Andrei llega a pie y se abre paso entre el trasiego de furgonetas blancas, que cargan y descargan bolsas negras llenas, abultadas. El Instituto Forense de Mikolaiv está saturado. Su morgue está abarrotada. Los cuerpos de decenas de personas —la inmensa mayoría soldados ucranios, con uniformes ensangrentados y cuerpos muy jóvenes— yacen unos encima de otros en dos habitaciones del patio trasero, donde un olor dulzón lo impregna todo. Allí hay más bolsas negras. Algunas no tan abultadas contienen los restos carbonizados de alguien que hace poco respiraba, caminaba, bebía, reía, hablaba y fue alcanzado por una explosión. Andrei pregunta a los soldados que, fusil al hombro, revisan el proceso de carga y descarga. Al oficial al mando de la morgue. Al empleado que ayuda a cerrar las bolsas y cargar los cuerpos, siempre con un pitillo encendido en los labios. Busca a su amigo Dmitri, Dima. No está entre los identificados. Ni en el único ataúd del patio. Andrei abre una de las bolsas negras. Tampoco. Volverá por la tarde. O mañana. Con el trasiego de las furgonetas blancas y de algún coche fúnebre.
Mikolaiv, una importante ciudad portuaria del mar Negro conocida por sus astilleros, resiste una durísima ofensiva de las tropas de Vladímir Putin desde hace dos semanas. Encajonada en un estuario, la localidad es, tras la captura y ocupación de Jersón, la siguiente pieza que el Kremlin quiere dominar antes de lanzarse a por Odesa, el puerto más grande de Ucrania y una ciudad muy simbólica para el nacionalismo ruso. Las tropas ucranias han conseguido por ahora no solo evitar que las fuerzas de Moscú entren en la ciudad. También han recuperado el control del aeropuerto, que había caído en manos rusas. Han convertido la urbe en una suerte de escudo para repeler el avance del Kremlin.
Pero ante la falta de progreso, los soldados del Kremlin han emprendido una campaña de terror contra Mikolaiv, con bombardeos y fuego de artillería sobre zonas residenciales, como el que este domingo mató a 11 personas. Mientras, tropas ucranias y rusas libran duros combates en los alrededores de la ciudad, que ya solo tiene una vía de salida libre: hacia Odesa, la perla del mar Negro, la cotizada ciudad de un millón de habitantes situada a unos 120 kilómetros, que contiene la respiración y observa con atención a Mikolaiv.
La ciudad-escudo resiste, pero a un coste altísimo. No hay cifras oficiales aún de fallecidos verificadas, pero se cuentan por varias decenas. De sus 500.000 habitantes, el 40% se ha marchado por la guerra. Las clases, como en todo el país, se han suspendido. Los tranvías y los trolebuses están activos, pero los autobuses se han retirado. Ahora, con carteles pegados a los cristales con la palabra “niño” —como decenas de coches particulares— se emplean para las evacuaciones. Todo está cerrado, salvo algunos supermercados y las farmacias, donde ya empiezan a escasear algunos medicamentos.
En la calle del Instituto Forense hay otro comercio abierto: una tienda de coronas funerarias. Natalia lleva tres años trabajando allí. Toda la pandemia y la guerra. Está abrumada. Mientras atiende un pedido, su compañera, más veterana, comenta que jamás había visto una cosa igual. Ni en el peor momento de la crisis de coronavirus. Hace dos días, flores para dos hermanas adolescentes muertas por un bombardeo en su casa, explica. Al menos 90 menores han fallecido en todo el país, según la Defensora del Pueblo, desde que Putin, que sostiene que rusos y ucranios son “un mismo pueblo”, lanzó lo que llama “operación militar especial” para “desnazificar” Ucrania y proteger a la ciudadanía rusoparlante.
En el hospital de Urgencias de Mikolaiv, una barricada recibe con la gráfica pintada de “Putin, que te den”. A la entrada, dos enfermeras comentan, en ruso, que no quieren que el Kremlin las salve. Están en una pausa y aprovechan para hacer la cola del cajero, que, como mucho, entrega el equivalente a 30 euros al día, por tarjeta de crédito. El centro, que da la primera respuesta a los heridos de toda la región, está lleno. De civiles y de militares. Heridas de metralla, contusiones graves, explosiones. El sábado ingresó un padre con su bebé. Un ataque aéreo alcanzó su casa y mató a la madre del chiquillo.
Naciones Unidas cifra en casi 600 los civiles muertos por la guerra en Ucrania, aunque advierte de que la cifra es inferior a la real. El Gobierno ucranio señala que unos 1.300 militares han perdido la vida desde el inicio de la invasión. Pero al observar la morgue de Mikolaiv es fácil pronosticar que el número será mayor. Es el día 19 de la guerra de Putin contra Ucrania.
“Nos bombardean no solo para dañar, también para tenernos ocupados”, dice el gobernador de la región de Mikolaiv, Vitali Kim, en la explanada del edificio de Gobernación. El lugar, que luce orgulloso un vehículo militar Tiger capturado a los rusos y que ahora se utiliza para patrullar la zona, está acordonado, rodeado de barricadas y protegido por varios controles de la Guardia Nacional. A lo lejos se escucha una explosión. “Ese no es nuestro”, comenta uno de los uniformados aguzando el oído, “cuidado porque este edifico es objetivo claro”.
Kim —un político y empresario de origen coreano que se ha alzado como un referente por sus fórmulas de comunicación en las redes sociales (al estilo del presidente Volodímir Zelenski) y por sus mensajes animando a la resistencia— señala que las tropas de Putin han cambiado de estrategia. Ya han ocupado pueblos que están a unos 20 kilómetros de distancia de Mikolaiv, pero han ralentizado su avance y ahora se lanzan contra las infraestructuras civiles, los suministros de calefacción, electricidad, gas.
“Están tratando de moverse hacia el oeste, también buscan cortar y rodear la ciudad porque han visto que no les dejaremos tomarla. Y mientras, bombardean carreteras para garantizarse la huida”, asegura el gobernador. Quieren garantizarse un asedio con ataques desde el aire, por tierra y quizá hasta por mar. Las fuerzas navales rusas han bloqueado la costa del mar Negro y han aislado Ucrania del comercio y el transporte marítimo.
Violetta Stadnichenko ha salido a dar una vuelta, comprar algo de comida y pasear a sus dos perros. Es profesora de idiomas y sigue dando clase a través de Zoom. Ahora tiene alumnos no solo repartidos por el país, desplazados por la guerra, sino refugiados: más de 2,5 millones de personas han tenido que huir de Ucrania, forzados por la guerra. La inmensa mayoría son mujeres y niños, ya que la ley marcial prohíbe a los varones de entre 18 y 60 años abandonar el país por si hay que reforzar las tropas.
Stadnichenko cuenta que mantener la rutina de las clases ayuda mucho a sus alumnos. Y a ella también. Sobre todo a no pensar. Solo interrumpe las clases un poco, y no siempre, cuando las sirenas que avisan de los ataques aéreos atruenan en la ciudad. Está profundamente decepcionada con la OTAN. Sobre todo por no imponer la zona de exclusión aérea que el presidente Zelenski ha reclamado y que la Alianza Atlántica y Estados Unidos ya han rechazado: “Ahora no solo nosotros, Ucrania, nos hemos dado cuenta de que no harán nada. Ni siquiera cerrar los cielos”.
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