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Equipo 91: los pastores que salvan las almas de los condenados por las mafias en Brasil


Una cortina improvisada sustituye el cristal de la puerta en un salón apretado y caliente en el centro de Rio Branco. En la casa vigilada por cámaras, el pastor Conrrado Sena se sienta delante del consejero del Comando Vermelho (CV), la organización criminal de Río de Janeiro que domina la capital de Acre. En voz baja y respetuosa, el pastor clama el perdón para un sentenciado a muerte por el tribunal del crimen. Es la última apelación para que el “decretado” tenga posibilidad de vivir.

Mientras Conrrado habla, el consejero del CV mira el teléfono y contesta mensajes fumándose un cigarrillo. Escucha todo en silencio, esperando su turno para comentar sobre las más recientes decisiones como gestor de conflictos. Todo allí, cuenta el capo del CV, es prontamente investigado, analizado y juzgado en cuestión de horas, y por eso se queja de la cantidad de problemas en los que tiene que intervenir ―se encarga hasta de asuntos menores, como los de la música alta en los puntos de venta de droga―. Esta vez, para suerte de Paulino (nombre ficticio), hubo clemencia. El consejero de la banda ha decidido que el pequeño traficante de drogas de la periferia se salve. Seis hombres en pie y con los ojos cerrados levantan las palmas de las manos. Liderados por el pastor, entonan cánticos para agradecer el desenlace. Otra audiencia del Equipo 91 llega a su fin.

Es una rutina a la que están acostumbrados. Desde 2012, el Equipo 91 ―bautizado así por el salmo bíblico según el cual quienes estén al abrigo del Señor se librarán de la “peste destructora”― cumple la función de interceder por aquellos que prometen dejar de delinquir y entregarse a Jesucristo. Los miembros del equipo, evangélicos sin vinculación con ninguna iglesia en particular, han sido reclusos, ladrones, traficantes y homicidas que dejaron el crimen y se entregaron a la palabra de Dios. Cerca de 70 integrantes desarrollan trabajos de conversión en centros penitenciarios, juzgados, iglesias, barrios, casas y dondequiera que puedan predicar, todo de forma precaria, financiados por donaciones.

El grupo estima que ya ha librado de la muerte a más de mil personas, en audiencias especiales improvisadas, como la que siguió de cerca EL PAÍS a mediados de agosto. La intervención se hace a medida y se graba por wasap. Y el vídeo que se les envía a los jefes de las bandas sirve como prueba del cambio de vida.

Los pastores tienen experiencia en el mundo del crimen. Cuando uno entra, la puerta de salida casi siempre es la muerte. Pero hay una regla clara: a los hermanos “del camino de Jesús” no se les mata, y es ahí donde entra el Equipo 91. Los días en los que este periódico siguió el trabajo de los pastores, los teléfonos de los salvadores de almas no dejaron de sonar. Llamadas de auxilio para reinsertarse en la sociedad por el camino “de la bendición”, término usado para la conversión. Se trata de un complejo entramado de sanciones diferentes por delitos diferentes y amnistías paralelas que solo toca el sistema formal de la Justicia por los bordes.

En la oscuridad de la periferia de Rio Branco, el pastor Conrrado Sena, de 47 años, es quien dirige su destacamento. Por teléfono, recibe las coordenadas. Hay noches que llegan a visitar cuatro destinos, con reuniones que se extienden durante la madrugada.

Era el inicio de la noche de un martes cuando sonó el teléfono del pastor. Era el consejero del CV, devolviéndole una llamada. El grupo se cita en una clínica de rehabilitación para drogodependientes en los alrededores de Rio Branco. El pastor explica que están ante un muchacho que, días antes, fue rescatado tras haber sido sentenciado a muerte por el tribunal del crimen por haber cometido una violación. El equipo lo llevó a la clínica.

Con la presencia de los involucrados, el Equipo 91 da por iniciada la sesión. La conversación con los responsables de la sentencia se hace con el manos libres activado:

―¿El chico ese de la violación? —pregunta el consejero del Comando Vermelho.

―Exacto, te están oyendo todos… Dime, ¿cómo lo tiene?

―Aquí [en el barrio donde cometió la violación] no puede quedarse. Si se queda aquí, adiós, muy buenas. Ya está decretado.

