¿Qué ha sido de la ensalada ilustrada, de ese plato que capitaneaba esa (minúscula) parte de la carta donde se arrinconaban las verduras durante el siglo pasado? Esa ensalada que portaba un nombre intelectual, afrancesado, y que amontonaba tal opulencia de vegetales e invitados que no se podía remover sin que se desbordaba tamaña bandeja de fertilidad. Lechuga, tomate, cebolla, aceitunas negras, espárragos, zanahoria, bonito, huevo cocido. Hasta anchoas, cuando había perras. Una fantasía, un jardín del Edén. ¿Cómo nació la ensalada ilustrada? ¿Se le inventó Voltaire, salía en la Enciclopedia? Pues no: amigos y amigas comidistas, la ensalada ilustrada es un plato tradicional aragonés. Toma ya. Soltad la bolsa de brotes gourmet y atended.
Para entender esta historia primero hemos de retrotraernos al origen de la ensalada. Y en occidente, retrotraerse al pasado significa hablar de los romanos. Bien porque con ellos conocimos la civilización ordenada, bien porque fueron los primeros en promover la crucifixión como logotipo. La palabra ‘ensalada’, en efecto, proviene del término latino ‘salata’, que significaba ‘salado’ y que acortaba la expresión ‘herba salata’, o ‘hierbas saladas’. Es decir, lechugas o escarolas, rúculas o berros, espinacas o coles, que se tomaban crudas y los romanos salaban para contrarrestar su amargor natural.
En estos tiempos de plástico dentro de plástico, de mézclums de hojas coloridas e insípidas, conviene recordar que la ensalada nació así de simple: un plato fresco y frugal que, amén de sal, añadió el vinagre y el aceite como asistentes infalibles. “En Roma, hasta principios del siglo I, las comidas empezaban con una ensalada aderezada. A partir de esa época vemos que desciende puestos y se ingiere al final”. Lo apunta Miriam Sagarribay en Eso no estaba en mi libro de historia de la gastronomía, donde también nos aclara que, por tal razón, conocemos a la lechuga vulgar como “lechuga romana” (nada que ver con la ensalada César, ojo).
Así ilustraban, así, así
¿Cómo ascendió la ensalada al siguiente peldaño, cómo se ilustró? En sus orígenes, la ensalada fue concebida como un plato medicinal: Galeno usaba los jugos de la lechuga para dormir mejor. Catón sostenía que “no hay nada más sano que comer la col rociada con sal y vinagre”. Pitágoras, sin embargo, llamaba a la lechuga la “planta de los eunucos”, pues le calmaba el estómago pero también le rebajaba la excitación un poco más abajo. Al verde había que echarle algo más colorido, que alegrara el buche y el espíritu: el ensaladista tenía que superar su minoría de edad, entregarse a la líbido. Y ahí entraron los franceses; primero con ciencia y después, con arte.
Cuenta Ángel Muro en El Practicón que, hasta el siglo XIX, la ensalada se aliñaba en España sin secar los vegetales, y además disolviendo la sal y la pimienta en el vinagre. Doble error. Hay que secar bien y mezclar en aceite, para luego “fatigar la ensalada”, es decir, removerla con garbo, incorporando el vinagre al final. El inventor de esta técnica fue nada más y nada menos que Jean-Antoine Chaptal, ministro del Interior con Napoleón, uno de los 72 científicos cuyo nombre está inscrito en la Torre Eiffel y mente preclara de la Ilustración (que también transformó la viticultura). Su método de aliñado “tiene dos ventajas, pues la sal y la pimienta se distribuyen por igual, y el vinagre excedente se precipita por su propio peso en el fondo de la ensaladera”. Ángel Muro sintetizaba en 1894 la ciencia de Chaptal con un delicioso epigrama: “Se necesita un pródigo para el aceite, un prudente para la sal, un tacaño para el vinagre, y un tonto para revolverla”. El primero y el último suelen ser fáciles de encontrar.
Estandarizado el aliño, los franceses continuaron revisando los ingredientes. Alejandro Dumas padre, en su Gran Diccionario de Cocina, confesó su desprecio por las plantas: “La mejor ensalada aliñada con el aliño más superior hay que tirarla, porque el hombre no ha sido criado para comer hierbas como los animales que andan a cuatro patas”. Así que se inventó una ensalada tan poderosa como su ego, a la que por supuesto concedió su apellido: lechuga, huevos duros y atún. También arrojaba anchoas, pepinillos y perifollo, y la aderezaba con mostaza. A su hijo, empeñado en superar a su padre en todo, se le fue la olla con el narcisismo y contraatacó con la “ensalada Francillón”, aparecida en la obra teatral que le dio nombre (y que Marcel Proust haría famosa al mencionarla en En busca del tiempo perdido). El plato de junior se componía de patatas, mejillones (o almejas) y rodajas de trufa cocidas en Champagne. O sea, de la líbido de Dumas pater, a la pornografía del hijo.
