Este plomizo 24 de febrero será recordado por millones de rusos como el día en el que definitivamente se rompió algo. La mayoría de la sociedad o bien calla por miedo o indiferencia o bien apoya la política agresiva del Kremlin. Mientras los misiles rusos caían sobre una nación a la que consideraron hermana, las escasas voces críticas tan solo compartían un mensaje en redes sociales: “Y esto, ¿para qué?”. A pesar de la tristeza y la rabia, en las calles no se ven manifestaciones, prohibidas por las autoridades bajo amenaza de cárcel. Avanzada la tarde se congregaron en el centro de Moscú y en otras ciudades grupos de cientos de personas, aunque pronto comenzaron los arrestos, igual que había pasado horas antes con los piquetes individuales de ciudadanos.
“Todo el mundo está contra la guerra. Nadie que conozco deseaba esto”, afirma Serguéi Gavrilov, un hombre de mediana edad en la parada de metro de Elektrozavodskaya, el típico barrio industrial del segundo anillo de Moscú, ocupado ahora por la clase media. Como él piensan mayores y jóvenes; tanto en la calle como en las redes sociales. “Unos pocos tontos quieren la guerra, el resto sufre”, agrega mientras un gentío camina a su alrededor con la vista perdida.
Rusia despertó el jueves en shock. El presidente Vladímir Putin había ordenado comenzar la invasión de Ucrania para “desnazificarla”, un término que a base de repetirlo ha calado en gran parte de la población. Poco a poco aparecía en las redes sociales un lema que había estado desaparecido todos estos meses de advertencias: “No a la guerra”.
Solo unas 5.000 personas firmaron a principios de febrero el manifiesto de intelectuales contra la guerra. En 2014, cuando Rusia se anexionó Crimea y comenzó la guerra del Donbás, sí hubo protestas masivas contra la guerra en pleno centro de Moscú. Pero las leyes sobre manifestaciones se han endurecido desde entonces hasta el punto que ahora deben ser autorizadas incluso las de una sola persona. Y este jueves, tras comenzar una nueva guerra, las autoridades han advertido de que la ley “prevé un castigo severo por organizar disturbios masivos”. “La policía capitalina adoptará las medidas necesarias para garantizar la protección del orden público en la ciudad”, agregaron la Fiscalía de Moscú y el Ministerio del Interior.
Estos días se vieron imágenes de varios ciudadanos detenidos por sacar un cartel contra la guerra por la calle. “Mea culpa por no haber hecho nada para remediarlo, por aguantar estos 20 años [de Putin]”, afirma Natalia, una mujer en torno a la treintena que quiere permanecer en el anonimato, como muchas otras voces críticas con el Kremlin. Cuando se pregunta a los transeúntes, abundan las cabezas bajas y miradas distantes. En Instagram también reina el silencio sobre el conflicto. Muchos siguen la vieja broma franquista del “haga como yo, no se meta en política”. El portal OVD-Info, una de las principales fuentes para seguir la represión de las manifestaciones en Rusia, informó a través de Twitter de más de 1.346 detenidos en 40 ciudades del país pasadas las ocho de la tarde de Moscú.
Según una encuesta del centro de estudios sociológicos Levada, independiente del Kremlin, un 48% de los rusos culpaba el año pasado de la tensión en Ucrania a la OTAN. Un 20% responsabilizaba a Kiev. El mensaje repetido una y miles veces en los medios de que la Alianza Atlántica se expande como un ejército hacia Rusia ha calado estos años, y ahora la población no tiene clara la responsabilidad de esta guerra, que en la mayor parte de los casos delega en presidentes lejanos que dan órdenes y la gente acata porque ellos solo viven día a día.
La invasión de Putin ha sido justificada con la petición de ayuda de las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk. Según una encuesta de la agencia estatal vtsiIOM, un 73% de los rusos apoyó el reconocimiento ruso de ambos territorios, un paso claro a la guerra tras escenificarse una evacuación que ha concluido justo el mismo día que comenzó la ofensiva.
Nadie que no sea de los círculos del Kremlin se manifiesta abiertamente a favor de bombardear Ucrania. “No me quedan palabras. No es mi presidente, no voté ese genocidio. Siento una vergüenza enorme y una pena tremenda porque soy medio ucrania y la mitad de mi familia vive allí”, agrega Natalia. Su opinión la comparte por teléfono otra conocida, Anna Levitina, que nació en Vorónezh, zona donde se desplegaron las tropas rusas antes de comenzar el ataque. “Es absurdo. La gente de mi región suele tener parientes en ambos lados de la frontera. No tiene sentido enfrentarnos”, lamenta la joven, triste e irritada: “Lo que más me molesta es que la gente común, los civiles, empiecen a defender un lado u otro. Nosotros y vosotros, blanco y negro”.
A diferencia del inicio de la guerra de 2014, los rusos parecen resignados esta vez a que la economía pueda hundirse. Hace ocho años, la moneda nacional se hundió al pasar de un cambio de 45 rublos por euro a superar los 90 cuando se impusieron las sanciones. Mucha gente salió a las tiendas y cajeros a por víveres o efectivo. Este jueves, la tranquilidad reinaba en tiendas de electrodomésticos y bancos.
Pero la preocupación va por dentro. Un alto cargo estadounidense advertía de que las sanciones podrían alcanzar a los principales bancos del país, Sberbank y VTB. Para quienes tienen negocios o ahorros es un drama. “Esto llevará al aislamiento total de Rusia, al derrumbe de la economía, a la muerte de muchos jóvenes. Esto da paso al comienzo de la tercera guerra mundial”, afirma María Marrero, una mujer rusa en la treintena que formó una familia con un español.
Mientras en ciudades ucranias como Kiev y Járkov evacuaban a los refugios, en Moscú sonaban las alarmas en algunos centros comerciales por supuestos avisos de bomba.
Preocupación entre los hispano-rusos
La situación preocupa muchísimo a los españoles y rusos que viven entre ambas tierras. “No conozco a nadie que apoye la guerra. Los rusos están en shock, algunos están pensando cómo salir del país”, cuenta al otro lado del teléfono Katia Ivanova, que llegó a España en 2014 y está casada con un español. Otros tienen pareja o hijos en el otro país y no saben qué será de ellos si se anulan los visados o vetan los vuelos. Todo apunta a una situación incluso peor a la de la pandemia, cuando muchos vivieron separados de sus familias durante más de un año.
Parece un día normal en Moscú. Los organismos administrativos tienen las colas a rebosar como siempre. La gente no quiere hablar de la guerra, solo salir de allí. “Esto aún no es una guerra, puede ser peor”, advierte el taxista Tigrán Yegoróvich, de unos 40 años.
Fuera de la parada de metro de Elektrozavódskaya, una anciana contempla desde un banco a la gente que pasa. Al preguntarle, es de las pocas que se explaya. “¿Para qué nos hace falta la guerra? Nuestros padres ya sufrieron aquella guerra terrible, ¿para qué tenemos que sufrirla nosotros?”, responde Marina, que tampoco quiere decir su apellido. “¿Cuándo tendremos tranquilidad en esta tierra? ¿Cuándo pensarán los políticos en hacer una vida tranquila? En tiempos de las 15 repúblicas vivíamos en paz. Trabajábamos, nos queríamos unos a otros, descansábamos…”.
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