Érase una vez Homer Simpson y la pesadilla del sueño americano


El 21 de diciembre de 1940, Francis Scott Fitzgerald hojeaba el nuevo número de una revista para exalumnos de Princeton mientras mordisqueaba una barrita de caramelo cuando una fuerte presión en el pecho le hizo ponerse en pie y aferrarse a la repisa de la chimenea. Un instante después se desplomó, muerto. Al día siguiente, Nathanael West, autor de la primera novela que dinamitó Hollywood y transformó el sueño en pesadilla, condujo apresuradamente de vuelta a California, trastornado por la muerte de su amigo, se saltó un stop y se despidió súbitamente también del mundo y de su brillante aunque maltratada carrera como escritor. Acababa de publicar la novela que lo convertiría en un clásico, El día de la langosta, recién recuperada en español por Hermida Editores con una nueva traducción de José Luis Piquero.

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West, nacido en 1904 en Nueva York en el seno de una familia de judíos lituanos, es el miembro menos conocido de la llamada Generación Perdida. El tipo cuyo absurdo y lacónico, tierno y sórdido surrealismo importado —le bastaron tres meses en París para destilar a Rabelais y al genio ruso Nikolai Gógol― representa a la vez la cumbre del modernismo norteamericano y su primer paso en otra dirección: la del posmodernismo desmitificador y su ejército de perdedores desorientados. El día de la langosta antecede incluso a la monumental y reciente Mundo hormiga, primera novela de Charlie Kaufman (Barrett), radiografía, desde un yo puesto en cuestión, del fin de todos los sueños americanos. Y al mismísimo Homer Simpson.

El personaje Homer Simpson de la serie de televisión americana ‘Los Simpsons’.

“Cuando estaba en el instituto, escribí una novela protagonizada por un tipo que se llamaba Homer Simpson. Había leído El día de la langosta y me había fascinado su personaje principal, que tenía ese nombre. Años más tarde, cuando ideé Los Simpson, pensé que era buena idea rescatarlo”, ha dicho en alguna ocasión Matt Groening sobre cómo llegó el padre de la televisiva e irreverente familia amarilla a ser exactamente como es. Enternecedoramente ridículo, el Homer Simpson de El día de la langosta es un contable que, durante años, ha trabajado en un hotel neoyorquino como el hotel en el que trabajó el propio West, el Kenmore Hall, el sitio en el que Dashiell Hammet acabó El halcón maltés, y al que su médico recomienda el sol de California para curar una tenebrosa neumonía.

Una vez allí, en un Hollywood ‘lynchiano’ antes de Lynch —el director de cine también figura entre los que encontraron en la novela de West el sentido a lo que veían— repleto de estrambóticos perdedores —un escenógrafo que pinta cuadros en los que Los Ángeles ha ardido hasta los cimientos, un payaso que vende abrillantador casero, un gánster enano, una aspirante a actriz incapaz de pasar de extra que firma autógrafos—, Homer Simpson se sienta en una silla de jardín con un libro abierto en el regazo y se concentra en sus manos, que parecen tener vida propia y saber mucho más que él. Homer le tiene miedo a todo —le dan miedo las calles cuando anochece, le da miedo cualquiera que llame a la puerta de casa, le dan miedo sus propias manos— y nunca sabe qué hacer.

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Si la novela dibujó el primer Hollywood caníbal y aunó el sueño americano con la pesadilla americana —los tiempos del auge cinematográfico y el hundimiento de la Bolsa y la peor crisis económica y social de Estados Unidos—, y denunció brutalmente el abuso de poder de la industria sobre la mujer —de Faye Greener, la aspirante actriz, se aprovechan productores y mandamases del sector y las fantasías que genera en el chico que le gusta son también macabras fantasías sexuales—, colocando en el centro a Homer Simpson inauguró la idea del hombre en blanco, o el perdedor que no sabe que ha perdido, el reverso tontorrón de otro clásico: Ignatius J. Reilly, protagonista de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole.

Al lavado de cerebro de una sociedad corrupta que se refugia en lo aparente —el cine es en El día de la langosta un catalizador envenenado y monstruoso— se suman la violencia y el odio, que han edificado incluso carreras literarias como la de Chuck Palahniuk, que confiesa que El día de la langosta es la novela que más veces ha leído y una de las tres que han dado forma a su peculiarísima manera de reflejar el mundo. El Hollywood desalmado y frío, insensible, del Menos que cero de Bret Easton Ellis también lo anticipa West de alguna forma. Y Joan Didion reformuló, aún más desde dentro, lo autodestructivo del sistema para la mujer en Según venga el juego, considerada en su momento la novela que de forma más devastadora arremetía contra Hollywood desde El día de la langosta.

La gasolinera que, en realidad, es la tapadera de un prostíbulo masculino de actores a plena luz del día en la serie de televisión Hollywood, del prolífico Ryan Murphy, ambientada tan solo un par de años después de que suceda todo lo que sucede en El día de la langosta, tiene también su reflejo en la novela de Nathanael West, solo que en esta las prostitutas son actrices y lo dirige una también actriz que no duda en ofrecerse a sus mejores clientes. Su condición de cara b de otros clásicos de la época, como El último magnate, de Fitzgerald, ha alejado este libro de los focos, en parte porque en su momento apenas vendió un puñado de ejemplares y por lo nada cómodo de la propuesta.

West fue siempre un aspirante a cualquier cosa. Falsificó todo tipo de documentos para entrar en dos universidades y después las aborreció, trabajó en la construcción con su padre antes de convertirse en cuñado de S. J. Perelman y de pasar las noches en la recepción del Kenmore Hall, donde realmente empezó a tomarse en serio lo de escribir. Publicó únicamente cuatro novelas —todas tan delirantemente destructivas y a la vez encantadoras como El día de la langosta—, pero escribió un sinfín de guiones en menos de una década, la que pasó en Hollywood, donde conoció a Fitzgerald y al resto de guionistas ilustres de la época, y de donde sacó la inspiración para demoler, desde dentro y sin olvidar ni un solo matiz, el absurdo del sueño americano.

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