Enemigos complementarios

RAQUEL MARÍN

Zarandeada por la historia, como corresponde a lo que Hannah Arendt llamó las tres generaciones perdidas —los nacidos entre 1.890 y 1.925—, la prestigiosa etnóloga Germaine Tillion tuvo un papel destacado en la resistencia francesa y en la guerra de Argel. En la resistencia perteneció primero al grupo que se creó en torno al coronel Paul Hauet y después a la red de inteligencia Gloria. El resultado: algo más de un año en una cárcel francesa y dos en el campo de concentración para mujeres de Ravenbrück.

Acabada la guerra, a Tillion se le concedió el premio Pulitzer en reconocimiento a su oposición a los nazis. Pero el paso por la clandestinidad y el campo de concentración deparó algo más importante. En Ravenbrück trabó amistad con otra reclusa, Margarete Buber-Neumann, una periodista alemana que había trabajado en la Guerra Civil española a favor del comunismo junto a su marido. El marido, víctima de las purgas de Stalin, fue ejecutado y ella acabó en Siberia por ser la “esposa de un enemigo del pueblo”. Germaine Tillion tomó nota de qué estaba ocurriendo en el Este. Los extremos se parecían demasiado. Y, por supuesto, reflexionó sobre las relaciones que se establecían entre las fuerzas de ocupación y los ocupados, entre los carceleros y los presos. Entre las personas que encarnaban esos roles. Intentó saber quiénes eran los otros, descubrir semejanzas allí donde parecía que solo existían diferencias.

El colonialismo francés en Argelia completó su esquema. Conocía bien el país por los trabajos de campo que había hecho en los años treinta. Cuando, después del llamado Día Rojo de Todos los Santos, estalló la guerra, Tillion fue enviada allí como observadora. Entendió rápidamente la dinámica del conflicto. De ese conflicto y de muchos otros. Represión brutal contra los insurrectos e insurrectos respondiendo con terrorismo indiscriminado. Retroalimentación indefinida. “Los enemigos complementarios”. Este fue el término con el que Tillion definió esa especie de simetría, esa espiral que tiende a expandirse si no surge alguien entre las partes capaz de invertir el sentido centrífugo de los círculos.

Tillion había intentado colaborar en esa tarea al concluir la Segunda Guerra Mundial. No solo desde el plano teórico. Cuando supo que dos carceleras de Ravenbrück habían sido acusadas de decapitar a varias mujeres, convenció a una antigua reclusa para que declarase junto a ella que esos crímenes no habían existido. La distorsión de los hechos solo podía contribuir al alimento de los enemigos complementarios. La búsqueda de la verdad, como deja meridianamente claro Tzvetan Todorov en el capítulo que dedica a Germaine Tillion en su libro Insumisos, era un valor clave en la construcción de su pensamiento.

También en el conflicto de Argel insistió en declarar como testigo en el juicio contra el líder del FLN, Yacef Saadi con el que, en nombre del gobierno francés, había negociado el cese del terrorismo a cambio del fin de las ejecuciones sumarias. Su alegato en defensa de Saadi recibió una dura contestación por parte de Simone de Beauvoir y del general Massu, máximo responsable de la represión. También le valió el apellido de Traidora. Un proceso que reforzaba su concepto de los enemigos complementarios. Quien no echa paletadas de carbón a la locomotora del resentimiento, está en contra de quienes viajan en ese tren. Se convierte automáticamente en un sospechoso, luego en un saboteador. En un traidor.

Nazis, guerra de Argel, el colonialismo. ¿Y ahora? Ahora el esquema sigue completamente vigente. No solo eso, se encuentra revitalizado y en pleno crecimiento. Agudizado gracias a los populismos y a una llamada permanente en favor de la pureza ideológica, es decir, de toda clase de radicalismos. Existe una especie de reclutamiento doctrinario y excluyente en innumerables focos del planeta. Y, naturalmente, en España, donde la brecha que separa a los partidos políticos de un signo y de otro no deja de crecer y donde los extremos no dejan de alimentarse, convirtiendo en un terreno baldío el campo que los separa. Un campo que hace cuatro décadas y media sirvió para colocar los cimientos de nuestra democracia. Donde se predicaba proximidad ahora se insiste en destacar los elementos que nos diferencian.

Se ha establecido un diálogo de sordos en el que los adversarios no es que no sean escuchados sino que cada cual habla con el convencimiento previo de que no será escuchado más que por aquellos que de antemano le son fieles. No se trata de un diálogo entre contrarios sino de un reforzamiento permanente de las posiciones propias al tiempo que se hace caricatura del adversario. Y de que la ciudadanía, lánguida observadora de ese juego de pimpón, acabe por adherirse a la causa. O que al menos vote. Claro, que si los votantes acaban convertidos en hooligans y contribuyen a incendiar las redes con tuits, memes o subproductos ideológicos, mucho mejor. Al más puro estilo José Luis Ábalos, quien hace poco recordaba a las ovejas descarriadas de su partido que quien se crea por encima de las siglas está equivocado. Fe ciega.

De modo que ahí tenemos a la ultraderecha y a una parte –cada vez mayor- de la derecha etiquetando al Gobierno como socialcomunista, frentepopulista o socio de los terroristas. Y a la izquierda radical y a una parte —cada vez mayor— de la izquierda supuestamente moderada llamando fascistas a quienes se apartan un ápice de la partitura o colocando campanillas de apestados a quienes osan disentir desde el seno de su partido. Se habla alegremente de bandas, de mafiosos, de fachas. Tal vez piensen, descabelladamente, que el tremendismo oratorio resulta gratuito. O lo dan por bueno a cambio de una supuesta rentabilidad inmediata. Pero, en realidad, las acusaciones de complicidad con golpistas o directamente de urdir un golpe de Estado, de filoterrorismo, las apelaciones a la Guerra Civil, las referencias a la Transición como “régimen” o la interpretación torticera e interesada de la Ley de Memoria Histórica no son otra cosa que piezas del puzzle para la construcción del enemigo complementario.

El conflicto catalán es otro retrato robot del mismo mecanismo. Los independentistas han hecho un trabajo tenaz —y brillante desde el punto de vista publicitario— para crear el fantasma españolista y subrayar las diferencias que existen entre un catalán y un manchego o un aragonés. Han conseguido fragmentar y radicalizar a la sociedad catalana y a la española. Posturas cada vez más alejadas y la exigencia de una fidelidad sin matices. Obediencia opaca a la causa. Recuérdense las 155 monedas de plata de Gabriel Rufián dedicadas al botifler Puigdemont y su república de cincuenta segundos. Conmigo o contra mí. El centro y los puentes evaporados. Los indultos han sido una revitalización de posturas encontradas. Pronto comprobaremos si la mesa de diálogo es puente, trampa o solo eso, un mueble para hacer leña.

Todorov calificó a Germaine Tillion como insumisa. Una insumisa frente a los bloques absolutistas. Tillion, se nos olvidó mencionarlo antes, recibió el apoyo de Albert Camus cuando más duramente fue atacada por su actitud durante la guerra de Argel. Otro sospechoso. Otro insumiso. Llegados a este punto de cerrazón, de maximalismo y radicalidad generalizada tal vez sea más necesaria que nunca la insumisión para romper el juego de los enemigos complementarios.

Antonio Soler es escritor.


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