Pero es en el autor de El conde de Montecristo, en su atún y en sus huevos toreros, en la ilustración con ingredientes animales, queridos ensaladistas, donde encontramos el gran antecedente de la ensalada ilustrada hispana, que curiosamente abanderaron aquellos de nosotros que de forma más legendaria combatieron a los franceses cuando decidieron invadirnos, empujados por el citado Bonaparte de la mano en el pecho.
La ilustración del jamón
“Quien tras ensalada no bebe, no sabe lo que se pierde”, dice un refrán aragonés. El dicho “revela con elocuencia la costumbre arraigada, sobre todo en los pueblos oscenses, de tomar una vez acabada la ensalada el caldo del aliño sobrante de la misma, que se repartía en vasos y se bebía. Esto en el mejor de los casos, puesto que en muchas ocasiones se tomaba directamente del propio plato”. ¿Melindres, escrúpulos? Anda a cascarla. ¡Esto ye Aragó!
La anécdota anterior está sacada de La cocina aragonesa, libro canónico en la comunidad publicado en 1978 por el cronista gastronómico José Vicente Lasierra (Javal). Que la ensalada ilustrada sea desde antaño un plato tradicional del baturrismo es lógico, pues la huerta regional compone un vergel sin par, a menudo desconocido frente a la fama más célebre de la vega navarra y a menudo minusvalorado por los propios oriundos. Cocina de la huerta aragonesa, por ejemplo, comienza con una receta que reúne toda ese festival comestible en una ensalada de bacanal: brotes de primavera, cebolletas tiernas, pimientos de Pontigo, zanahoria, espinaca, acelga, tomate de rama, ajetes frescos, espárragos blancos, espárragos trigueros, habas tiernas, alcachofas, apio, cebollas de Fuentes, bisaltos, guisantes, borraja… Una ofrenda a la tierra total. Giuseppe Arcimboldo pintando a la Virgen del Pilar.
La ensalada ilustrada, llamada mixta cuando España empezó a ponerse moderna, y que muchos aragoneses desconocen como plato propio por cotidiano, no tiene una receta canónica, como todas las comidas populares, pues la cosa cambiaba de un valle a otro, de un pueblo a otro, según la temporada y lo que se tuviera a mano. Pero su composición estándar la encontramos en libros de indagación como Recetas familiares aragonesas, de Amalia Baqué y María Amalia Mainer: como base, lechuga, tomate, cebolleta y pimiento verde, y como sofisticación, atún (en aceite o escabeche), huevos duros, espárragos… ¡y jamón serrano! ¡Chachán!
Hete aquí la verdadera sorpresa que todo el mundo, dentro y fuera de Aragón, parece haber olvidado: “Hay muy poca información en los libros, pero la verdadera ilustración aragonesa a la ensalada era ponerle una loncha de jamón”, desvela Juan Barbacil, secretario de la Academia Aragonesa de Gastronomía. Resulta que la bandera que enarboló Agustina fue un pedazo de cerdo ondeando sobre el cañón. Lo cual dice más de nuestra Ilustración que las obras completas de Gaspar Melchor de Jovellanos y Fray Benito Jerónimo Feijoo. ¿Trufas, marisco, champagne? Nosotros, hasta con la azada en la mano y rodeados de un mágico verdor, nunca hemos dejado de soñar con la pata de un chon, con la libertad de un buen jamón.
Una ilustración actualizada
Le pedimos al cocinero David Baldrich, del restaurante zaragozano La Senda, que nos adapte la receta clásica de la ensalada ilustrada a estos tiempos eléctricos. La elección no es baladí: Baldrich es uno de los defensores y promotores de la huerta aragonesa más concienzudos de la región. Elige productos con marchamo: tomate rosa de Barbastro, cebolla dulce de Fuentes, espárrago de Navarra (denominación que incluye Aragón), olivada de aceitunas negras. Zanahoria escabechada. Huevo de casa. Y como el atún lógicamente no proviene de la ribera local, lo cambia por trucha, que escabecha igualmente a baja temperatura. Para combinar texturas, convierte el espárrago en helado y raya el huevo al modo clásico. Por supuesto, respeta la base con unos brotes verdes tiernos. ¿Y el jamón? Pues para cualquier otro momento: siempre de Teruel, por supuesto.
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