Engañoso triunfo


En otros tiempos, una vuelta al ruedo y una oreja en Madrid suponían para un torero —no digamos si este era novillero—, no solo una avalancha de contratos, sino también de respeto y expectación por parte de los aficionados. Esto ya no es así. Hace ya años que los triunfos en esta plaza no tienen la repercusión de antaño.

Y, más allá del injusto sistema taurino que suelen padecer aquellos que han hecho méritos en el ruedo, hay una razón que lo explica: la exigencia. O, mejor dicho, la falta de ella. Triunfar en Madrid en la actualidad no es, ni de lejos, lo difícil que era hace unas décadas.

Y si no que se lo digan a Manuel Diosleguarde, que casi abre la puerta grande tras una actuación más que discutible en la que se dejó escapar al mejor novillo del muy desigual encierro de Fuente Ymbro. Una orejita cortó… a un toro de dos. Fue al cuarto, igual de feo y falto de remate que la mayoría de sus hermanos, pero de un pitón derecho para encumbrarse.

Un animal rebosante de nobleza y calidad que acudió a la muleta pronto y alegre, para después desplazarse largo y humillado. Y el novillero salmantino ligó algunas tandas. Otra cosa es cómo. Casi siempre al hilo del pitón y acelerado, no paró de descargar la suerte y de rematar los muletazos en línea. Todo ello con la mano diestra, porque lo ejecutado al natural con la zurda resultó aún más liviano.

Y eso no fue todo; su otro “triunfo”, la vuelta al ruedo que dio tras la muerte del primero, clamó al cielo. Pese a que no había hecho méritos para ello —tampoco con la espada, que cayó trasera y caída—, como afloraron cuatro pañuelos en los tendidos —es de suponer que de su familia y amigos—, Diosleguarde no tuvo reparos en darse una vuelta al anillo entre la indignación de una parte de los espectadores (principalmente del tendido siete). ¿Y la vergüenza torera?

Ovacionados resultaron sus compañeros de cartel. Y pueden estar contentos. No tanto por los aplausos, sino por haber salido de la plaza por su propio pie. Una, dos, tres… casi incontables fueron las ocasiones en las que resultaron cogidos por sus respectivos oponentes. A veces, tímidamente; otras de forma dramática.

Una de las más espeluznantes fue la primera que sufrió Isaac Fonseca. Había comenzado su primera faena de rodillas, toreando muy templado, cuando, en el tercer redondo, el utrero lo prendió violentamente destrozándole la taleguilla. Un novillo, ese segundo, que peleó con bravura en el caballo, y que después desarrolló un sentido insospechado en el último tercio. Especialmente por el pitón izquierdo. ¡Cómo se le venía al pecho a Fonseca!

El mexicano, que había presentado sus credenciales en un ajustadísimo y asentado quite por gaoneras, anduvo entregado toda la tarde y demostró un serenísimo valor, pero sus labores no terminaron de coger vuelo.

Maltrecho tras un sinfín de avatares, Manuel Perera, que tuvo que pasar por la enfermería tras la lidia del bruto y deslucido tercero -impresentable por su falta de remate, pese a los astifinos pitones que lucía-, dio muchos muletazos, todos ellos, sin embargo, carentes de temple y sabor. No triunfó, pero se marchó a casa (casi) de una pieza. Todo un milagro.


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