—Hummm… ¿De ningún modo?

—¿Aquí? ¡Dios me libre! De esa forma, del peor modo.

—Entendido, hijo…

El misionero del Equipo 91 cuelga y se dirige al condenado: “Este es tu refugio, para que puedas vivir y tener otras vidas. Jesús es el que salva, pero un sitio como este protege”, dice Regimar Souza do Nascimento, de 46 años, un exveterano del crimen que está en el grupo religioso. Con un semblante resiliente, el sentenciado Maurício (nombre ficticio) escucha el sermón. A partir de ahora, se librará con la condición de que acepte el Evangelio ―y no regrese a la la barriada donde cometió la violación.

El pastor Conrrado, uno de los artífices de la iniciativa del “salvamento de almas” en Rio Branco, es protagonista y testigo de una transformación sin precedentes en el mundo del crimen del norte del país. Este atracador de bancos, conocido en todo Brasil, inauguró en 2007 la cárcel federal de Mato Grosso do Sul, reservada a los delincuentes más peligrosos del país. Permaneció una década en prisión. Reunido con la élite de la criminalidad brasileña, siguió de cerca, durante las horas de patio, la integración de Acre con los grupos criminales del sureste.

“No era el dinero, era la adrenalina. Cuando empezaba el tiroteo, me acuerdo de los cristales rompiéndose. Y de los chillidos de las mujeres… era música para mis oídos. Me gustaba eso, sonreía”, recuerda, sobre su pasado delictivo. “Yo salía el último. Y esta [presiona la mano en la cintura] no dejaba que nadie la cogiera. Ahora paso por un banco y ya no siento nada. Hoy tenemos algo mucho mejor: Jesús”, dice.

Acre, tierra de disputa

Más de una década después, Conrrado ha visto convertirse a Acre ―Estado de 894.000 habitantes, el tercero menos poblado de Brasil― en punto neurálgico del crimen organizado. Las bandas más poderosas disputan esta región por su posición estratégica en el corredor logístico para la distribución de drogas dentro y fuera del país. El Estado limita al sur y al oeste con Perú, y a sureste con Bolivia, dos de los mayores productores de cocaína del mundo. Al principio, la expansión de las bandas se produjo sin mayores percances. Con el tiempo, empezaron a surgir rencillas y se crearon bandas locales como resistencia a las reglas de los forasteros, especialmente las de los cariocas del Comando Vermelho y las de los paulistas del PCC [Primer Comando de la Capital].

En octubre de 2015, Acre vivió casi una semana de autobuses y edificios públicos incendiados. La guerra del crimen por el dominio territorial tocó techo en 2017, con más de 400 investigaciones abiertas por homicidios, cuando la región registró una tasa de 62,20 asesinatos por cada 100.000 habitantes, ocupando el segundo lugar en el ranking nacional. Desde entonces, las tasas de homicidios, todavía altas, siguen descendiendo ―hasta octubre ha habido un 5% menos de asesinatos que en 2019, según el estudio del portal G1—. Uno de los principales obstáculos de la Policía para solucionar los homicidios es la dificultad de conseguir testigos. “Todo el mundo tiene miedo, porque los homicidios, en su abrumadora mayoría, están relacionados con la guerra de las bandas”, afirma Martin Fillus Cavalcante Hesser, de 37 años, jefe de la Comisaría de Homicidios del estado de Acre.

Uno de los factores para la disminución de la violencia en las calles es precisamente el dominio del Comando Vermelho , que, aun así, enfrenta una resistencia del Primero Comando de la Capital.

Con aproximadamente 8.000 presos, las penitenciarías están controladas por bandas. A los miembros rivales de estos grupos, enemigos mortales, se les divide en módulos, pero incluso allí es posible ver la influencia de la religión. Los movimientos evangélicos proliferan y el instituto que administra las prisiones de Acre ha decidido encarar el fenómeno como una oportunidad. En 2020 creó un módulo exclusivo para evangélicos en el mayor penal del Estado. Son 625 presos repartidos en 25 celdas. Cada celda tiene su líder espiritual, que predica la palabra a sus compañeros de cárcel.

