómetro”. Las imágenes, sin embargo, traicionan sus palabras, cuando, a 300 metros de la llegada, se levanta un segundo del sillín y ataca duro. Yates se queda. Egan esprinta. En tan poco espacio le saca 11s a Yates, ya segundo en la general, a 1m 33s. “Cómo he echado de menos a Landa y Soler”, lamenta Copeland, el director de Yates. “Con ellos, tan atacantes, el tren del Ineos no iría tan cómodo”.

En ese último kilómetro, a Caruso, tercero en la general, le saca 39s; 54s a Hugh Carthy, el King del Angliru, y 1m 12s al ruso Vlasov, que pide disculpas a su equipo, el Astana, por hacerles trabajar a todos sus compañeros toda la etapa, para nada.

Tira el Astana de Vlasov toda la etapa y, a su rueda, como silbando, Bernal comenta con su Castroviejo, qué bien, trabajan para nosotros. “Ellos querían ganar la etapa y cuando les dijimos que a nosotros la escapada nos iba bien, se pusieron a tirar”, dice Egan del equipo kazajo. Recorren el Friuli fronterizo con media Europa por carreteras que serpentean alrededor del Tagliamento hacia Tolmezzo, pueblo pobre, tierra dura, al que los nazis deportaron a miles de cosacos –”esta será vuestra nueva patria”, les prometieron—y allí se establecieron hasta que los invasores perdieron la guerra, y los cosacos volvieron a su Rusia, donde los masacraron. Donde tanta sangre cayó, en el puente sobre el Tagliamento del descenso de la Forcella del Monte Rest, en el mismo lugar exactamente en el que Stephen Roche organizó la gran traición a Roberto Visentini en 1987 –el irlandés le atacó al italiano, compañero de equipo y maglia rosa, y le ganó el Giro. “Que se vaya a casa”, pidió Visentini, pero el patrón del equipo, el Carrera, le dijo, ¿por qué?, yo quiero ganar el Giro, y me da igual con quién. Visentini perdió la fe en la humanidad. Montó una empresa de pompas fúnebres. “No quiero saber nada de los vivos”, dice–, el Astana organiza su movimiento, que se queda en farsa. Atacan bajando a tope, con Gorka Izagirre, con Luis León y Vlasov. Y tampoco sorprenden a Egan, feliz a rueda. Más rosa cada día.

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