El esqueleto de un coche calcinado y retorcido sobresale a un costado de una polvorienta y desértica carretera de la región de Zaporiyia. Es un coche viejo, con historia, de esos que han recorrido muchos kilómetros, probablemente con muchos ocupantes. Hace unos días, un ataque ruso lo alcanzó cuando sacaba a una familia de los territorios ocupados del sur de Ucrania hacia la relativa seguridad de la ciudad de Zaporiyia. El bombardeo mató a cuatro de sus ocupantes, según las autoridades ucranias. Y el coche quedó ahí, como un aviso, a un costado de la polvorienta carretera rodeada de césped y terrosas trincheras, a cuatro kilómetros del frente en la extensa provincia del sudeste en la que las tropas rusas han ocupado ya más del 70% del territorio y mantienen la línea con firmeza mientras tratan de devorar algo más de terreno poco a poco. Aldea a aldea.
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En el último puesto del Ejército ucranio antes de llegar a Kamianske, una pequeña ciudad en medio de la batalla, donde las fuerzas de Kiev y los soldados de Vladímir Putin luchan calle a calle, el batallón de Andrii y Mikola se prepara para el cambio de guardia mientras el sol se oculta. “Va a ser una noche activa. Como la anterior, y la anterior”, dice encogiéndose de hombros otro uniformado, pelirrojo y barbudo, que apura un cigarrillo en medio de una trinchera laberíntica, llena de recodos, pequeños parapetos de madera y huecos para guardar provisiones secas o colchones y que ya conoce como la palma de su mano. Fue asignado al batallón el primer día de la guerra, el 24 de febrero.
Las tropas rusas avanzaron muy rápido entonces, en una región que no estaba preparada para una invasión a gran escala. Cuando el batallón de Andrii y Sasha y el resto de fuerzas ucranias lograron contener el avance —a un altísimo coste—, Rusia ya habían tomado la ciudad de Jersón, en el mar Negro y capital regional. También se había hecho con más de la mitad de la provincia de Zaporiyia, incluida la estratégica central nuclear de Enerhodar y Berdiansk, una localidad portuaria en el mar de Azov.
Soldados ucranios en unas trincheras cercanas a la localidad de Kamianske.Albert Garcia
Desde marzo, el Ejército del Kremlin ha progresado poco. En la carretera que conecta la ciudad industrial de Zaporiyia con la central de Enerhodar y baja hasta la ocupada Melitopol y la costa, las tropas se han quedado en la localidad de Kamianske, donde el fuego de artillería suena como un percutor y en la que apenas queda un alma. Ante las complicaciones en la ofensiva, Moscú se había centrado en fulminar la resistencia de la ciudad de Mariupol, vecina a Berdiansk, en el mar de Azov. Una resistencia que ha sido mucho más férrea y larga de lo que Moscú pronosticó y que ha provocado profundas pérdidas rusas.
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Ahora, tras la caída de la planta siderúrgica Azovstal de Mariupol y la orden de rendición de los combatientes ucranios que se habían hecho fuertes allí y mantenían en la enorme acería el último reducto de control ucranio en la ciudad devastada por las bombas rusas, la inteligencia ucrania teme que parte de las tropas del Kremlin ya desocupadas lancen una ofensiva para tratar de engrosar la franja de territorio ocupado también en Zaporiyia.
Expandirse hacia el norte permitiría a Rusia engordar el ansiado corredor terrestre con el que ha logrado conectar la península ucrania de Crimea —anexionada en 2014 y ocupada ilegalmente desde entonces— con las zonas controladas por el Kremlin en Donbás. Aunque el Ejército ucranio, asegura la vice primera ministra Irina Vereshchuk, está preparado para mantener la línea. “El apetito del invasor ruso no ha decrecido”, remarca Vereshchuk en una corta conversación en el parking de un centro comercial de la ciudad de Zaporiyia, que se ha convertido en el punto de recepción de los desplazados de los territorios ocupados del sur. También de los cientos de civiles que sobrevivieron dos meses guarecidos en Azovstal y que ahora temen que las tropas rusas sigan ganando terreno. La prioridad de Moscú, sin embargo, creen los analistas y los servicios de espionaje, es la región de Donbás.