En una breve visita en agosto, EL PAÍS pudo observar la dinámica del módulo “de la bendición”. Las horas de patio se convierten en un culto al aire libre, con cánticos y biblias. “Esto es un hospital donde cada uno se está tratando espiritualmente”, dice el interno Fernando Henrique Junqueira, de 39 años. El fiscal Bernardo Fiterman Albano, del Grupo de Actuación Especial en el Combate a la Delincuencia Organizada, ve pragmatismo en la fe. “No creo que acudan a la fe por la capacidad de evangelización del pastor. Lo hacen como subterfugio para salir de la organización criminal.”

Una noche de agosto, Alberto (nombre ficticio) recurrió a los pastores del Equipo 91. Con tan solo cuatro días de libertad y vigilado con una tobillera telemática, solicitaba la ayuda del grupo para tratar de retomar su vida dentro de la legalidad. Alberto es de Cidade do Povo, un barrio a diez kilómetros del centro de Rio Branco y un ejemplo de las batallas entre bandas en la ciudad. Al contrario del resto de la capital, el PCC es quien controla el área junto con la banda local B13. El puesto policial fue depredado. Los grafitis indican el dominio del crimen. “Prohibido robar a los vecinos”, se puede leer en uno de ellos.

“Hay algunas cosas que queremos transmitirte, algunos cuidados para ayudarte”, le dice Francisco Ferreira da Conceição, del Equipo 91, a Alberto. Allí casi nadie tiene un empleo formal, y la situación se ha agravado por la pandemia. En Acre, el 59,6% de las residencias percibió la ayuda de emergencia que cobraron los vulnerables de la pandemia hasta diciembre, el quinto porcentaje más alto del país.

En la charla con el potencial nuevo fiel, los pastores son rígidos. Examinan el nivel de compromiso con “la palabra de Dios”. La audiencia sigue con el establecimiento de las nuevas reglas de vida: la vestimenta tiene que ser larga; y el pelo, sin mucha personalidad. La rutina debe incluir oraciones, nada de delinquir. Alberto escucha todo de forma diligente, rodeado de testigos. Tras dar su visto bueno a todas las exigencias, es hora de grabar el salvoconducto. El final sigue siempre la misma lógica: el nuevo convertido dice su nombre, el alias que tenía y también una contraseña, otra burocracia de la banda. Por último, anuncia su salida del mundo del crimen. Luego, el video se manda a todas las bandas por wasap.

Para que el salvoconducto funcione y siga siendo respetado, es necesario constancia y disciplina, y ese es uno de los trabajos de seguimiento que lleva a cabo Francirley Barroso dos Santos, 43 años, conocido como Caboclão. Este exempresario del crimen, un hombre fuerte, de rasgos indígenas y voz imponente, cumplió diez años de cárcel y está en el Equipo 91 desde su fundación. Una tarde de agosto, conduce su camioneta con el aire acondicionado estropeado por una carretera de tierra envuelta en polvo rumbo a la favela donde trabaja, controlada por el CV, a dos horas de la capital.

Caboclão está allí para celebrar un culto que presentará al anfitrión del lugar como un nuevo hombre, ahora “en la bendición”. El convertido, inquieto, es Lucena (nombre ficticio), de 30 años. La llegada de Lucena cambió la geografía de la región. En poco tiempo, devastó todo el bosque que había alrededor, parceló terrenos y plantó plátanos y café. Durante ese período no dejó de delinquir: participó en al menos tres homicidios. Entró y salió de la cárcel en seis ocasiones. Fue asediado por diversas organizaciones criminales, eligió el CV y pasó a imponer las reglas del grupo en la zona. Luego, empezó a recibir amenazas de los dueños de las haciendas. Fue la señal para rendirse a Jesús. Lucena acudió al Equipo 91 y se convirtió. Recientemente, empezó a beber. “Bebo. Rezo”, dice, lamentándose. Debido al desliz, sufrió una tentativa de homicidio mientras dormía.

Ante una nueva amenaza contra Lucena, los pastores han tenido que entrar en acción otra vez para protegerlo. “Ahora está en sus manos”, explica Caboclão. Con un fuerte apretón de manos y mirándole a Lucena a los ojos, el pastor se despide: “¡No desistas!”


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