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En Nápoles, Diego gana a la pandemia


No podía esperarse otra cosa. Diego Armando Maradona fue despedido como vivió: en una locura desbordante de amor, pasión y caos. La Casa Rosada sufrió un asalto por parte de la multitud, hubo gases lacrimógenos y heridos dentro del palacio presidencial e hizo falta esconder el féretro para preservarlo. El héroe argentino murió solo, pese a tantas amantes, tantos hijos y tantos supuestos amigos. Y no descansó en paz, pero ya no volvió a sufrir de soledad. La gente le quería demasiado. Todo acabó estallando en un frenesí de amor y duelo. ¿Cómo podía ser de otra forma? Maradona tuvo un adiós glorioso y atroz. Inolvidable. Como él.

El desorden y las aglomeraciones prosiguieron en la ruta de la comitiva fúnebre hacia el cementerio privado de Bella Vista, a unos 35 kilómetros de Buenos Aires, donde ya reposaban los restos de los padres de Maradona. Un policía resultó herido durante una breve refriega cerca del cementerio. Hacia las siete de la tarde (las once de la noche en Europa), ante unas pocas decenas de familiares y amigos y ya en silencio, el entierro puso fin a una jornada frenética.

El análisis de los hechos llevará tiempo. La exesposa, Claudia Villafañe, tendrá que justificar su inamovible decisión de no permitir que la capilla ardiente se prolongara hasta el viernes, o incluso el sábado, como había anunciado el Gobierno. El presidente de la República, Alberto Fernández, que hizo lo posible por capitalizar políticamente el último resplandor de Maradona, deberá explicar por qué no se impuso, por razones de orden público, y accedió a los deseos de Villafañe. ¿No existía algún tipo de plan previo? ¿No se pusieron de acuerdo antes de una ceremonia de estas características?

Algo resulta claro: en cuanto supo que a las cuatro de la tarde, hora local, concluiría la ceremonia, la multitud enloqueció. Muchos habían viajado desde muy lejos. El Gobierno había prometido tiempo suficiente, hasta el viernes o incluso el sábado, para que hasta el último seguidor se acercara personalmente al ataúd cerrado. La frustración colectiva prendió como una hoguera. Y se desató la violencia.

El Gobierno de Alberto Fernández procuró calmar los ánimos. Primero anunció que el féretro sería paseado entre la gente antes de emprender camino hacia el cementerio de Bella Vista. Luego anunció que se prorrogaba la capilla ardiente hasta las siete de la tarde. Fue inútil. La policía que protegía la Casa Rosada quedó desbordada en instantes. Cientos de personas se encaramaron a las verjas y saltaron al interior. Hubo golpes, lanzamiento de gases y cuerpos caídos dentro del palacio presidencial. La policía intentó despejar la plaza de Mayo con balas de goma y agua a presión. Afloró la sangre. Había niños que lloraban, horrorizados, sin entender lo que ocurría.

Los argentinos suelen decir que hay que ser argentino para comprender el fenómeno Maradona. Probablemente tienen razón. Hablamos de un hombre especial en una sociedad especial. Incluso quienes le aborrecían (los hay) por su vida privada escasamente ejemplar habían de admitir que Maradona, además de genio supremo del balón, fue un tipo sincero, valiente, auténtico, que nunca olvidó la pobreza en la que había crecido y mantuvo, mientras el alcohol y las drogas se lo permitieron, una asombrosa lucidez.

La muerte del ídolo causó tal impacto que la realidad quedó en suspenso. Para empezar, la realidad de la pandemia. A lo largo de la mañana, mientras la gruesa columna de quienes esperaban turno para llegar a la Casa Rosada se prolongaba hasta más de dos kilómetros, y luego tres, y luego ni se sabe, se esfumó cualquier posibilidad de distanciamiento físico. Desaparecieron las mascarillas. Desapareció cualquier cautela. A nadie le importaba el contagio del coronavirus. El calor y el consumo de alcohol propiciaron algo parecido a una bipolaridad colectiva. El ánimo oscilaba entre la euforia y las lágrimas. Las autoridades sanitarias se resignaron ante lo inevitable. “No es posible oponerse al pueblo”, dijo Ginés González García, ministro de Salud.