A cuatro kilómetros de las posiciones rusas, en el frente de Kamianske, el subcomandante Sasha, que lleva dos torniquetes impolutos prendidos a la solapa del uniforme, explica que la estrategia de Moscú ha cambiado desde hace unas semanas y se ha hecho “algo más sofisticada”. Ahora, las tropas del Kremlin se apoyan en el uso de drones de observación para descubrir las posiciones y después lanzar una oleada de ataques de artillería contra los puestos avanzados del Ejército y las posiciones en torno a la línea del frente. El sol se va ocultando y pronto llegará el momento más peligroso, afirma. El anochecer y el amanecer son particularmente calientes.
Un militar ucranio en el frente de Kamianske, en la provincia de Zaporiyia.Albert Garcia
Rusia mantiene la línea en Zaporiyia, donde ha pasado también a asentarse, en algunos puntos, en posiciones defensivas, afirma el gobernador Oleksandr Staruj. Uno de los escenarios, apunta, es que se incrementen los ataques en la ciudad, que se ha convertido en una zona segura para los miles de desplazados de zonas ocupadas y arrasadas por las bombas. “Zaporiyia ha estado luchando y resistiendo durante más de dos meses”, dice en una entrevista en la sede del Gobierno provincial, fuertemente custodiada y asegurada con sacos terreros. “Esta es tierra de cosacos y los cosacos nunca se arrodillaron ante nadie. Solo ante Dios”, zanja el gobernador, que denuncia “comportamientos terroristas” de los invasores rusos.
Pese a que el Kremlin lo niega, bombardea indiscriminadamente pueblos y zonas residenciales. La línea invisible más cercana al frente está ahora ribeteada de aldeas casi desiertas habitadas por gente mayor que no quiere marcharse pese a las bombas, supermercados vacíos, edificios con cristales rotos, calles agujereadas por la metralla.
Mercado de Orijiv, donde la gran mayoría de las tiendas están cerradas y las que siguen abiertas están desabastecidas.Albert Garcia
El apartamento de los Pivenko está casi como lo dejaron en la ciudad de Orijiv. La cama de matrimonio está llena de perchas, como cuando se hace la maleta deprisa. El armario, semiabierto. Dos frascos de medicinas, en la encimera de la entrada. Y todos los cristales rotos. El suelo del salón, lleno de cascotes. Un agujero en la pared. La cocina, cubierta de escombros. La pareja de jubilados —él, médico, ella, enfermera— ya se había marchado a toda prisa de la pequeña localidad, cruce de caminos de la provincia de Zaporiyia y encajada bajo los ataques y a solo tres kilómetros de las primeras posiciones rusas, cuando hace 10 días un bombardeo alcanzó su edificio de apartamentos y su piso.
A Volodímir Gerashinko, un electricista jubilado que llegó a la ciudad en los años noventa, el ataque lo pilló sentado en la mesa del salón, comiendo un bocado frío. Si hubiera estado en la cocina, dice, probablemente no estaría en pie para contarlo. En otro portal murieron dos personas. Gerashinko quedó encargado de cuidar el apartamento de los Pivenko y de otros vecinos que también se han marchado. Los Pivenko ya no volverán. El médico falleció poco después de dejar su casa “por la tristeza y los nervios de la guerra”, dice Gerashinko. Galina, la enfermera, ya no quiere volver a Orijiv, a una ciudad bajo constantes ataques, que depende de la ayuda de los voluntarios para recibir alimentos, donde los supermercados están desabastecidos y los cajeros automáticos no funcionan. Una ciudad en el camino de las tropas rusas si comienza una nueva ofensiva, o en la línea del frente si la guerra se estanca y Zaporiyia se termina convirtiendo en una zona de contacto entre territorio controlado por Ucrania y la parte bajo ocupación rusa.
En cambio, Valentina Petrovna, de 80 años, no quiere marcharse. Adora su casa, particularmente su salón, decorado con una alfombra roja colgada en la pared. “A dónde voy a ir”, reflexiona. “En todo caso cogeré mi carretilla, mis cosas y me iré al sótano”, dice. Su esposo, sus dos hijos y su nieto han fallecido. Está “sola en la vida”, dice: “Guerra o no, a quien me entierre le daré todo”.
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