Luego, con la decisión de la exesposa, se evaporó el sentido común frente a decenas de miles de personas que exigían, sí o sí, disponer de unos segundos de recogimiento ante los restos de la divinidad difunta. Cerrar tan temprano el velatorio fue un error inmenso. La confusión dio paso al furor. Y el furor, a la violencia.

Una multitud de fanáticos se amontona alrededor del auto fúnebre donde transportan el ataúd de Diego Maradona.

Durante unas horas, sin embargo, el homenaje fúnebre había sido emotivo y hermoso como una tarde en el estadio. El gentío iba acercándose poco a poco a la Casa Rosada de forma ordenada, dentro de una ruta marcada con vallas. En la fachada del palacio presidencial, rodeado de banderas, una pantalla ofrecía instantáneas de la vida de Maradona. Los cánticos futbolísticos (“A ver, a ver, el que no salte es un inglés”, “Diego, Diego, Diego”), las pancartas (“El diablo nos pinchó la pelota”, “La pelota está llorando”), la venta ambulante de gorras, recuerdos, choripanes y empanadas, la abundancia de cerveza tempranera, se transformaban en quietud junto al ingreso a la Casa Rosada. Uno por uno, quienes cruzaban el umbral eran rociados de alcohol desinfectante y conminados a no entretenerse. Las flores, sobre todo rosas, se amontonaban cerca del féretro.

Dentro permanecían Claudia Villafañe, la exesposa, y sus dos hijas, Dalma y Giannina, sentadas discretamente en un lateral de la sala. No hubo presencia oficial de los otros tres hijos extramatrimoniales pero reconocidos (Jana, Diego Junior y Diego Fernando), ni de quienes aseguran ser hijos ni de las muchas antiguas amantes: el lado oscuro del futbolista eximio, con su caótica vida familiar y las denuncias por violencia doméstica, se dejó de lado.

Antes de que la capilla ardiente se abriera al público, la familia cercana, los antiguos miembros de la mítica selección argentina que ganó el Mundial de 1986 y unos cuantos invitados personales, entre ellos el recién retirado Javier Mascherano, tuvieron ocasión de despedir a Maradona en la intimidad y con el féretro abierto. El papa Francisco envió un rosario. El presidente, Alberto Fernández, y la vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, se integraron en el círculo próximo. La plantilla de Gimnasia y Esgrima, el club de La Plata para el que Maradona ejercía como técnico, dispuso también de unos minutos de soledad.

La noche previa había sido brava. La ingesta desaforada de alcohol y la presencia de un grupo de “barras” de Boca Juniors condujeron a incidentes sin daños graves. Cuando salió el sol, quienes habían velado durante la noche fueron cayendo y el ambiente se hizo más tranquilo. Poco a poco creció la multitud. Pese a que no funcionan todavía los autobuses de larga distancia, el medio de transporte más popular en Argentina, durante la jornada afluyeron aficionados de otras provincias. La gente lucía camisetas de todos los equipos, con predominio del azul y amarillo de Boca Juniors. “¡Yo vengo desde Jujuy, desde Jujuy!”, gritaba un hombre que decía haberse puesto al volante el día antes, en cuanto se conoció la noticia de la muerte.

La autopsia no ofreció sorpresas: el corazón de Maradona, aquejado de una miocardiopatía dilatada desde hacía años y con un rendimiento reducido al tercio de su capacidad, no pudo seguir latiendo. La crisis cardíaca fue acompañada de un edema pulmonar. El abogado del ídolo muerto, Matías Morla, calificó de “escándalo” el hecho de que la primera ambulancia (en total acudieron nueve al domicilio de Maradona en Nordelta) hubiera tardado media hora en llegar y exigió una investigación.


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